Han transcurrido diez años desde que Felipe Calderón inició una guerra no declarada contra el narcotráfico. Guerra fue el término que utilizó —¡que no le haga al cuento!— el mismo día en que sacó a la calle a las Fuerzas Armadas para recuperar la seguridad pública, y se puso en Michoacán la casaca militar que tan grande le quedó y tan ridículo lo hizo ver.
Doscientos mil muertos después, según cifras del INEGI, los cárteles de la droga están lejos del control: la PGR reconocía siete a principios de 2007 y más de sesenta en 2013. Y la violencia asociada a su combate se ha diseminado como cáncer. Es evidente que esa guerra está perdida en sus términos actuales o que el Estado la va perdiendo.
Se supo, desde antes de su cuestionada y atropellada toma de posesión, que Calderón estaba decidido a sacar a los militares a la calle para enfrentar al narcotráfico. A juicio de sus asesores era una decisión de esas que los tecnócratas llaman de ganar-ganar: frenarlo con la mejor capacidad de fuego del país y el resultado usarlo, a la brevedad, para legitimar su forzada llegada a Los Pinos.
Pero desde ese momento, militares en activo y en retiro, alzaron la voz de alarma, incluso en confrontación abierta con el alto mando, con una pregunta inicial: ¿en qué momento se dieron el tiempo de planificar la ofensiva contra un enemigo poderoso que, por lo que sabían, estaba territorialmente extendido, con un poder de fuego no menor, estructuras de organización y apoyo de comunidades, e infiltrado en policías, aparatos de inteligencia, la economía, las comunicaciones, el Estado mismo. Y, por si algo faltara, sin el entramado jurídico para sustentar y regular la actuación militar en la seguridad pública, tarea no considerada en su razón de ser constitucional. Con esa guerra sin pies ni cabeza, advertían, era inevitable el fracaso y el desgaste de la institución armada.
Al llegar a la Presidencia en 2012, Enrique Peña Nieto prometió cambiar la estrategia, usar más la inteligencia, profesionalizar las policías, reducir la violencia, respetar los derechos humanos y enfatizar en la protección de víctimas inocentes de la confrontación armada.
Pero el mentado cambio solo consistió en dejar de hablar del tema con el argumento de que en nada ayudaba hacer apología del delito.
Mientras, la guerra siguió en las calles, crecieron violencia y delincuencia, los cárteles se atomizaron, murieron más inocentes y se violentaron los derechos humanos de la población, los soldados mismos y los criminales.
En ese contexto debe analizarse la enésima petición de las Fuerzas Armadas de legislar sobre sus tareas en el mantenimiento del orden público y la pertinencia y términos de su presencia en las calles y/o su regreso a los cuarteles.
El general secretario de la Defensa, Salvador Cienfuegos reconoció hace unos días, en tono de reclamo, que los militares no estudiaron para perseguir delincuentes y que estaría encantado de que soldados y marinos regresaran a los cuarteles a cumplir exclusivamente con su función constitucional; pero que si la orden presidencial era seguir, hasta que se limpien y profesionalicen las policías, era impostergable una ley que regulara el cuándo y el cómo de su actuación, y les diera un piso de legalidad.
Qué bueno que se fortalezca ese andamiaje legal pero, al exigirlo, los militares reconocen que actúan fuera de la ley, que la seguridad pública no es su función, que se ha incurrido en excesos y que estarían mejor en los cuarteles.
La Sedena, entonces, sólo se ocupa de su parte en el problema, parece estar ciega respecto a su magnitud y múltiples causas e implicaciones.
El solicitado andamiaje legal, aunque necesario, no es el fondo del debate. ¿O acaso sólo quiere una ley de impunidad? Porque no se olvide que antes que el Ejército mismo, muchas organizaciones de derechos humanos exigieron una legislación que sirviera de contrapeso a los abusos cometidos en esa guerra por los militares.
Ellos, es cierto, han estado en el primer frente de esta fracasada guerra, pero nos quedan a deber.
Si han estado diez años en esa ingrata tarea, a poco sus servicios de inteligencia no pueden darnos un mapa exhaustivo del verdadero tamaño de los cárteles de la droga, de su capacidad de fuego, del tráfico de armas que los abastece, de su relación con políticos del más alto nivel, de sus vínculos con empresarios y comunidades, de su integración a las estructuras económicas y del tamaño de la incorporación de su dinero sucio en los circuitos financieros del país. Y con todos esos elementos hacer lo que no hicieron cuando Calderón ordenó la guerra y Peña Nieto decidió continuarla: elaborar una estrategia efectiva y exitosa.
Claro que no es trabajo exclusivo de ellos, menos aun cuando la realidad nos muestra que instituciones, policías y gobernadores están rebasados, y que la autoridad civil tiene en eso una gran responsabilidad. Pero el jefe de ésta y comandante supremo de las Fuerzas Armadas, parece seguir en lo que académicos de la UNAM, entre ellos el doctor Pedro de la Cruz, conceptualizan como la “doctrina presidencial del facilismo político”, una especie de pragmatismo de sistema que pudo haber sido funcional en el corto plazo, pero que hoy es gravemente disfuncional para el Estado mismo.
Por eso la pregunta: ¿sabe el Ejército exactamente lo que quiere, lo que puede y lo que debe hacer?
Fuente.-rrodriguezangular@hotmail.com
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