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domingo, 6 de marzo de 2016

EL "PUEBLO que TRAFICA con BURROS"...la pobreza y "pobreza mental" de otros de la misma especie (sin ofender a los burros) que han gobernado al país.


La gente no puede evitar poner cara de asco, vaya a saber por qué, cada vez que cuento esta historia: Es la historia de un pueblo del  semidesierto zacatecano, cuyas familias  viven, porque no les queda de otra,  de traficar con burros.
Pero, ¿quién podría interesarse, y para qué, en hacerse con uno de esos testarudos y matreros animales?

Ah eso sí quién sabe, responden desconfiados, recelosos, los moradores de este lugar, cada vez que algún intruso forastero se los pregunta.Lo único que sabe la gente de aquí es que compradores de Saltillo, Monterey y Fresnillo, Zacatecas, vienen con regularidad en sus camionetas hasta acá para llevarse una “buena burrada”.
Asnos grandes y gordos, pardos, canelos, blancos, negros, tordillos, pintos, que andan libres por el monte y que se venden aquí hasta en mil 200 y mil 300 pesos. No son 10 ni 20, sino manadas de entre 50 ó 60 burros, quizá 100, que habitan en lo más hondo del desierto zacatecano y bajan al pueblo, de tarde en tarde, para refrescarse en sus aguajes.
“Pos dicen que hacen las salchichas. Una persona la preguntó a una ingeniero que para qué servían los burros, le dice la ingeniero ‘ah qué señor, ¡pos luego pa las salchichas!’. Dice la ingeniero, ‘están bien sabrosas’”.
La plática es con Teresa Cepeda, habitante de este andurrial, un mediodía en el solar de su casa de barro con techos bajos de garrocha, como el resto de las casas de por acá.
Y yo me quedo pensando que a lo mejor ya he comido salchichas de burro muchas veces, creyendo que eran de pavo, pero no me he dado cuenta, nadie me ha avisado.
El pueblo se llama San Juan del Salado, municipio de Concepción del Oro, Zacatecas,  y está a unos 110 kilómetros de Saltillo, por la carretera a Zacatecas, tantito antes de llegar a Concha.
San Juan del Salado es un pueblo tranquilo, tapizado de mezquites secos, con sus senderos de un polvo tan fino, que te hundes; sus casas salteadas de barro y techos bajos de garrocha, su noria al cetro, sus arroyitos por donde corre el agua cuando llueve, su escuela abandonada, porque ya no hay de críos, su iglesia en ruinas, sus presas medio vacías, sus nopaleras, sus magueyes, sus montañas azules, sus azules cielos, sus caballos, sus cabras, sus cerdos, sus perros, sus gallinas y… sus burros.
Para llegar aquí hay que tomar desde la carretera por un camino de tierra tan floja, que cuando llueve es una trampa, una pista de patinaje, y cuando no, una polvareda que se te pega a la ropa, a la cara, al cabello y se mete hasta el fondo de la garganta.

Por lo demás San Juan del Salado se parece mucho a tantos y tantos  pueblos altamente marginados del desierto mexicano, a los que sus políticos visitan poco o casi nunca, salvo en tiempos de elecciones para allegarse votos a cambio de despensas.
Entonces andan aquí los políticos  y hacen muchas promesas, pero nada que cumplen, nada que cumplen.
“Ay, que les vamos a dar su dispensita’, ¿cuándo nos dan la dispensita?, dos veces nos han traído, cualquier cosita, por ocho pesos”, dirá María Esquivel Castañeda, vecina de lugar.  
Yo solamente he venido aquí una mañana de febrero, más veraniega que invernal, para que alguien me cuente de San Juan del Salado y sus burros.
Pero la gente de acá es decididamente desconfiada, recelosa, no quiere aflojar y sólo se limita a repetir frases como: 
Es que ya ve que han pasado tantas cosas, tantas cosas…
¿Qué cosas?
?Pos cosas…
Dice a nuestra llegada Rosendo Sánchez Esquivel, un ejidatario de este comunidad, justo cuando se dispone a dar de comer de un caso con maíz resquebrajado, creo que es maíz resquebrajado, a su burro de trabajo.

