Nada más en lo que va del sexenio, de diciembre de 2018 hasta marzo de 2021, el gobierno federal censó a 4 mil 966 menores de edad en orfandad por los asesinatos de sus mamás, de acuerdo con datos oficiales obtenidos por EL UNIVERSAL, que proceden de las fiscalías de los estados y han sido recabados por la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Conavim), organismo dependiente de la Secretaría de Gobernación (Segob) que concentró las cifras en el documento La violencia contra las mujeres en México, donde enumeró las estadísticas bajo el título: “Niñas, niños y adolescentes en orfandad por feminicidio”.
Sumados los datos provisionales de abril, recogidos por el reportero en las entidades (106 niños y adolescentes más), la cifra ha llegado a 5 mil 72 huérfanos.
Esta violencia tiene un ritmo depredador, incontenible, que destroza familias: implica un promedio mensual de 177 casos de orfandad por feminicidio entre diciembre de 2018 y marzo de 2021, al menos cinco niños huérfanos al día (5.9). Es decir, que en México casi seis niños pierden a sus madres cada jornada, porque fueron víctimas de feminicidios.
En este sexenio se han perpetrado 2 mil 222 feminicidios en el país (cifras hasta marzo, que son los datos disponibles más recientes en el Sistema Nacional de Seguridad Pública), lo que ha dejado un promedio de dos huérfanos (2.2) por cada caso de violencia letal contra la mujer.
De acuerdo con lo que indagó este diario, con el censo que está concluyendo, el gobierno federal pretende realizar un padrón de huérfanos para auxiliarlos con terapias y becas estudiantiles. También tiene la intención de ayudar con recursos económicos a quienes se hacen cargo de ellos, que por lo general son abuelos y tías.
Igualmente se quieren identificar casos conflictivos, porque se han detectado huérfanos que han quedado en manos de feminicidas que no han sido procesados, o que viven en casa de familiares de los asesinos, por lo general abuelos, y ahí son maltratados, estigmatizados, culpabilizados de que sus padres estén presos.
Se piensa instaurar un protocolo para que en las fiscalías estatales se sigan censando a los huérfanos: se trataría de que, en cuanto haya un caso de feminicidio, de inmediato las fiscalías indaguen si tienen hijos, sus edades, y avisen al DIF local para que proceda a auxiliarlos y a sus familiares, además de verificar si hay ambientes hostiles en los hogares para los menores.
Algunos estados, como Oaxaca y Coahuila ya tienen programas de apoyo de este tipo.
El gobierno también busca que los menores reciban trato sicológico, probablemente en universidades, para que puedan transitar sus duelos y para que crezcan en normalidad, a fin de que los varones no repitan patrones de violencia, o para impedir que las niñas tengan comportamientos sumisos ante hombres violentos.
Pero más allá de las cifras y de las políticas públicas, o de la ausencia de éstas, están las historias de dolor que padecen niños y adolescentes, y también quienes los cuidan, lo que muchas veces implica largos periodos de terapia. Son historias desgarradoras, muchas de las cuales ocurrieron antes de que iniciara el periodo del actual gobierno, lo que pone a esas víctimas en una mayor indefensión, porque podrían quedar fuera de programas de ayuda, ya que el censo federal sólo incluye, hasta ahora, a personas afectadas durante este sexenio.
La abuela y los huérfanos
Esta es la historia de Margarita, de 63 años, abuela con dos nietos víctimas de feminicidio: “El 31 de diciembre de 2016 mi vida cambió de manera radical, completamente. Fue un giro de 180 grados. Nosotros ya nos dedicábamos nada más a nosotros dos, mi esposo y yo. A veces teníamos visita de los nietos, pero fuera de eso, nuestra vida era ver películas, descansar. Ya planeábamos una casa de descanso donde nos atendieran y no tener que dedicarnos a atendernos. Nuestra vida era tranquila.
“Yo me dedicaba a leer, a tejer, a pasear acá en Acapulco. Cuando mataron a mi hija, volvimos a empezar: no es lo mismo vivir solos retirados que de pronto tener a un niño de 12 años y a una niña de casi tres que necesitaba muchísima atención. Para nosotros es una bendición tener a estos niños, pero sí es mucho trabajo para quienes ya vivían solos descansando de la vida, y ahora están como papás de niños”, narra Margarita Alanís, cuya hija Campira Camorlinga, de 31, fue asesinada en la Ciudad de México por Jorge Humberto Martínez, un sujeto apodado El Matanovias.
También hubo cambios y trastornos económicos para la abuela, una mujer que fue secretaria en el Colegio de Bachilleres y que ya tenía tiempo jubilada, lo mismo que su esposo, maestro de escuelas particulares y profesor en Bachilleres, donde impartía clases de filosofía.
“Las despensas para comer se duplicaron. La pensión de mi esposo es de 3 mil 500 pesos al mes, porque estamos pagando esta casa, y la mía es de mil 800, porque pago seguros médicos. Tenemos, de pensiones 5 mil 300 pesos. Tenemos un departamento en la Ciudad de México que nos daba 6 mil pesos de renta, y esos nos ayudaba mucho, pero con la crisis de la pandemia desde octubre no me dan la renta, o me dan pagos a cuentagotas”, cuenta la mujer, quien tuvo que reinventarse emocionalmente para volver a funcionar como madre de dos niños, porque no es lo mismo gozarlos como nietos que educarlos como hijos, dice.
