Eran altos o chaparros, de Sonora y Veracruz, enviados desde medios internacionales para cubrir el narcotráfico o con su propia página de Facebook, hablaban en la radio o manejaban drones, algunos tenían bigote y otros llevaban siempre sombrero; eran nueve. Benjamín, Gustavo, Saúl, Ricardo, Jacinto, Manuel, Gerardo, Fredy y Alfredo.
En 2021, nueve periodistas fueron asesinados en México. Esta cifra sitúa al país como el más mortífero del mundo para la prensa, según el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés). “Es posiblemente el único donde los niveles de violencia letales críticos contra la prensa no han cambiado. La violencia es una constante”, apunta Jan-Albert Hoosten, representante del CPJ en México, a EL PAÍS. La organización, que lleva desde 1992 un conteo global de estos ataques,
registra 138 asesinatos en México. Artículo 19, una organización mexicana defensora de la libertad de expresión, computa cifras todavía más altas: 145 desde 2000.
Los números varían porque cada organización sigue su propia metodología para elaborar las listas. El CPJ, después de una investigación de cada caso, incluye en su conteo a todos los periodistas que fueron asesinados, y luego distingue a aquellos en los que queda probado que sí murieron por hacer su trabajo. En 2021 se ha podido vincular la muerte con la labor periodística en tres de los nueve homicidios. En los últimos 30 años, solo han logrado establecer esa relación en el 40% de los casos; en el resto, las Fiscalías no han reunido suficientes elementos para saber qué pasó realmente con los periodistas, es decir, no es posible para la organización confirmar ni descartar que los mataran por sus investigaciones. “Esto nos dice muchísimo sobre el estado de justicia en México: es incapaz de resolver los crímenes e incapaz de clarificar los hechos. Un estado de justicia que no aclara por qué ocurrieron los asesinatos
pone una de las muchas semillas de la impunidad”, apunta Hoosten.
El CPJ identifica a México como el país con el mayor número de casos en total impunidad desde que empezó el registro. En 2021 fue el sexto país con más crímenes sin resolver; los cinco que van por delante están en guerra. “La conclusión después de tres años de Gobierno de López Obrador es que no solo no ha podido resolver las decenas de asesinatos de periodistas, defensores y activistas, sino que ha hecho muy poco para prevenirlos”, dice Hoosten. No hay sentencias, ni juicios por los nueve asesinatos, y solo en dos casos hay detenidos. EL PAÍS ha hablado con familiares, amigos, colegas y Fiscalías sobre los nueve reporteros. Estas son sus historias.
Pasaron exactamente 43 horas y 12 minutos desde que el periodista Benjamín Morales anunció en una retransmisión en Facebook que había recibido amenazas y pasaron y ya apareció muerto. El reportero sonorense fue encontrado el 3 de mayo de 2021 tirado en una carretera de Sonoyta, al norte del Estado, de camino a un ejido, con varios impactos de bala. Había sido secuestrado la tarde anterior. Hasta el momento, no hay detenidos ni avances en la investigación.
Morales, que no había sido elegido en los comicios municipales de 2012 cuando iba por el Partido Verde, abrió su página en Facebook, Noticias de Xonoidag, en agosto de 2014. Desde ahí retransmitía noticias locales de Sonoya, una localidad de poco más de 10.000 habitantes pegada a la frontera con Arizona. Convertido en una figura local reconocida, el reportero cubría —normalmente por medio de vídeos— desde pequeños partidos de fútbol hasta temas políticos o de narcotráfico. “Es el desierto, es una zona peligrosa, está muy cerca de la frontera y el paso de drogas y de migrantes, desde ahí brincan a EE UU”, apunta José Alfredo, presidente del Colectivo de Reporteros Sonorenses a EL PAÍS, “la violencia es terrible en el Estado”.
Es la mañana del 1 de mayo y Morales con bigote y playera gris felicita a los seguidores que lo saludan en Facebook Live por el día del trabajador. “Pues ojalá y por allá nos inviten a una carnita asada”, dice riéndose. Es la última retransmisión en la que aparece. Ahí cuenta las amenazas recibidas a través de perfiles falsos de la red social: “Ya nos volvieron a dar un coscorrón”. Reconoce que hay que tener cuidado, pero que va a continuar trabajando: “Vamos a seguir, un saludo para todos aquellos que nos ofenden”.