“A su burrito, pa que le aguante”, interviene su madre María Esquivel, que apenas nos ve llegar desde la por la puerta de su jacal viene donde nosotros.
El eco de unos rebuznos rasga el silencio que reina en este poblado solitario, desolado, fantasmal.
Ésta es la noria del pueblo y tiene más de 60 años, pero ya nadie la usa, sólo Rosendo, porque aquí cada quien tiene su pozo; aquella la iglesia, se llama de Santa Anita, pero ya se está cayendo de vieja que está; esas ruinas que se ven allá eran la escuela, pero como ya no hay chicos y tampoco maestros…
Esa casa está sola y la otra y la otra y la otra y la otra, porque sus dueños se han ido muriendo o  mudado a las ciudades cercanas, Saltillo, Monterrey, con sus familias a buscar “la gorda”, la gorda, dice la gente de acá, la gorda.
“No, usté cree que aquí se van a mantener, una familia grande, no. Aquí en el ranchito siempre es difícil. Por eso todos nuestros hijos se fueron a buscar su trabajo para mantener a su familia”,
Me dirá una tarde en su choza Juana Esquivel Castañeda, otra aldeana, mientras plancha ropa con una plancha de carbón.
Rosendo cuenta que él mismo ha migrado ya en varias ocasiones para trabajar como obrero en fábricas de Saltillo y Ramos Arizpe, pero no le ha gustado la ciudad, lo suyo es el campo, el ejido.
Dice Rosendo, después que lo he convencido para que demos un paseito por el pueblo, luego de un “¿y por qué yo oiga?”, entre huraño y extrañado.       
Rosendo me va contando que la gente de aquí se pasa las noches al llanto y al temblor de sus veladoras, porque no hay luz eléctrica.
Los pocos que ya quedan aquí han terminado por acostumbrarse a beber el agua salada de sus pozos y norias, que tiene un sabor… como de suero o algo así. 
Los campesinos, que ya son puros viejos, medio viven de sembrar maíz y frijol.
Si tienen suerte y Dios manda el agua, levantan, si no, no.   
Algunos hombres se dedican a hacer leña en el monte para venderla en tercios a sus vecinos del ejido, pero la paga es poca.
Antes se ayudaban fabricando cabrón de mezquite, pero ya hace tiempo, quién sabe por qué, las autoridades les quitaron el permiso y ahora no hacen más carbón.
Los menos tienen ganado: un hato de cabras, de vacas, de borregas.

Los más la van pasando con lo que cae, pero casi siempre cae nada.
“El pueblo está muy olvidado”, dice Rosendo.

Por eso, se me ocurre, no es de extrañarse que los campesinos de San Juan del Salado y de Ávalos, su cabecera, se mantengan, desde siempre, desde sus abuelos, desde sus antepasados, con la venta de burros.
“Los señores de aquí dicen que desde sus abuelos les ha gustado el trabajo de los burritos”, suelta Rosendo.
Pero la gente se guarda bien de divulgar el secreto que se esconde por manadas salvajes en las profundidades del monte de San Juan del Salado.
“No les gusta decir que ellos…” dice Rosendo.
Como si vender burros fuera un delito, como si estuviera vetado por alguna ley.
“¿Los burros?, haga de cuenta que son dos familias las que más los han… ¿cómo le diré?, para ellos son sus animales, ¿verdad?, de eso se mantienen, de ellos, ellos tratan de aprovecharlos, trabajarlos, pero no les gusta decir que ellos…”.
Confiesa Rosendo, un tanto cuanto  esquivo, contrariado.
Dos familias, dice Rosendo, algunos en el pueblo juran que son más, que son todos, los que viven de la burrada.
Pero que no diga quién me dijo, me dicen, porque capaz “y pa qué quiere”, los aborrecen.
Pregunto a Rosendo que si él se mantiene también de la burrada que vive en el monte y contesta que no  “yo no oiga”, le ha gustado más la ganadería de vacas y de chivas.
Lo más raro, le digo, es que durante nuestra caminata por el pueblo no he visto un solo burro.
Rosendo me explica que es porque estos animales nacen, crecen, se reproducen y viven en el monte de San Juan del Saldo, en forma natural.
La gente de acá los mira solamente cuando bajan al rancho, rayando el sol, para refrescarse en los estanques.
O cuando llegan las camionetas de compradores de Saltillo, Monterrey y Fresnillo, Zacatecas, para llevárselos.
Los venden y se los comen, dirá Daría Castillo Sánchez, campesina del ejido San Juan del Salado, una mañana que la miro descender de su burro.
¿Aquí?, le pregunto.
No, los llevan a las ciudades y ahí se los comen…
¿Cómo?
en  chicharrones..

