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jueves, 6 de enero de 2022

EL "FAMOSO OSITO": "ROBERTO el ANTIGUO NARCO HERMANO del CAPO COLOMBIANO PABLO ESCOBAR que SOÑABA GANAR el TOUR de FRANCIA...y vive para contarlo.



El sol de mediodía baña su rostro sereno. Roberto Escobar, ciego y sin audición en uno de sus oídos, pasa la mañana sentado en una silla de jardín, a la espera de que un técnico venga a arreglarle el frigorífico. En los ochenta llegó a ser el número dos del cartel de Medellín que lideraba su hermano pequeño, Pablo. Era el ingeniero financiero de una organización brutal de sicarios y comerciantes de cocaína que regaron Colombia de sangre en los años ochenta. Aunque antes de dedicarse a pesar en una báscula el dinero que llegaba en camiones, fue un ciclista de mérito que compitió con los más grandes de su tiempo:

—Lo cambiaría todo por haber ganado el Tour de Francia.

Roberto vive a sus 74 años en lo alto de una loma de Medellín, en una antigua hacienda de su hermano. Abre la puerta su exesposa, Claudia Escárraga, una antigua reina de la belleza de la Guajira que lo conoció en la cárcel. Roberto aguarda en el patio calado con una gorra roja, unas gafas finas cuadradas y la camisa metida por dentro del pantalón. Escucha en silencio el ruido de unos pájaros que revolotean en un bosque cercano y su mirada se pierde en el vacío. Le dicen el "Osito' porque un locutor de radio, durante de una de las carreras, no logró identificarlo al llegar a la meta, iba cubierto de barro de pies a cabeza. “Ahí llega un oso”, anunció. El apodo le ha acompañado hasta hoy. En ese tiempo, los años sesenta, corría la vuelta a Colombia. Las carreteras se llenaban de aficionados que querían ver a sus ídolos pasar. Roberto era uno de los deportistas más destacados de Antioquia.

Roberto Escobar, en el extremo derecho de la foto, como técnico del equipo de su propiedad Bicicletas Ositto durante el clásico RCN de 1982

Su hermano dos años menor, Pablo, seguía en el colegio. Sus compañeros comenzaron a llamar Osito a aquel estudiante revoltoso que acabó repitiendo curso. En las siguientes dos décadas se volteó la popularidad de los hermanos. Pablo se convirtió en uno de los hombres más ricos del mundo gracias al tráfico de drogas y el enemigo número uno en Colombia cuando comenzó a cometer atentados para evitar su extradición a Estados Unidos. Roberto dejó de entrenar en un equipo ciclista que había montado, cerró las tiendas y el taller de bicicletas que regentaba y se metió de lleno en el cártel. Su leyenda de ciclista quedó enterrada. Aterrizó en el mundo del hampa, eso sí, con menos vehemencia. Frente al carácter impetuoso y volcánico de Pablo, él siempre fue alguien más sosegado, menos sanguíneo.

“No hay ni un día que no lo eche de menos”, lo recuerda emocionado. Su casa es un altar en su honor. Por todos lados hay cuadros, motos, coches, fotografías, libros, esculturas que pertenecieron a Pablo. Roberto tiene abierto el espacio como museo. El Ayuntamiento de Medellín ha llegado a cerrárselo por promover el culto a la violencia. Sin embargo, todavía recibe visitas de turistas extranjeros que se dan una vuelta por el lugar y al acabar, como traca final, estrechan su mano. “Bienvenidos, bienvenidos, esta es su casa”, saluda a todo el que llega.

Los retratos de las paredes están llenos de hombres muertos violentamente. Roberto es de los pocos de su época que ha llegado a la vejez. En 1993, 16 días después de la muerte de su hermano a manos de las autoridades, que lo abatieron en un tejado de Medellín, recibió una carta en prisión. “Estaba en la santa misa, mi madre me enseñó la religión católica. Al volver a la celda recibí esa carta que tuvo que pasar por siete retenes de la policía y una máquina de rayos X. En el sobre decía que era una citación judicial. Al abrirla, me explotó en la cara. Era una carta-bomba”, cuenta.