El reportero señala incluso al actual presidente municipal de Sonoyta, el morenista Entique Váldez de estar detrás de esos ataques anónimos por redes sociales. Váldez no ha respondido a la petición de información de este periódico. Tampoco la Fiscalía de Sonora ha aclarado el estado actual en el que se encuentra la investigación. Otras fuentes, que piden mantenerse en el anonimato, señalan al crimen organizado: “Tocó algún callo, vio algo que no debía haber visto o publicó algo que no gustó”. Casi 300 días después, nadie recuerda nada del creador de Noticias de Xonoidag.
Gustavo Sánchez Cabrera vivía pese a las amenazas. Las había recibido desde hacía años por mensaje, en allanamientos a su casa, sabía que le seguían de cerca, y el 13 de julio de 2020 dispararon. “Me acaban de dar un balazo, me acaban de balacear”, fue el mensaje que el periodista envió por grupos de WhatsApp para advertir que había sido agredido frente a su vivienda en Morro Mazatán (Oaxaca). Le llevaron rápido al hospital más cercano y sobrevivió. El periodista identificó de forma directa al autor material, el agente Esteban de la Cruz, y acusó a la alcaldesa de Santo Domingo Tehuantepec, Vilma Martínez, de organizar el asesinato debido a las publicaciones que Sánchez hacía sobre corrupción municipal. La Fiscalía lanzó una orden de aprehensión contra De la Cruz, quien a día de hoy sigue prófugo, e inició una investigación contra la política.
Sánchez fue incluido meses después en el Mecanismo de Protección para Periodistas y le dispusieron unas medidas de seguridad, que nunca se hicieron efectivas. “Gustavo sabía que si no llegaban las medidas, lo iban a matar. Y así pasó”, apunta Jan-Albert Hoosten, representante del CPJ en México.
El 17 de junio de 2021, a las ocho de la mañana, dos sicarios desde un coche balearon al reportero, que iba en moto con su hijo, de 15 años. Cuando cayeron al suelo, los agresores salieron del vehículo y dispararon a la cabeza de Sánchez. La policía encontró 15 casquillos en la escena del crimen, ninguno se dirigió al niño.
El reportero escribía habitualmente sobre corrupción y política del Istmo de Tehuantepec para Panorama Pacífico y para su propia página de Facebook, Noticias Minuto a Minuto, donde tenía 800 seguidores. “Hay un problema de corrupción en el Istmo reconocido por las autoridades, donde han ocurrido varios asesinatos”, señala Hoosten. El fiscal del Estado, Arturo Peimbert Calvo, confirmó en julio que la cobertura que hizo Sánchez del proceso electoral, que denunció hechos delictivos, era una de las líneas de investigación: “Su actividad afectó algún interés”. La Fiscalía de Oaxaca no ha contestado a las últimas preguntas enviadas por EL PAÍS. La investigación conducida por el CPJ confirma que Sánchez fue asesinado por su labor periodística. “No hay avances y nos preocupa. La Fiscalía mostró voluntad, en un ámbito muy complejo de corrupción local, pero tiene que mejorar la investigación”.
A las dos y media de la madrugada del 22 de junio de 2021, Saúl Tijerina —ingeniero, operador de drones, reportero gráfico, voluntario de bomberos, 25 años— salió de trabajar. Tenía un buen puesto en una maquila de Ciudad Acuña, en Coahuila, que consiguió tras terminar sus estudios en Ingeniería de la Gestión Empresarial. Fichó y se montó en su coche. No llegó a la casa y todos se preocuparon. Llovía terriblemente, así que les pidieron esperar hasta que escampara la lluvia, entonces saldrían.
Lo encontraron pasadas las siete. Hallaron el auto tirado en una brecha en un camino y una leyenda en el vidrio: “Esto le va a pasar a todos los panochones del Estado o que colaboren con el Estado. CDN”. Un panochón es un chismoso, un cotilla, y CDN es el Cartel del Noreste, una escisión de los salvajes Zetas que se mueve entre Coahuila y Tamaulipas. Llegaron el padre y el hermano vieron el cartel y después las llaves en el asiento del copiloto. Abrieron la cajuela y ahí estaba: amarrado de los pies y con las manos en la espalda, tenía varias puñaladas y un tiro en el pecho.