Jesús Ángel Padilla Gámez, nutriólogo y experto en salud pública, me cuenta, otro día que le visito en su consultorio, de cómo la carne de burro es en otras culturas casi un platillo gourmet.
“Por ejemplo en la cultura china la preparan como hamburguesa, la preparan de mil maneras, acompañada de vegetales, frita o a la plancha.
“En España, por ejemplo, está regulada desde 1911, 1912 y su consumo es aceptado. Únicamente se pide que se aclare que es carne equina”,      
De vuelta con Rosendo al ejido le digo que queremos ir a la sierra para hacer fotografías de algunos de estos ejemplares, pero contesta que eso va estar difícil, el monte está lejos, para allá no entran los carros chicos y no existen caminos por dónde transitar, hay que ir entre lomeríos, hierbas y eso… está difícil oiga.
En el solar de una casa de barro con techos bajos de garrocha que está rumbo a la salida del pueblo, charlo con Patricia Rodríguez, una campesina cuya familia, afirman los lugareños, se dedica a la venta de burros salvajes para subsistir.
Ella dice que no y asegura que sólo es propietaria de seis asnos, los cuales son utilizados en las labores del campo.
Ahora están en el monte, advierte.
¿Le gustan estos animales?, la interrogo.
Agradecen más que la gente... Un animal agradece más que la gente… como un perro, responde.
Al rato estoy en casa de don Librado, un ejidatario de 83 años  que, según me cuentan los habitantes de San Juan del Salado, es uno de los mayores dueños y comerciantes de borricos que hay en la comarca.
Pero el hombre no está, anda en la labor quemando yerba y después, dijo, iría a pizcar mazorca.
Me informa Antonia Trejo Parra, su mujer, 78 años. Está lavando ropa en el corral.
He venido, le platico, para entrevistar a don Librado acerca de esta añeja tradición que persiste  en San Juan del Salado de vender burros montaraces.
“Sí, pero poquitos, no tienen muchos, poquitos…”, suelta Antonia.
¿Cuántos?
Pa saber… andan en el monte.
¿Cuántos tienen ustedes?
Aquí toda la gente tiene sus burritos, unos o tres o cuatro o cinco, pero toda la gente aquí tiene.
¿Y qué hacen con ellos?
Los venden.

“Pa mantenerse uno, pos aquí en qué más. Mi esposo trae 50 borreguitas, las borregas no dan ni leche”, interviene Juana Esquivel Castañeda, la nuera de  Antonia  y Librado, que ha estado escuchando la conversación.
¿Quién me puede asegurar, pienso, que el chorizo revuelto con huevo que almorcé esta mañana antes de salir para San Juan del Salado, era de cerdo?  
“No, la carne de burro no, y nunca he hecho el intento de probarla”, me dice Juan Martín de los Santos, un mediodía picante que lo entrevisto en su casa de Ávalos, otro ejido, cabecera de San Juan de Salado, también famoso por sus burradas.
Lo cierto es que la carne de burro, dice el nutriólogo Jesús Ángel Padilla Gámez, tiene sus bondades: menos grasa que la de res, un contenido proteico igual o mayor y menos calorías.
“Entonces es una carne muy magra. Como es un animal de mucho trabajo, en su musculatura acumula carbohidratos y eso hace que la carne tenga un sabor un tanto dulzón. Es una carne de un color más oscuro y es porque tiene una mioproteina, mioglobulina, que es la riqueza muscular y que hace que sea una de las carmes con alto contenido de hierro.
“Si vemos que tiene menos calorías que el resto de las carmes, más hierro, su cantidad de proteínas es muy aceptable y son de alto valor biológico y tiene menos grasa que la mayor parte de las carnes que consumimos, tendríamos que decir que, desde el enfoque nutricional, es una buena fuente de alimento. No quiere decir que la recomiende, hablo objetivamente de lo que sabemos sobre sus contenidos nutricios”.
Y en México, mezclada con otras carnes, se aprovecha para la fabricación de embutidos y chorizo
“En localidades donde hay situaciones adversas, en nuestro semidesierto, es una carne que se puede conseguir”, dice Padilla Gámez.      