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Margarita entendió que sus nietos-hijos eran víctimas indirectas de un feminicidio y que el Estado tenía la obligación de protegerlos, aunque ellos todavía no quedan registrados en el censo de la Conavim.
“Un año después de que mataron a mi hija me enteré que teníamos derechos”. Finalmente la abuela luchó para que la ayudaran, aunque el feminicidio hubiera ocurrido dos años antes de que iniciara el actual gobierno, y en la Ciudad de México le dieron la beca Leona Vicario, que representa 932 pesos al mes por cada niño, mil 864 por ambos. Con esos y sus pensiones viven los cuatro: 7 mil 164 pesos de ingresos fijos de donde pagan escuelas, ropa y alimentación.
El dolor y las terapia
Pero lo más delicado en los casos de feminicidios, es lo emocional, las secuelas.
—¿Cómo se siente ser “mamá” otra vez, aunque ya no le tocaba ese rol? —se le pregunta.
—Por un lado es un milagro, porque otra vez tenemos la risa de los niños, pero por otro lado es una gran responsabilidad, por eso hacemos esfuerzos y los tenemos en una escuela privada, para que aprendan inglés y francés, y Vladimir (el nieto) aparte quiere aprender hasta japonés.
—¿Y sus nietos cómo están? Alexa, que cuando mataron a su mamá tenía dos años, casi tres, ¿se acuerda de ella, de su madre?
—Cada vez menos —lamenta la abuela, al abordar ese olvido casi inevitable para la pequeña—, pero todavía recuerda que le cantaba y cuando jugaba con ella, y que le daba de comer. Yo creo que más que acordarse, lo ve en fotos —reflexiona.
La abuela, para darle seguimiento al caso del feminicidio, tuvo que irse a vivir a la Ciudad de México durante un año escolar. Ahí decidió tomar terapia para sobrellevar la pérdida de su hija y para aprender a educar sanamente a su nieta-hija, pero también para que la niña fuera atendida porque estaba sufriendo.
“La niña desde que fallece su mamá tenía unos berrinches tremendos. Ella gritaba muy feo. Cuando no le dábamos lo que quería, se alejaba de nosotros tantito, yo creo que por el miedo de que le fuéramos a pegar, y echaba unos gritos así: ‘¡Aaaaaah!’ Y entonces le decíamos: ‘No, nena, mira, las cosas se hacen hablando’. Pero no, ella gritaba, pataleaba o hacía berrinches muy fuertes, y se acostaba en el suelo a patalear. Tuvimos terapias que conseguí en la UNAM y luego ya regresamos. Después acá en la escuela, ya que creció, no quería hacer tareas ni trabajar, y el año pasado que empezaron las clases de internet, peor, eran berrinches diario, diario, diario.
—Cada vez está mucho mejor, pero con las clases de internet empeoró, y otra vez tuvo que tener terapia por lo mismo, que hacía demasiados berrinches y no quería hacer sus tareas. Ella había tenido una relación de mucho apego con su mamá: la última vez que la vio, el 26 de diciembre de ese año (2016), todavía le dio teta. Ese viaje que hizo a México mi hija era la primera vez que se separaba de ella. Mi hija la cargaba todo el tiempo. Y ya no pudo regresar, la mataron —dice, y guarda silencio.
Cuando su madre fue asesinada por su pareja, la niña no tenía realmente mucha consciencia (tenía menos de tres años), pero ahora que le han platicado de la desgracia, a los siete, ha tenido estados de negación: “Cuando supo que Joy la había matado (así le decía al feminicida) hace dos años, decía: ‘Pero es que no, abuelita, porque Joy quiere mucho a mi mamá. Joy nos quería mucho’. Cuando yo lo conocí a él, porque fui a México, la niña corría cuando él llegaba, y se le abrazaba a la pierna”, recuerda.
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—¿Usted por qué tomó terapia, por la depresión debido la pérdida de su hija; estaba tristísima?
—Yo la estuve tomando porque no sabía cómo educar a la niña. En cuanto a la pérdida de mi hija, sí me deprimí, pero yo siento que sí supe cómo sobrellevar mi problema emocional por el dolor de perderla a ella. Mi problema eran los nietos. Yo no sabía cómo educar a la niña. Se me ocurría darle de nalgadas.
Lo único que se me ocurría era el golpe. Yo sé muy bien que no se debe de educar con golpes, y por eso busqué ayuda —dice.
El otro nieto, Vladimir, es muy diferente a su hermana Alexa.
—¿Y Vladimir, que tenía 12 años cuando mataron a su mamá, y ahora 17, cómo ha estado?
—Él es un niño bueno, va en segundo de prepa. Dicen los sicólogos que eso aparenta, pero que puede traerlo todo por dentro. Pero es un niño bastante estable. Su papá murió de cáncer cuando tenía ocho . Lloró cuando murió su mamá, me abrazó y lloró, pero fuera de eso se ha mantenido tranquilo. Él razona las cosas. Él me tranquiliza cuando yo me pongo mal, y calma a la niña.
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