Hacía apenas un año que Tijerina manejaba su dron. “Todo el tiempo quería seguir aprendiendo cosas, era una esponjita”, cuenta Aldahir Mendoza, amigo desde la primaria y editor en la página web de noticias de sucesos La Policíaca. El joven llegaba a la escena del crimen hasta donde la policía ya no dejaba seguir, volaba el aparato y retransmitía en directo para Facebook con las imágenes en exclusiva. Un mes antes del asesinato, el joven había contado que recibía presiones de dos compañeros de la maquila, que supuestamente trabajaban para el narcotráfico. “Le molestaban porque él andaba cubriendo ese tipo de notas rojas”, apunta el periodista.
La mañana en que descubrieron su cuerpo, encontraron también a los presuntos asesinos. Gracias a una aplicación que comparten los reporteros de sucesos para preservar la seguridad, que permite conocer la ubicación y movimiento para ayudar a preservar la seguridad, la policía fue capaz de seguir las miguitas que había dejado el teléfono de Saúl esa madrugada. El último lugar, donde ya se apagaba, era una casa en la colonia Aeropuerto de Ciudad Acuña. Allí estaban Juan Lorenzo, de 23 años, y Jordy Alejandro, de 18, todavía limpiando la sangre. Ambos fueron detenidos y están imputados del delito de homicidio calificado. Según ha confirmado la Fiscalía de Coahuila a EL PAÍS, hay otro individuo en busca y captura.
En una conferencia dos días después del asesinato, el fiscal del Estado, Gerardo Márquez, confirmaba que los arrestados pertenecen al CDN y que estaban estudiando el vínculo del periodista con ellos: “Había una relación de él por lo menos con el grupo delictivo”. Su compañero Mendoza apunta: “No lo sabemos, pero a nosotros nunca nos saltó la alarma de que estuviera en malos pasos. Él estaba comprometido, se iba a casar, su prometida es maestra. Iba con nosotros al periódico, de ahí a trabajar y después a su casa. Yo lo conocía mucho, era muy responsable”. Después de la criminalización pública que hizo el fiscal, no se han dado a conocer más detalles de la investigación. En enero se acaba la prórroga para que comience el juicio.
Ricardo López se peinaba con el pelo oscuro hacia atrás. La camisa celeste bien planchada y el bigote fino. Hablaba y se mecía, o quizás solo lo hizo ese día, durante una conferencia de prensa que ofreció en marzo, en la que denunciaba las amenazas que había recibido por hacer su trabajo. Tal vez ese día se sentía inquieto. “00008042021″, repitió de memoria algunas veces el número de la denuncia que presentó ante la Fiscalía General de la República para exponer su situación. En ese momento ya había decidido irse de Guaymas, en Sonora, por el peligro: “Es un trago muy amargo dejar lo que te gusta hacer porque no te dejan hacerlo”.
El periodista, de 47 años,
fue asesinado en el estacionamiento de un supermercado el día de su cumpleaños, en julio, cuatro meses después de aquel video. No había dejado la ciudad. Venía, como él decía, “de una cuna humilde” donde le habían enseñado “valor y a dar la cara”. Como presidente de la Asociación Metropolitana de Periodistas Independientes de Guaymas y Empalme, al norte de México, había denunciado la desaparición de un reportero sonorense y después de eso habían empezado las amenazas. Sonora está considerado por el CPJ como uno de los principales focos rojos en las agresiones a periodistas: este año dos han sido asesinados —López y Benjamín Morales— y otros dos están desaparecidos.
Rubén Haro, un periodista de Ciudad Obregón que trabajó con López en algunos artículos, lo describe como “una persona muy alegre que siempre brindaba la mano”. “Gracias a su forma de ser y de tratar a la gente tenía bastantes contactos. Siempre estaba investigando”, cuenta su colega. “Y si necesitabas apoyo, él iba a estar”, resume. Pero a él, las autoridades no le garantizaron protección. En la conferencia de prensa de marzo, volvía a “dar la cara”: “Nuestro trabajo es buscar información para la ciudadanía y hacemos lo que nos toca. Los que no lo hacen son ellos como corporaciones policiales porque sigue habiendo feminicidios, asesinatos a la orden del día, dentro de las iglesias o a una cuadra del Palacio Municipal. Ellos tienen que hacer su trabajo para que nosotros dejemos de hacer el nuestro: cubrir la nota roja”.