Un mediodía estoy con Ocea de la Cruz López, el director de desarrollo agropecuario de Concha del Oro, Zacateas, quiero, le digo, me instruya sobre esta tradicional actividad de la venta de burros en Sam Juan del Salado.
Dice que esto de los burros es histórico en la región, que los pobladores de ejidos como éste han utilizado desde siglos al animalito como medio de trasporte y carga de maíz o frijol; o en la minería, para acarrear, el mineral.
Le digo que no se haga el boludo  y me cuente sobre la venta de burros en San Juan del Salado, pero responde que él no sabe, que no conoce y que en su vida ha probado carne de burro.
Horas más tarde me llama al celular, para hacer una aclaración, dice: que sí, que sí ha comido  carne de burro, en caldo, revuelta con carne de caballo, y que es muy sabrosa, muy sabrosa.    
De regreso a San Juan del Salado, me encuentro hablando de burros, de los burros de San Juan, con María Esquivel Castañeda, la madre de Rosendo, en su choza.
Dice de estos animales que son trilladores y comen toda clase de hierba, cardenche, gobernadora, nopal, mezquite, viva o muerta, que se encuentran por el monte, causando la mortandad de cabras y vacas del ejido.
“Nomás mire, mi padre Dios nos manda una lloviznita, empieza a salir yerbita, se la barren, se revuelcan y cuanto, la acaban”.
Tanto que su hijo Rosendo ha tenido que comprar pastura para alimentar a sus hatos de cabras y vacas..
En cambio para estos animales,  los burros de San Juan del Salado, no hay sequía que valga.
“Y aquí la gente no deja de tener y a puro vender…”.
No son 10 ni 20, dice María, sino manadas de entre 50 ó 60 burros, quizá 100, que viven en lo más hondo del desierto zacatecano.
Teresa Cepeda, otra vecina del lugar, me confiará después que los ejidatarios ya han puesto quejas ante la autoridad en contra de quienes fomentan el comercio y se ostentan como dueños de la burrada.. 
La intención, dice Teresa, es que se erradique esta actividad que ha perjudicado a los propietarios de vacas y cabras.
Pero hasta el momento el gobierno de Zacatecas no les ha hecho caso.
Víctor Cepeda Núñez es otro ejidatario dueño de varios burros a los que usa, dice, para sacar agua de su noria.
Sus coterráneos de San Juan del Salado dicen otra cosa.    
Víctor, que nació en este poblado y ha vivido aquí todo el tiempo, conoce bien el temperamento de estos animales, broncos, rejegos y matreros, cuando están en el monte; tranquilos, mansos, pacíficos, cuando están domesticados.  
?¿Son muchos?, le pregunto..
?Pos sabe si todavía habrá, es que nosotros no salimos pal monte, contesta.
Otra mañana estoy al teléfono con Víctor Manuel Rodríguez Rivera, prestador de servicios de la Sagarpa en el distrito de Concha del Oro, me está diciendo que antes vendían sí burros en San Juan del Salado, pero que ya no, que el ganado asnal se ha ido erradicando en el monte, por el asunto éste de la conservación de agostaderos, pero que antes sí vendía burros y casi regalados. Lo último que supo es que se estaban pagando a mil 200 o mil 300 la pieza.. 
Atardeciendo en San Juan del Salado una manada de burros salvajes para en el solar de la casa de Fidencio Esquivel, para beber agua.
Son unos burros grandes, gordos y de colores pardos, canelos, blancos, negros, tordillos, pintos, que al acercarse al fotógrafo, como matreros que son, huyen por el monte.
-Ya tomaron agua, ya se fueron, dice Fidencio.
-¿A dónde?, pregunto.
-Se van al monte y otro día regresan.
?¿Lejos?
?Sí, lejos.
Fidencio, igual que el resto de los pobladores de San Juan del Salado, dice que estos animales, propiedad de su familia, son utilizados para la siembra, pero nunca que los venden.   
“Una cosa es que tú sepas que vas a comer equino y otra es que te den gato por libre. Ahí sí es irregular comercializar una carne, que por su baja demanda, el costo es menor, y te la venden a precio de vacuno”, dice el nutriólogo Jesús Ángel Padilla.   
Casi anochece en San Juan del Salado cuando regresamos por un camino de terracería rumbo la carretera que lleva a Saltillo y avistamos de pronto a una manada de burros que apenas nos miran correr tras ellos para fotografiarlos la emprenden a todo galope, bufando, por el monte.
Lo que tiene uno que hacer para conseguir la chuleta, pienso mientras corro, aunque sea de burro…

fuente.-



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