Existen dos maneras de estar a salvo y cuerdo en una ciudad violenta, decía el periodista estadounidense Charles Bowden. “Una es el silencio, fingir que no ha pasado nada, negarse a decir en voz alta lo que sucedió. La otra es un pensamiento mágico, inventar explicaciones para aquello que te rehúsas a decir”.
Un amigo –lo llamaré JC– me ha invitado a desayunar a Tierra Blanca, una de las primeras narcocolonias que se poblaron en Culiacán y luego de varias décadas aún tiene calles sin pavimentar y las balaceras son parte de la canasta básica. JC ha hecho uso de ambas maneras que menciona Bowden, desde que empezó la disputa entre las dos familias más forradas del narcotráfico en Sinaloa: los Zambada y los Guzmán.
“Tenemos un acuerdo en casa de hacernos pendejos y no hablamos de la mafia”, dice didácticamente JC mientras taquea un hígado encebollado. Lo difícil, cuenta en seguida, ha sido esclarecer a sus nietos, de cuatro y cinco años, por qué la gente de su colonia –y la ciudad entera– se encierra apenas se oculta el sol. “Primero les dijimos a los plebes que, de nuevo, había pandemia pero rápido se dieron cuenta que no era verdad”.
Después les contaron que, por mandato de la policía, todos estaban obligados a quedarse en casa. Sobre todo de noche. Los chicos medio se la creyeron. A los pocos días, sin embargo, a esa hora en la que hasta los traficantes se han largado a dormir, uno de los bandos en guerra levantó a un joven –eufemismo policial y reporteril para describir una desaparición forzada– en la misma calle donde viven los nietos de JC.
Hubo balazos y gritos. Los niños se asomaron por la ventana y alcanzaron a ver uno de esos “vehículos monstruo”. Una suerte de narcotanque que los grupos criminales parecen haber sacado de Mad Max. “Entonces mi nuera les dijo que eran monstruos de verdad y que los manejaba gente muy mala. Sólo así se aplacaron los plebes”, dijo.
Los nietos de JC no lo entienden ahora, pero en unos años sabrán que desde que el hijo de El Chapo, Joaquín Guzmán López, y agentes estadounidenses secuestraron al Mayo Zambada –según la versión oficial–, en Culiacán y en municipios colindantes se ha desatado una violencia nunca vista: asesinatos, secuestros, torturas, bloqueos, casas quemadas, robos, extorsiones, amenazas al gobernador, el miedo. El pinche miedo.
De noche salen los monstruos y los fantasmas del crimen organizado, aquellos que la filósofa Sayak Valencia llama “endriagos” (un monstruo con facciones humanas y miembros de serpiente y dragón) para hablar de hombres que “utilizan la violencia como medio de supervivencia, mecanismo de autoafirmación y herramienta de trabajo”.
Pero también es cierto que el horario no importa cuando se trata de disputar el monopolio de la violencia en la capital de Sinaloa. Y es así como, a toda hora, uno tiene la sensación de que está en peligro constante. Y tan real es la amenaza que JC y mis fuentes locales me repiten que tenga cuidado, que no mencione sus nombres, que por favor nada de descripciones que los comprometa. Dar una declaración significaría el suicidio.
Le digo a JC que pensé, con ingenuidad, que el pasado de Culiacán había preparado a su población para convivir con la muerte. Él me mira con cara de “estás bien pendejo” y luego me responde que lo inédito de este nuevo enfrentamiento es que los dos grupos criminales se están metiendo con los habitantes, apretando a la ciudad, y hoy cualquiera tiene las mismas probabilidades de que lo confundan y lo asesinen.
Siempre vuelvo a Culiacán, aunque cada vez que vengo me propongo no regresar. En esta ocasión, según mi terapeuta, la falta de autocuidado me tiene de vuelta en esta ciudad construida con narcodólares y famosa por su currículum criminal. Una ciudad que, por lo menos desde hace 80 años, se sostiene del maridaje entre organizaciones delictivas y gobierno. Una ciudad donde me casé, me divorcié y tejí amistades entrañables.