Perdió la vista y la posibilidad de volver a montar en bicicleta. Sus ojos azules se volvieron grises. Una fina película transparente los recubre. Cada poco saca del bolsillo un lubricante de lágrimas artificiales con las que se humedece las cuencas. Ha recuperado un pequeño porcentaje visión en uno de los ojos que le permite ver sombras. Aún así, confunde a menudo a su interlocutor, no clava la mirada en un lugar concreto, señala equivocadamente partes de su propia casa. Al sufrir el atentado de adulto, Roberto no parece haber desarrollado el instinto de un ciego.
En un rincón del museo se exhibe un cuadro que Pablo le mandó hacer a Roberto como regalo. En este se ve a él mismo junto a Vito Corleone. También hay una impresión ampliada de la última carta que escribió el capo junto a una puerta giratoria que servía de escondite.

Asegura haber llegado a un momento zen de su vida. No teme a las represalias que puedan llegar del pasado por todo el dolor que provocó el clan Escobar. Ha dejado de usar peluca para pasar inadvertido, aunque la gorra que no se quita muestra su vanidad. En 2010, un comando armado intentó secuestrarlo. La policía lo evitó y en la refriega mató a uno de los asaltantes. “El narcotráfico te lleva a la clínica, a la cárcel o al cementerio”, reflexiona de carrerilla.

Roberto charla animadamente en el patio, junto a una estatua a tamaño real de su hermano. Cuenta que vivía en Madrid, en el número 7 de la calle Miguel Ángel, y que en ese tiempo veraneaba en un hotel de Torremolinos, desde donde hacia excursiones a Marbella o a Gibraltar. Roberto se calla un momento porque escucha unos pasos a su espalda. Son de su hija menor, que aparece de repente y se lo lleva del brazo hacia el interior de la casa. Padre e hija cuchichean detrás de una puerta. Al cabo de un rato, regresa Roberto: quiere hablar de ciclismo.

Su historia como ciclista viene detallada en el libro Reyes de las montañas, escrito por Matt Rendell, ahora mismo descatalogado. “Ese gringo estuvo por acá. Si encuentras una copia, mándamela”, pide. Comenzó en el Club Mediofondo, patrocinado por una empresa de aparatos eléctricos. Compitió en tres Vueltas a Colombia y dos clásicos RCN, las más importantes del país. Fue oro en los Juegos Bolivarianos y bronce en unos campeonatos nacionales. Le disputaba sin éxito el trono a Martín Emilio Rodríguez, Cochise, un corredor mítico. En una pared, cuelga un recorte de prensa del día en el que Roberto le ganó una etapa a Cochise. “Regalo de Cochise a R. Escobar”, sentencia el periódico. Roberto se indigna: “Es mentira, le sacaba cinco minutos, no me regaló nada. Los periodistas en ese tiempo eran muy cargados a Cochise”.

Retirado en la treintena, se hizo entrenador. Roberto nombra a algunos de los mejores ciclistas colombianos, que pasaron por sus equipos. Fue director técnico de las regiones Antioquia y Caldas. En una vuelta a Cuba quedó segundo con el corredor Cristóbal Pérez. “Todos los países comunistas traían equipos de 12 ciclistas, como Hungría o Rusia. Nosotros solo cuatro. Fue un éxito”, recuerda. La federación colombiana de ciclismo empezó a tener noticias de los manejos de su hermano y lo destituyó como entrenador de federaciones regionales.

Entonces montó su equipo propio, Bicicletas Ositto, con doble T para darle un toque italiano. Dos décadas antes, el gran campeón Fausto Coppi visitó Colombia en el final de su carrera. El país lo recibió como a un héroe. Roberto dice que fue, junto a Pablo, a verlo rodar por el Alto de Minas, uno de los puertos de montaña más duros. Ellos iban a bordo de una vespa Piaggo 61. A aquellos dos adolescentes se les quedó grabado en la cabeza que la elegancia, la distinción, el buen gusto, tenía nombre italiano.
Fotos de Roberto Escobar durante sus años como notable ciclista en competencias colombianas.

