En el sentido que subyace a su afirmación, el Gobernador de Sinaloa, Mario López Valdez, tiene razón cuando declara: “Tenemos un estado que, por tradición, tiene una alta actividad delincuencial”.
Algo de razón tiene también cuando dice que “los que andan delinquiendo no están saliendo ni de Los Pinos, ni del Palacio de Gobierno, están saliendo de nuestras casas. Y todos tuvieron padre y madre; todos fueron a la escuela y tuvieron maestros; algunos de pasada pasaron (sic) por la iglesia; y algunos leen a veces, o ven telenovelas y toman algún ejemplo para sus conductas, muchas veces cansados de ver este tipo de cosas” (en el periódico Noroeste, Culiacán, Sinaloa, 11 de agosto de 2016).
Desde el periodismo serio y la academia, más allá del farfulleo (justificadamente) malhumorado de las redes sociales, me parece que declaraciones de este tipo, viniendo de un primer mandatario estatal, no deben tomarse a la ligera ni ser descalificadas sin más por ser dichas por un personaje público.
La palabra empleada por López Valdez, ciertamente, no es la más adecuada: “tradición” es un término de linaje antropológico, sociológico e histórico, que hasta en su acepción ordinaria sugiere la celebración reiterada de algo que pertenece a la dimensión simbólica de nuestras vidas: somos guadalupanos por tradición, rendimos culto a la muerte por tradición, podemos irle a las chivas o votar por un partido por tradición familiar o grupal, pero no asesinamos, robamos, extorsionamos o secuestramos por tradición.
Más allá de eso, sin embargo, el sentido de la afirmación se sostiene: los sinaloenses tenemos una propensión añeja, una suerte de (y esta no es más que una mala metáfora) ADN histórico que propende a la transgresión, a la ruptura con el marco normativo convencional y hasta, como lo aseguraba Antonio Nakayama, a la efusión violenta.
Digo que viniendo de un Gobernador, este tipo de afirmaciones, antes que descalificadas de antemano, deberían ser exploradas a conciencia y con detenimiento. Recordaré solamente que, no hace mucho tiempo, aunque éste en los inicios de su sexenio (febrero de 2000), otro mandatario sinaloense, Juan S. Millán, en el marco del programa denominado Lunes Cívicos, señalaba en un tono más cercano al discenimiento sociológico: “Para explicar y comprender la violencia que nos lastima, tenemos que preguntarnos cuándo la sociedad sinaloense perdió, por así decirlo, su ‘blindaje’. Todos los criminales han salido de una familia, han pasado por una escuela. Algo pasó, algo ha pasado y sigue pasando en nuestras familias, en nuestras escuelas, que las despojó de su carácter de espacios inculcadores y socializadores de valores como la sana convivencia, el respeto mutuo, la tolerancia, la dignidad de la vida propia y ajena. Algo pasó….”.1
Y deben ser consideradas porque son dichas por los principales tomadores de decisiones públicas en la entidad. Por mi parte, con el comedimiento debido, yo le comentaría al Gobernador López Valdez: muy bien, el suyo es un aserto duro pero atendible. Le diría que, aunque el tema no le vaya a acarrear popularidad inmediata, reconozco su valentía al sacarlo a la discusión pública. Le propondría avanzar entonces en este tema que puede resultar crucial para entender lo que desde hace un buen tiempo nos está ocurriendo. Y avanzaría, en efecto, en alguna información de arranque, a saber:
1. De acuerdo con el Índice de Paz 2015, Sinaloa es el tercer estado menos pacífico de México (sólo por debajo de Morelos y Guerrero).
2. Recientemente, el Instituto para la Economía y la Paz consignó que en los últimos 12 años la tasa de homicidios de Sinaloa fue la segunda más alta del país.
3. El Índice de Paz Metropolitano 2015, informó que de entre las 76 zonas metropolitanas más grandes del país, Culiacán fue la ciudad menos pacífica de todas.2
4. Por no disponer de datos más recientes, le diría que, de acuerdo con sondeos atendibles del 2010, el 43 por ciento de los sinaloenses piensa que los capos de la droga o quienes se dedican al narcotráfico “generan progreso en las comunidades donde viven”, cuando (lo que ya de por sí es una cifra reveladora) un 33 por ciento de mexicanos coinciden con esta idea.
