«No hay mascarillas. Tampoco hacen falta». La foto viral rescatada en Twitter hace unos días tomada en una farmacia española resumía el estado de la cuestión sobre la mascarilla, el accesorio más en boca de todos en lo que llevamos de año. La mascarilla protagoniza memes, vídeos virales, oportunas portadas para caricaturizar a Trump en el New Yorker, se la colocan a la Gioconda en grafitis en Barcelona y los ojos en blanco se multiplican ante la nueva ocurrencia alarmista de las celebrities, el mask selfie. Es el complemento nupcial más solicitado en las bodas grupales de Filipinas, abre las portadas de las cabeceras de todo el planeta, ha sido la sorpresa en los steet styles de las semanas de la moda –el elitista público de Chanel ya las lleva costumizadas– y se agota allí por dónde aparece. No serán necesarias pero, vaya, parece que todo el mundo parece querer tener una cerca.
Pese a los consejos de la OMS de recurrir a ella únicamente en casos de contacto directo con el coronavirus, el pánico ha provocado que las farmacias españolas triplicasen sus ventas de mascarillas en enero y facturasen casi un millón de euros, según un informe de la consultora de salud Iqvia. En febrero, la cosa fue a más: su demanda creció un 8.000% respecto al año anterior. La especulación y furor por el producto llegó hasta Wallapop. La plataforma de compra y venta entre usuarios se vio obligada a retirar modelos que multiplicaban su precio de mercado (algunos alcanzaban los 200 euros) tras la denuncias de los usuarios. Nadie escapa al negocio del pánico. Convivir con caras semitapadas será, a tenor de los acontecimientos, uno de los símbolos visuales de la nueva década. Si bien la inclusión de la mascarilla en nuestra esfera social ya apuntaba maneras desde hacía meses, la alarma frente al coronavirus ha sido la chispa para la implosión definitiva. Un fenómeno que conjuga la necesidad de protección frente a pandemias y las consecuencias de la emergencia climática, su uso como estrategia de defensa en las cada vez más presentes protesta globales –las mascarillas han sido el símbolo de Hong Kong contra el reconocimiento facial y el gas lacrimógeno, en Barcelona llegaron a agotarse en las tiendas durante los disturbios por la sentencia del Procés– y como extensión del propio mercado, dispuesto a convertir en apetecible producto de consumo y a la moda a todos esos miedos, angustias y fobias sociales que marcan nuestros tiempos. También, en consecuencia, como marcador de estatus social.
«Cómo vestirse en una epidemia»
Vaya por delante que el titular no es nuestro. Es de la sacrosanta revista Tatler, tótem de la aristocracia posh, que publicó hace unas semanas una guía de mascarillas a la moda bajo el reclamo de ese titular para «estar listo para el apocalipsis». Chandler Tregaskes recogía el latir social y escribía que «mientras el mundo continúa preocupándose sobre la expansión del coronavirus, mucho amantes del buen vestir se empiezan a preguntar: ¿Cómo puedo seguir siendo chic en medio de una epidemia?». Más allá del festín de cejas arqueadas que puedan provocar sus palabras si se leen sin un ápice de ironía, el texto recogía las tendencias vistas en anteriores colecciones de Gareth Pugh, Maison Martin Margiela o Marine Serre, habituales en esto de ponerse distópicos en sus colecciones. Días después, la semana de la moda de París –donde se han cancelado tres desfiles y diversos eventos de moda por el temor a la propagación del Covid-19– certificaría la tendencia de esa esta voluntad de protegerse frente a la supuesta catástrofe. Balenciaga ideó una colección para el apocalipsis, Serre volvió a vestir a sus modelos con mascarillas y Thom Browne imaginó un fin del mundo en el que parejas de todo tipo subían conjuntados a un nuevo arca de Noé.
Tatler no iba muy desencaminada: los adictos a la moda (cara) sí parecen estar interesados en vestirse para el fin de los tiempos. Según datos de búsqueda del portal de moda Lyst, el interés por las máscaras de protección facial de lujo ha aumentado un 147% con respecto a enero. El aumento en búsquedas se desencadenó el día de la aparición de Billie Eilish –habitual en esto del cubrirse– con una de Gucci en los premios Grammy y no ha dejado de crecer. Según la plataforma, Off-White lidera la lista de las marcas de máscaras más populares, con un 334% más de búsquedas que en el mes anterior, seguido de Bape (+ 167%), Nike (60%), Louis Vuitton (+ 24%) y Marcelo Burlon (+10%).
Las cámaras que leen la cara se expanden por España. A escala global, la vigilancia facial se expande en un lucrativo negocio. La periodista Kashmir Hill publicó el pasado mes de enero una investigación sobre Clearview IA, una app en la que basta subir una foto de una persona para acceder a las fotografías públicas de esa cara con enlaces que te llevan a los sitios donde aparecieron esas fotos. El sistema —que depende de una base de datos de más de 3000 millones de imágenes que, según Clearview, fueron extraídas de Facebook, YouTube, Venmo y millones de sitios web más— lo usan «cientos de agencias que vigilan el orden público, desde policías locales en Florida hasta el FBI y el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos». Frente a este nuevo paradigma, la moda y los activistas idean estrategias para vencer al sistema. Existe una máscara, ideada por el proyecto coral llamado Anonymous de la Universidad de Artes HKU de Utrecht, cuya visera convierte cualquier rostro humano en una combinación de otras fisionomías para conseguir burlar a las miles de cámaras que tenemos a nuestro alrededor. Desde hace unos años se habla del maquillaje que sirve como camuflaje para las cámaras buscacaras. No es solo material para protegerse de pandemias. La identidad es un arma en los tiempos de hipervigilancia ciudadana y la mascarilla, también aquí, es un hábil aliado para sortearla.
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