Ositto creaba sus propias bicicletas. Todavía guarda una en el desván. “Súbemela, por favor”, pide Roberto a uno de sus asistentes. El trabajador vuelve con una bicicleta antigua de carreras, con el cuadro azul y el manillar rojo. “Es una reliquia”, se congratula el propietario. Acaricia con delicadeza la estructura de hierro y al acabar comprueba con los dedos el aire de las llantas. A través del tacto recupera las sensaciones de cuando se subía en ella.

Siempre existió la sospecha de que su equipo estaba patrocinado por el dinero del narcotráfico. Roberto lo niega, como casi todas las acusaciones no contrastadas de todo lo que tienen que ver con él o con Pablo. Pero distintos testimonios de esa época confirman que, evidentemente, el club contaba con más presupuesto que el resto. Llegó a contar con los mejores. El nexo entre narco y ciclismo se hizo más evidente que nunca. Algunos traspasaron la línea. Los ciclistas, acostumbrados al sufrimiento, eran perfectos para hacer de mulas. Buenos deportistas de ese tiempo, como el Chalo Marín, acabaron a sueldo del cártel. Marín fue brutalmente asesinado en Medellín en un crimen que se le atribuye a los Pepes, el grupo paramilitar que se creó para perseguir a Escobar.

En un momento dado, Roberto abandonó el deporte e ingresó de lleno en el crimen organizado. Hay quien minimiza su importancia dentro del cártel. Gustavo Gaviria, Rodríguez Gacha o los hermanos Ochoa tuvieron un peso más específico dentro de la organización. La DEA, sin embargo, le puso la segunda recompensa más alta por su captura, detrás de la de Pablo. Fueron años oscuros. Su hermano incendió Colombia, él estuvo al lado del pirómano. Estuvo preso en La Catedral, donde conoció a su segunda esposa, la que abrió la puerta, y después se entregó una segunda vez para cumplir con la justicia. De otro modo hubiera acabado bajo tierra, como Pablo.

Aparcado el ciclismo, desarrolló otras aficiones de rico, como la de los caballos de pura sangre. Suyo fue Terremoto de Manizales, un hermoso ejemplar marrón que, según su dueño, era “el más grande caballo de paso fino del mundo”. Roberto a veces tiende a la hipérbole. Un retrato gigante del animal cuelga del salón de su casa. En medio, un osito de peluche pintado. En realidad, es el recuerdo de algo que acabó mal. Los Pepes secuestraron a Terremoto y se lo devolvieron en los huesos y castrado.

En el repecho de su vida, ha vuelto a la adoración por el ciclismo. Los diplomas de todas sus hazañas cuelgan de las paredes. Siente un leve cosquilleo en las piernas cuando habla de aquellos días. Sin vista, la radio es su mejor aliada para seguir el Tour y el Giro, donde últimamente han brillado los ciclistas colombianos, una generación que no se ha abandonado al dinero fácil. Egan, Rigo, Nairo. Roberto se identifica más con ellos que con el gánster que en realidad fue.

En la foto actual que tiene de perfil en WhatsApp viste con un maillot verde de la selección Colombia. En una mano sostiene un recorte de prensa de una jornada de gloria y en la otra una medalla de oro. Se apoya sobre una bicicleta Ositto. Queda claro que Roberto llegó a la cima del mundo criminal, pero que en secreto soñaba con ganar el Tour. “Ahora se dan cuenta de que fui bueno”, farfulla, antes de humedecerse un poco más los ojos con lágrimas artificiales.
Posiblemente la última bicicleta Ositto que existe en Colombia, junto a la famosa foto de Pablo Escobar recluído en la cárcel de La Catedral. Foto tomada en el museo dedicado al capo del extinto cartel de Medellín.

Fuente.-Diario Español/Juan Diego Quesada/

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