Cada cierto tiempo, alguien llegaba a las oficinas de Ori Stereo 99.3, en Ixtaczoquitlán (Veracruz), y buscaba a Jacinto Romero para pedirle ayuda. En la radio, él participaba en una mesa de diálogo de una hora que se llamaba Dígalo sin miedo. “La gente llamaba para decir que si había un bache o que si había basura o para pedir algún apoyo”, cuenta Cristina Peláez, que trabaja como administrativa en la emisora. O si necesitaba medicamentos o una silla de ruedas. “Él decía ‘¡lo buscamos!’ aunque fuera complicado”, recuerda su compañera de trabajo. Lo mismo han dicho de él amigos y colegas en redes sociales. Era un “luchador social”, un “altruista” que “buscaba ayudar a quien más lo necesitaba”.
Jacinto, de 60 años, iba de dos a tres de la tarde a la radio, a veces llegaba justo a tiempo. “Le gustaba estar haciendo temas de labor social y pasaba tiempo en la calle”, cuenta Peláez. Cuando llegaba, se notaba, dice su colega, que lo recuerda bromista y buen compañero: “Sabías que había llegado porque alguien ya se estaba riendo”. Jacinto también participaba en un programa de radio
que se transmitía por Facebook, Radio Ixtac. También estaba involucrado en la política local. Era militante de Morena y había sido candidato por diferentes partidos. Como muchos
periodistas en México, trabajaba en múltiples empleos de forma autónoma.
El reportero fue asesinado en su coche el pasado 19 de agosto cuando recolectaba ayudas para repartir. Su hijo informó a medios locales de que en marzo el periodista había recibido amenazas. “Deja de escribir mamadas, hijo de tu puta madre. Por eso se los carga la verga. Ya debes muchas, Jacinto Romero. Y esta fue tu última”, decía uno de los mensajes que le llegó por WhatsApp después de publicar una información sobre presuntos abusos de autoridad de policías municipales. La Fiscalía estatal informó en noviembre de que tres personas habían sido detenidas por el asesinato. Tras su muerte, la directora general de la UNESCO, Audrey Azoulay, instó a los gobiernos a “esforzarse para poner fin a esta lacra”. El de Romero es uno de los tres asesinatos que el Comité de Defensa de Periodistas ha comprobado que fue a causa de su trabajo como reportero.
Manuel González Reyes tenía una moto azul, pequeña, en la que se movía por Morelos para hacer reportajes. En el último año se había trasladado por el Estado para investigar, principalmente, “asesinatos y hechos violentos en el municipio de Emiliano Zapata”, recuerda su amiga Verónica Figueroa. Él “amaba su trabajo” en la Agencia PM Noticias, una página de Facebook que había fundado en 2017. Pero en los últimos meses ella lo había notado extraño, prefería quedarse en casa si lo invitaban a un café o a una carne asada, y ya no cubría todas las noticias. “Nunca se metía con nadie pero supongo que, igual que todos, tenía alguien que no lo quería porque era de los primeros en llegar a dar la noticia”, piensa Figueroa.
El reportero, de 55 años,
fue asesinado a balazos el 28 de septiembre cuando terminaba de comer en un puesto en Cuernavaca. Dos hombres, según informaron medios locales, lo atacaron y González Reyes murió en el instante. Tras la noticia, decenas de personas en redes sociales expresaron que sentían la “pérdida tan lamentable” de “un periodista muy profesional” que apoyaba “a su gente dándoles voz”. Figueroa lo recuerda igual: “[Era] una persona de gran corazón, siempre muy noble, a quien yo admiraba por su labor con la comunidad”. Ese compromiso lo llevó a presentarse como candidato a alcalde de la localidad de Emiliano Zapata en las pasadas elecciones del 6 de junio, pero no obtuvo el respaldo suficiente.
