En la entrada de la cárcel le esperaba una muchedumbre de periodistas y curiosos. Algunos incluso habían pasado la noche al raso para asegurarse un sitio en las primeras filas como si fuera el último concierto de los Rolling Stones.
En realidad, toda esa expectación era por Emilio Lozoya. El poderoso exdirector de Pemex iba a sentarse por primera vez delante del juez de una prisión de Ciudad de México por los sobornos millonarios del caso Odebrecht, la trama de corrupción que en los últimos años ha puesto en jaque a la clase política en varios países latinoamericanos. Acompañado de sus abogados, Lozoya bajó la mañana de este miércoles de una furgoneta negra y avanzó entre la nube de cabezas, micrófonos y gritos. A los pocos pasos, tropezó con un cable y cruzó la puerta del penal trastabillado pero sin soltar un maletín de cuero negro. Un presagio de las malas noticias que le aguardaban dentro de la sala.
En principio, Lozoya acudía ante el juez para pedir una nueva ampliación del plazo de la interminable fase de investigación. Pero en medio de una creciente sombra de impunidad, unas polémicas fotos cenando tranquilamente con unos amigos en un restaurante de lujo desencadenaron un inesperado giro que ha llevado a Lozoya a prisión mientras se resuelve el caso. El hasta ahora intocable exjefe de la petrolera estatal, pieza central de la derivada mexicana de la trama Odebrecht, había logrado esquivar cualquier contacto directo con la Justicia gracias a un acuerdo con la Fiscalía. Detenido a principios del año pasado en una urbanización de lujo en España, tras su extradición a México fue imputado de los delitos de lavado, asociación criminal y cohecho por al menos 10 millones de dólares.
Pese a la gravedad de los delitos, gracias a una particular figura jurídica mexicana pasó a convertirse en una especie de testigo colaborador protegido. A cambio de tirar de la manta y acusar a lo más alto del gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018), con el que trabajó mano a mano, el exdirector de la petrolera logró pasar más de un año y medio con el único castigo de no poder salir del país. Hasta ahora. Un juez del Reclusorio Norte de la capital ha dictaminado que Lozoya debe esperar entre rejas la sentencia definitiva.
¿Qué ha cambiado para que el mismo juez que descartó el año pasado la prisión preventiva haya decidido ahora cambiar de opinión? Eso es lo que se preguntaron durante más de cinco horas de audiencia los abogados de la defensa, que subrayaron que su cliente no había cruzado ninguna linea roja sobre lo pactado. El juez les dio la razón y especificó que las razones para encerrar a Lozoya ya estaban muy presentes durante las primeras vistas: el peso de los delitos imputados -con unas penas que van de los 12 a 35 años- y el consiguiente riesgo de fuga por el alto poder económico del acusado. Detrás del inesperado giro de guión aparece la nueva posición de la Fiscalía. Cuestionada a menudo por su politización, el ministerio público mexicano abandonó este miércoles la senda del pacto con el acusado y pasó al ataque solicitando la prisión preventiva ante la progresiva sensación de impunidad que rodeaba al caso.
Hijo de un ministro de los gobiernos priistas de los ochenta, Lozoya simboliza no solo el linaje del poder tecnocrático mexicano -él mismo es economista y con estudios financieros en Harvard- sino los excesos y la corrupción del último gobierno del PRI. Dos de los enemigos declarados del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador en su cruzada por la regeneración política que, en gran medida, le llevó a arrasar en las urnas hace tres años.
La cena de la discordia
La indignación ante los peores agujeros negros de la política y la justicia mexicana volvió a inflamarse el mes pasado con unas fotos de Lozoya cenando junto a unos amigos en un restaurante de lujo. En un país donde apenas 1 de cada 10 casos se resuelven, pero en el que a cientos de miles de personas son encarcelados a la espera de sentencia por delitos tan graves como robar una sandía, pocos entendieron la escena de un personaje político acusado de recibir sobornos millonarios disfrutando relajadamente de un pato laqueado y un buen vino.
“¿Vamos a quitarle la libertad a una persona porque le vieron comiendo en un restaurante?”. La pregunta retórica de la defensa trataba de responder a la insistencia con la que la Fiscalía exponía la comilona de Lozoya como el principal argumento nuevo para endurecer las medidas cautelares. “Una provocación a la Justicia”, unas imágenes de “poco pudor procesal” que reflejan “el nivel de impunidad con el que se está moviendo el acusado”. Esos fueron los motivos de la Fiscalía además de desvelar una nueva triangulación de los sobornos entre empresas radicadas en paraísos fiscales que habría terminado con dos millones de dólares a favor de Lozoya.
En el marco del acuerdo con la fiscalía, Lozoya lanzó en agosto del año pasado una catarata de acusaciones repartidas entre lo más alto del poder mexicano. En concreto, señaló al expresidente Peña Nieto y su mano derecha, Luis Videgaray, de orquestar y planificar una red de sobornos de al menos 10 millones de dólares repartidos entre la campaña electoral del PRI en 2012 y los pagos a legisladores de la oposición para aprobar la reforma energética del año siguiente.
Desde el comienzo de las delaciones premiadas, la defensa se ha embarcado en el reto de acreditar todas esas acusaciones, que incluyen a tres expresidentes, dos candidatos presidenciales y 11 legisladores, a la vez que dibujan a Lozoya como una pieza menor que apenas se limitaba a cumplir órdenes dentro de un engranaje de corrupción diseñado directamente desde la residencia presidencial de Los Pinos. Una estrategia que tras casi un año y medio de investigaciones tan solo se han cobrado de momento la cabeza de un senador del PAN -derecha-, Jorge Lavalle, procesado en abril por recibir sobornos a cambio de su apoyo a la reforma energética.
El caso Odebrecht en México también ha puesto en el punto de mira a la fiscalía, un órgano teóricamente independiente pero sobre el que planea la sombra de la politización. Acostumbrado a marcar la agenda durante las conferencias diarias matutinas desde Palacio Nacional, López Obrador ha ido mandando mensajes en el transcurso de un caso que desde el inicio se ha perfilado como emblemático en la lucha contra la impunidad. En concreto, su respuesta a las polémicas fotos de la cena de Lozoya fue muy parecida al discurso presentado este miércoles por la fiscalía: “es inmoral y una provocación”.
Lozoya recibió la decisión del juez tomado de la mano de su madre, sentada a su lado en el banquillo por la imputación de lavado de dinero. Durante la jornada, el lenguaje corporal de ambos fue muy distinto. Mientras Margarita Austin mantuvo una imagen de serenidad, con los brazos sobre las piernas casi durante las cinco horas de audiencia; su hijo no paraba de colocarse el mascarilla, estirar el cuello, agacharse para subirse los calcetines o cruzar los brazos. Todo eso mientras tomaba notas en unos folios en blanco que había sacado del maletín de cuero negro. La última intervención de la audiencia antes del fallo fue suya. Un alegato donde se volvió a presentar como una simple pieza dentro de una maquinaria que lo superaba: “Yo fui un instrumento dentro de un aparato del Estado. He acusado ya a mucha gente, pero ellos están libres. Este es un caso muy complejo con muchos intereses. Pero la verdad muchas veces no le gusta a la gente”.
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