Todo empieza cuando compro mis boletos de avión para asistir a un congreso a finales de octubre. Los organizadores, sin embargo, cancelan el evento ante la batalla que se ha suscitado desde septiembre de 2024, a raíz de una disputa política entre Héctor Cuén Ojeda, exrector de la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS), y el gobernador Rubén Rocha Moya. Disputa que detonó el secuestro de Zambada y que, según la Fiscalía General de la República (FGR), ocurrió a la misma hora y en el mismo lugar donde asesinaron a Cuén: la mañana del 25 de julio, en Huertos del Pedregal.
Dice mi terapeuta que cualquiera hubiera dejado perder los boletos. Resabios de mi ‘machitud’, sin embargo, me han trepado al avión y ahora, a media mañana del 23 de octubre, voy caminando hacia la oficina de unos periodistas ‘culichis’ que me han ofrecido acompañarlos al Ejido Mezquitillo, al sur, donde reportan que una de las facciones en disputa ha bloqueado la carretera rumbo a Eldorado.
He aceptado su invitación, claro, porque vine a ver de cerca a la máquina de la muerte, pero confieso que me siento un extractivista de su trabajo. Porque qué fácil es venir unos días a Culiacán, exprimirles información a los compas y luego escribir desde la comodidad de la colonia Roma, cavilo mientras mis colegas –a quienes no menciono para no arriesgarlos, pero merecen un monumento– me actualizan sobre el bloqueo y advierten que llevamos protección: una bandera blanca. Nos cagamos de la risa. El humor negro nunca falta.
Después de una hora llegamos al Mezquitillo. No hay ningún rastro del bloqueo. Preguntamos a un chico que, metido en sus audífonos, espera en la parada del camión. Nos manda a una ranchería que lleva el nombre de Leopoldo Sánchez Celis, gobernador sinaloense entre 1963 y 1968; famoso no sólo porque uno de sus guardaespaldas fue Miguel Ángel Félix Gallardo –el primer gran traficante mexicano de cocaína–; también porque cobijó a Rodolfo Valdez Osuna, un matón a sueldo a quien los cultivadores de amapola y marihuana le pagaron por asesinar al entonces gobernador prohibicionista Rodolfo T. Loaiza, en 1944. Otros dicen que el autor intelectual fue Pablo Macías Valenzuela, quien junto con Sánchez Celis y Antonio Toledo Corro, asaltaron el poder y controlaron “la plaza” desde esos años.
En el ejido Sánchez Celis tampoco encontramos nada. “‘Pinchis’ reporteros balines”, dice Colega 1. Nos burlamos de nosotros mismos y ahí vamos de regreso. No se los digo, pero sé lo frustrante que es manejar casi dos horas y no obtener información certera. Las expectativas de mis compañeros tampoco se recompensan cuando nos encontramos con un retén militar, por los rumbos de la carretera libre a Mazatlán. Para mí, en cambio, el sólo hecho de estar aquí y escuchar sus historias ha sido un privilegio.
Ahora sé, por ejemplo, que todas las cifras de asesinatos (más de 380), de desaparecidos (al menos 330) y de robo de autos en estos dos meses de enfrentamiento son resbalosas porque el gobierno no reporta todo. Que si no hay repartidores de comida rápida ni conductores de Uber es porque los están confundiendo con ‘punteros’, cuya tarea ya no es sólo patrullar en moto e informar; ahora traen pistolas y matan a quien los mira feo. Y que, de nueva cuenta, el periodista local no puede arriesgarse a publicar.
Terminamos el día comiendo mariscos y pisteando Pacífico clara a unas calles de la avenida Álvaro Obregón. Para las 20:00 horas me dicen que debemos irnos, ya es muy noche, y de noche salen los monstruos: jóvenes emprendedores cuyas masculinidades frágiles y el modelo económico neoliberal los tienen matándose entre sí. Camino al hotel, el silencio adorna a la ciudad. Compruebo entonces que el miedo está en todas partes.
Con informacion: MILENIO/Alejandro Almazan/
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