Después de su asesinato, la familia de González Reyes organizó una rifa para financiar los gastos del funeral. Su moto azul sería el premio. Cada boleto de 50 pesos serviría para costear unos gastos que la familia no podía afrontar. La publicación se hizo en la página de Facebook de la Agencia PM Noticias, que tiene más de 270.000 seguidores. Diferentes usuarios pidieron que la familia conservara el vehículo, que aportarían el dinero de todas formas, que no hacía falta nada a cambio. Lo que sí reclamaron muchos fue justicia. La Fiscalía de Morelos ha comunicado a este periódico que la investigación permanece abierta, pero que “por sigilio” no puede informar si hay detenidos ni ofrecer más datos.
Había algo que hacía que Gerry Aranda volviera a México pese a que en el pasado había recibido amenazas por hacer su trabajo. “Su valentía”, dicen sus compañeros de redacción, o que era una persona “extremadamente motivada”. El periodista, de 43 años, era originario de Monterrey, pero vivía desde 2012 en Texas, donde integraba la redacción del portal de extrema derecha Breitbart News. Este octubre, Aranda estaba en el Estado de Chiapas, en el sur de México, para investigar el crecimiento del Cartel Jalisco Nueva Generación y un supuesto vínculo de la organización criminal con un grupo de autodefensas. Su cadáver fue hallado a principios de ese mes en la costa y las autoridades dijeron que el reportero se había ahogado mientras nadaba.
La Fiscalía informó tras 10 días de que se estaban implementando el protocolo de homicidio en el caso. Tiempo después, la investigación fue cerrada y el ministerio público determinó que la causa de muerte había sido “asfixia por sumersión”. Sus compañeros de redacción no creen que el periodista haya sido asesinado y aseguran que no recibió “ni amenaza ni intimidación” mientras estuvo allí, según se lee en un artículo publicado en Breitbart News. Su colega Ildefonso Ortiz agrega ahora a EL PAÍS que el chófer que lo acompañaba fue testigo ocular “del accidente” y que el portal realizó una investigación propia de la que no puede dar detalles.
Aún así, el Comité para la Protección de los Periodistas incluye a Aranda entre los periodistas asesinados en 2021. Poco antes de morir, había publicado artículos sobre presuntos vínculos entre el gobernador de Nuevo León, Samuel García, y el crimen organizado, e investigaba “la narcopolítica detrás de la crisis migratoria haitiana”, según el portal en el que trabajaba. Solo en 2020, cuando fue incorporado en la plantilla de Breitbart News, empezó a firmar los artículos con su nombre; antes, usaba un pseudónimo por su seguridad, la de su esposa y su hijo. Aranda se hizo compadre de Ortiz en la redacción. Tenían una broma interna: decían que “le hacían bullying a los malos” con “una pluma, una libreta y una cámara”. “Él creyó en eso”, dice Ortiz, “tristemente, la violencia nos ha golpeado a todos los que tenemos algo que ver con México”.
La primera vez que aparece en las cámaras el asesino de Fredy López es el 7 de octubre: merodea su vivienda, que, según su familia, está situada en una privada de una privada, es decir, es una callecita solitaria, aburrida, con unas 20 familias. El asesino, un muchacho de 21 años, tatuado hasta el rostro, aparece en las imágenes todos los días siguientes. Los vecinos se percataron, uno incluso tomó una foto. También lo vieron el periodista y su esposa, pensaron que era el trabajador de alguna otra casa, quizás eso pensaron también en el resto de las casas.
El 28 de octubre, López volvía de una celebración familiar en Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas, hasta San Cristóbal de las Casas, aparcó, su esposa fue hacia la puerta de la vivienda y él abrió la cajuela, sacó de ahí una caja de aguacates. Y eso fue lo último. El muchacho salió de las sombras de algún vehículo, disparó por la espalda al periodista varias veces, lo mató y corrió.
