En 1965 se desató en México la fiebre de los ovnis. Centenares de avistamientos en todos los estados del país fueron reportados por la prensa. Los ovnis perseguían automovilistas por las noches en las carreteras solitarias. Se les veía desplomarse en llamas en los campos. Cientos de personas telefoneaban al Observatorio para reportar la presencia de objetos en el cielo.
“Merodean los platillos por nuestras montañas”, cabeceó El Universal Gráfico su nota principal, el 26 de septiembre de 1965. La oleada se intensificó entre junio y septiembre.
El primer mexicano que tuvo un contacto extraterrestre fue un taxista de Tamaulipas. Relató que su auto se había descompuesto una noche en un camino de Nuevo Laredo, y que un ser de otro planeta lo había ayudado a repararlo. No solo eso: aquel humanoide, de un metro de altura, vestido “con un uniforme hecho con un material parecido a la pana”, y que llevaba la cabeza cubierta con un casco semejante a los del futbol americano, lo subió a su nave y lo llevó a conocer Venus.
Las cejas, la nariz y la boca de aquel ser “formaban un conjunto maravilloso, que completaban un par de ojos verde brillante que recordaban los de una fiera”, escribió el taxista en un libro que recogió aquella experiencia (“Yo estuve en el planeta Venus”).
Pero ese encuentro había ocurrido una década antes de la ola de avistamientos de 1965. En agosto de ese año tres estudiantes del Poli relataron que habían atestiguado el descenso de una nave en Zacatenco. Según una nota publicada en La Prensa, los extraterrestres se comunicaron con ellos telepáticamente y los llevaron a conocer Ganímedes, la tercera luna de Júpiter (el viaje de ida y vuelta duró solo tres horas).
Esa extraña era de luces y objetos en el cielo comenzó la tarde de 1947 en la que un piloto que buscaba una nave militar perdida se encontró de frente, en las inmediaciones del Monte Rainer, en Washington, con nueve objetos luminosos que volaban en formación y a una gran velocidad. Como se sabe, el piloto describió el vuelo de los objetos como el de “platos lanzados contra el agua”. La AP publicó la historia y se desató un estado de sicosis.
Solo ese año, la prensa reportó casi 900 avistamientos de discos o platillos volantes. Al misterio del Monte Rainer se sumó el del Área 51, en el desierto de Nevada: esa misteriosa base de la fuerza aérea, a la que rodean toda suerte de teorías extrañas —y a la que se dice que fue llevada una nave espacial que se desplomó en Roswell, y que el gobierno estadounidense oculta.
Antes de que terminara 1947, un fanático de las novelas de Julio Verne y H. G. Wells, Pedro Ferriz Santa Cruz, lanzó en México un programa de radio dedicado a revisar el fenómeno de los avistamientos. Tuvo tal éxito que pronto pasó a la televisión, y en ella se quedó para siempre, con el nombre de “Un mundo nos vigila”.
Cuando llegó el verano de 1965, en el que todo mundo pasaba las noches escrutando el cielo, un maestro pintor que decía estar en contacto con extraterrestres anunció que el 1º de octubre, después de sobrevolar el país durante meses, una flota compuesta por tres mil objetos voladores desfilaría por Reforma para despedirse de los mexicanos. La nota llegó a la televisión, y de ahí a todo México.
El 1º de octubre, según nota de Ariel Ramos publicada en EL UNIVERSAL, 20 mil personas se aglomeraban en el histórico paseo esperando el paso de las naves interplanetarias, que deseaban dar muestras de poder y paz. Según Ramos, “la sicosis de los avistamientos fue en aumento” y fue necesario enviar a los granaderos. Pero como estos, en vez de controlar la situación, se dedicaron también a contemplar el cielo, se provocó un congestionamiento de horas, “que causó serios daños a las personas que tenían necesidad de llegar a tiempo a su trabajo”.
Los ovnis no desfilaron. Ramos oyó decir a algunos de los asistentes que esto era seguramente “porque el presidente Díaz Ordaz no está en la ciudad”. Aquello terminó como debía: con jóvenes entregados al choteo, la fiesta y el desmadre (“nunca se pensó en una agresión extraterrestre”, consignó el Diario de la tarde), y con carteristas confundidos entre la multitud que, según consignó Excélsior, “hicieron su agosto con los famosos platívolos” (“Desvalijaron a personas que miraban el cielo. Y todo por unos extraños objetos errabundos que llamaron la atención”).
Aquel fiasco no detuvo, sin embargo, el mundo de los ovnis. Contra todas las opiniones de la ciencia, siguieron los avistamientos, las noticias. Como ecos de aquel clima pronto llegaron a la televisión series clásicas que narraban contactos extraterrestres y viajes intergalácticos. La mayor de estas, “Los invasores”, en cuya introducción, una voz enunciaba con aire grave: “Los invasores, seres extraños de un planeta que se extingue…”.
Durante esos años la “ufología” cundió. Cundió como una peste. Desde los puestos de periódicos, la legendaria revista “Duda”, cuyo lema era “lo increíble es la verdad”, inquietaba a los niños de mi tiempo con números que afirmaban que la luna era una base extraterrestre, y que los dioses de la antigüedad habían sido cosmonautas.
Con el tiempo los ovnis dejaron de espantar; muchos nos reímos de ellos. No sé por qué, el Pentágono acaba de desclasificar unos videos ocultos. Esas imágenes enigmáticas nos dicen que estamos de vuelta en un reino perdido: el reino en el que lo increíble es la verdad, el reino en el que los dioses son cosmonautas, y en el que, como decía Ferriz, un mundo nos vigila.
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