5. Más drásticamente todavía, el 44 por ciento de los sinaloenses piensan que si el narcotráfico no produjera violencia, sería una actividad benéfica, impresión que contrasta con el 23 por ciento de los mexicanos que concluyen esto mismo.3
No veo cómo, en encuestas más próximas, estas apreciaciones colectivas hubieran podido variar. Tras esto, y en abono a la declaración del actual Gobernador, ¿no se adivina una tolerancia, hasta un cierto regustillo de confort o aceptación social de la conducta transgresora y el ilegalismo?
Ahora bien, cómo apuntó una estudiosa del asunto en su sitio de Facebook el pasado 10 de agosto, de no haber un esfuerzo por explicarlas histórica y sociológicamente, afirmaciones como la hecha por el mandatario, pueden dar para sospechar de una cierta idea esencialista o naturalista de los fenómenos sociales: las cosas están ahí, se desprenden de su “naturaleza”, habría una cierta “sinaloidad” que, cual entelequia aristotélica, estaría condenada a desplegar su “esencia” fatalmente. Con ello no se haría sino, justamente, ocultar las “condiciones de posibilidad de la emergencia de muchas formas de violencia —y no sólo de una violencia ligada al narcotráfico. Asimismo, en la historia de Sinaloa (como en prácticamente todo el país, diría yo, RGV) podemos encontrar, como diría el antropólogo colombiano Alejandro Castillejo, muchos momentos de liminalidad en donde lo criminal y lo político se sobreponen”.4
Vayamos pues al punto. La pregunta clave se enuncia con sencillez: ¿de dónde viene esa propensión al ilegalismo y a la transgresión de las normas convencionales que caracteriza al sinaloense? Y la respuesta, mucho menos sencilla que la pregunta, nos la ofrece la rumorosa historia. Permítaseme enunciarlo como sigue:
1. De entrada, se impone una conclusión acaso abrumadora: la sinaloense es una sociedad demediada, una sociedad que jamás ha alcanzado a cerrar sus ciclos civilizatorios.
2. El escaso desarrollo de sus pueblos prehispánicos fue brutalmente interrumpido por una bárbara conquista el siglo XVI. Después de aquel literal aniquilamiento, la labor evangelizadora y de organización social, cultural y económica de los misioneros jesuitas quedó inconclusa con su expulsión en 1767. La guerra de Independencia y el convulso siglo XIX tomaron a la región en estado de orfandad y en un aislamiento geográfico, cultural y político que apenas permitió su inclusión en las grandes tareas nacionales. El siglo XX revolucionario sorprendió a un Sinaloa que pobremente balbuceaba los principios liberales cuando, apenas iniciado el Milagro Agrícola, cayeron de súbito sobre ella la apertura económica y la globalización.
3. El advenimiento del narcotráfico dio lugar, desde la segunda mitad del siglo pasado, a un crecimiento económico deformado, una desagregación del tejido social y, poco después, de la política misma, además de que instituyó imaginarios colectivos que dotaron de una poderosa dimensión cultural a dicha actividad.
4. En todos los periodos de su historia, el sinaloense ha sido transgresor, incluso desde el poder. Digamos que en el espeso caldo histórico de la región han incubado los virus terribles del bandolerismo a secas, el bandolerismo social, el contrabando de bienes realizado por los grupos de comerciantes del sur y el centro del estado (junto con su disputa por el poder político durante casi todo el siglo XIX), la fayuca después y desde hace algunas décadas el narcotráfico.