Mientras la mujer pedía auxilio, gritaba, los vecinos avisaban a los hijos, a la policía y la ambulancia, el asesino llegó hasta un hotel de esta pequeña ciudad turística y se refugió durante cuatro horas. Allí lo recogió otro chico y ambos salieron en motocicleta rumbo a la capital del Estado. La policía no estableció controles en las salidas ni revisó entonces las cámaras; ahora, con una orden de aprehensión, sigue buscándolos. Tienen su descripción completa, su nombre y edad, sus huellas, saben que estuvieron antes en la cárcel por un atraco en una tienda Oxxo. La familia insiste que hay hilos de donde tirar, que nadie se esfuma; repite que no quiere que su padre se quedé solo en un nombre más en la lista de los periodistas asesinados en México. “Dejarlo en una estadística es matarlo otra vez. Nos negamos a dejarlo en la impunidad”, cuenta a EL PAÍS Fredy López hijo.
El periodista era una persona de trato rudo, perseverante, nacido de una familia pobre chiapaneca y vapuleado de adolescente en el caos de Ciudad de México, lector de Marx y Engels, totalmente autodidacta, bipolar y cariñoso, amante de los convivios, los tragos y el arte, carismático, soñador de ranchos, apasionado y constructor en piedra de cada proyecto, el último un hotel en Boca del Cielo, en Tonalá, donde pensaba retirarse. Así lo retrata su hijo.
Tenía una trayectoria reconocida: corresponsal en Centroamérica de El Universal, reportero de la agencia pública Notimex, fundador de su propia revista, Jovel. Finalmente se estableció en San Cristóbal y desde ahí informaba diariamente, de forma compulsiva, en su página de Facebook. Pero, según cuenta la familia, su verdadero canal era WhatsApp. Tenía en la agenda a empresarios y políticos al más alto nivel estatal, a los que les mandaba habitualmente los reportes sobre corrupción, narcotráfico o lavado de dinero, sus temas fuertes. El periodista también tenía un gran vínculo con el mundo político: fue asesor del gobernador de Chiapas Manuel Velasco y coordinador de la última campaña electoral de Movimiento Ciudadano.
“Sus señalamientos atacaban intereses muy grandes. Los esquemas de corrupción son profundos y están en complicidad, es una maquinaria: todos, empresarios, políticos y crimen, están relacionados”, apunta López, que recuerda tres ocasiones en las que el periodista había recibido amenazas hace ya algunos años. En esta ocasión no consta que recibiera ninguna. Pero la familia no tiene dudas: lo mataron por lo que publicaba. “Él era tan reconocido aquí en Chiapas que se sentía blindado por su reputación y sus amistades. Se confió, creyó que cuando estás tan alto no te pueden tocar”, dice su hijo, “pero, no importó”.
Alfredo Cardoso lo mataron cerca de su casa, en Acapulco. El mecanismo que coordina la protección de periodistas en el país no tenía información sobre amenazas contra la vida del fotoreportero, según informó una fuente anónima de la institución al Comité para la Protección de Periodistas. Y aun así un grupo de personas armadas lo secuestró en su domicilio cerca de la medianoche y lo dejó de nuevo allí, horas después, herido con cinco balazos. Cardoso falleció en el hospital. Fue, según la esquela que escribieron sus colegas, “víctima de la violencia que azota al puerto de Acapulco y al Estado de Guerrero”. ¿Quién lo protegía a él y a los 138 periodistas asesinados
en las últimas tres décadas?.
Tras conocerse la noticia, otros periodistas del Estado se manifestaron en diferentes ciudades para exigir justicia por el asesinato. EL PAÍS no ha conseguido hablar con ninguno de ellos. Tras la muerte de Cardoso, la gobernadora de Guerrero, Evelyn Salgado, condenó el ataque y aseguró que el Estado “ha asistido y sigue brindando acompañamiento” a la familia del periodista, que recibió amenazas tras el homicidio. El presidente, Andrés Manuel López Obrador, se comprometió en una mañanera días después a “dar respuesta”. “El periodismo en los pueblos, en los Estados, en los municipios es muy riesgoso, desgraciadamente”, dijo. A dos meses del asesinato de Cardoso, no se ha hecho público que haya detenidos y la Fiscalía no ha respondido a EL PAÍS. En México,
la impunidad roza el 100%: de cada 100 delitos denunciados, solo 14 se resuelven.
Fuente.-Diario Español/Beatriz Guillen/Constanza Lambertucci/