5. A lo que se suma lo que en otro lugar he pretendido explicar con lo que he llamado una “hipótesis metafísica”. Debido a su vocación productiva evidentemente primaria,5 los sinaloenses son seres elementales, básicos, en principio, por una embrollada determinación histórica. Su relación con la naturaleza física ha condicionado también su relación con sus semejantes. Económica y culturalmente hablando, no han incorporado valor agregado a sus producciones materiales y simbólicas. No han incorporado un extra civilizatorio a sus vidas. Su concepción del mundo y el tiempo es cíclica y tributaria de un romanticismo simple, identificado con la pasión más que con la razón, con la emoción más que con el pensamiento, lo que permite entender los rasgos distintivos de su autoasumido estereotipo de personalidad: ruidoso, echón, explosivo, echado pa’ delante. De aquí su poco aprecio por las leyes, por la esfera convencional de la vida, por las normativas morales explícitas (lo que, hay que decirlo, aplica a todos los estratos), volviéndolo propenso a las catarsis violentas, a la creación de códigos alternativos de relación moral, al ejercicio del ilegalismo.6
Hoy tenemos que, bajo el influjo de la equívoca “guerra” contra el narco y sus consecuentes epidemias de violencia, según datos brindados por Eduardo Guerrero, de 2007 a 2015 Sinaloa se ubica como el estado con más alta tasa de homicidios relacionados con el crimen organizado con un 86 por ciento.7 Precisamente en una charla con Eduardo Guerrero y Javier Tello en el programa de análisis Es la Hora de Opinar del miércoles 10 de agosto, la investigadora del CIDE Ana Laura Magaloni inquiría por las causas de las recurrentes epidemias de violencia en diferentes zonas del país, señalando que, además del componente de la incapacidad policiaca, tenían que tomarse en cuenta el desconocimiento de las características peculiares de cada lugar y las dramáticamente insuficientes políticas públicas en los más diversos ámbitos por parte de los gobiernos locales (lo mismo en la prestación de servicios públicos básicos que en la educación o el desarrollo social), a lo cual habría que agregar el agravante de la corrupción y su escandalosa percepción social.
Ahora bien, a cada quien su cada cual: ciertamente, si ya hemos reconocido una causalidad histórica en ciertas actitudes ante la vida (y la muerte), explicables en términos tanto antropológicos como sociológicos, ¿por qué no actuar en consecuencia y decidirse a convocar a la sociedad organizada (académicos incluidos) para ejercer la gobernanza en serio, es decir, para involucrar a quienes haya que involucrar en la definición, diseño y supervisión de la ejecución de las políticas públicas? Quizá habría que empezar por asumir una nueva narrativa del problema y salir de los casilleros de la numeralia ya fatigadísima por tantos y tantos informes policiacos. Quizá esta nueva narrativa, poco retribuyente en el corto plazo por devolvernos una imagen más bien penosa de nosotros mismos, deba convertirse en un ejercicio de pedagogía social (familiar, escolar, civil) y pública: esto es lo que somos, somos así por esto, ergo, hay que hacer esto otro.
Si hemos de ser congruentes, hasta allí debería llevarnos la afirmación del Gobernador de Sinaloa. Mario López Valdez, está claro, ya no podrá hacerlo ni queriendo pues a su gestión le restan escasos cuatro meses y medio, pero su afirmación puede dar pábulo a un debate que, bien pautado, da para el necesarísimo hecho social y público de conciencia.
fuente.-
Ronaldo González Valdés
1 Citado en Ronaldo González Valdés, Sinaloa: una sociedad demediada, Juan Pablos, México, 2007, p. 23.
2 Las referencias específicas de estos primeros tres datos, se encuentran en Liliana Plascencia, “Sinaloa o la compleja relación entre cultura y violencia”, revista nexos, abril de 2016.
3 Esta información corresponde a una encuesta realizada por la empresa Parametría, publicada en el periódicoNoroeste, Culiacán, Sinaloa, 2 de marzo de 2011.
4 Texto tomado del muro de Liliana Plascencia, con su permiso.
5 Recolectores, cazadores y agricultores incipientes durante la época prehispánica; mineros en la Colonia y el siglo XIX; agricultores, ganaderos y pescadores en el siglo XX, con una terciarización no ligada a la actividad industrial desde hace 30 o 40 años.
6 Un desarrollo más pormenorizado de estas tesis, se encuentra en Ronaldo González Valdes, “La semilla sinaloense”, revista nexos, julio de 2012.
7 Información en Eduardo Guerrero Gutiérrez, “La violencia social”, revista nexos, agosto de 2016. Cfr. gráfica 2, p. 52.