Esta es la historia de un
hombre de 78 años que perdió sus dos brazos en un accidente en el trabajo de un
campo en La Laguna, pero se sacudió la depresión para, con prótesis y ganchos
en vez de manos, sacar adelante a su esposa y nueve hijos; ahora le gusta
cultivar árboles y no estar 'de oquis'
Batalla para abrir una puerta. Busca introducir una llave en el
cerrojo, darle vuelta y empujar. Pero Servando batalla. Tarda más de unos segundos.
Se le complica, pero no se desespera. Cuando lo logra, gira la llave y empuja
para abrir con su cuerpo flaco y alargado.
“Esta puerta me da lata, me cuesta la llave”, dice en lo que
camina.
Para
Servando Robledo Ríos ya no es extraño. Va a cumplir 35 años con antebrazos de
resina reforzados con fibra de carbono, construidos por algún protesista, y sus
manos son dos ganchos de acero con los que así como abre puertas, tiene que
rasurarse, bajar el cierre de su pantalón, firmar papeles, vestirse, rascarse
cuando le da comezón y hacer lo que más le gusta: plantar y cuidar árboles en
su propio vivero.
Vivero personal. Hace años vio que un limón creció y lo cuidó. Y
empezó a poner más variedad. “Es por puro gusto, no hallo qué hacer”, dice
sobre su afición.
Abre una segunda puerta con más facilidad. Mete el gancho en una
llave y simplemente jala. Para Servando ya no es extraño. Es un hombre
desgarbado de 78 años que camina con el andar de un cuarentón. Usar chanclas.
Bien rasurado, bigote. En esta mañana fría, de la chaqueta blanca que le queda
grande sobresalen los ganchos de acero con los que apunta: “esas son papayas”.
El vivero es un patio trasero donde Servando, desde hace años,
empezó a plantar árboles como terapia. Planta también limones, moringa, granada
y se queja porque una helada echó a perder sus arbolitos de durazno. Pero en
esta mañana recordó que hace unos días se quejó porque estaba batallando para
agarrarse el cierre de su pantalón.
Servando
tiene dos amputaciones por debajo del codo y lleva un arnés a la espalda,
equipo con el que jala los cables para abrir y cerrar los ganchos que se han
convertido en sus dedos. “Andaba batallando con el cierre”, refiere. ¿Qué hizo?
Se las ingenió para safar un poco el gancho, cortó milímetros el cable de control
y lo adecuó para jalar el cierre. Al cortar el cable necesitó menos fuerza para
abrir el gancho, su mano. El gancho es de apertura voluntaria, se cierra
automáticamente al dejar de proporcionar fuerza con el arnés. “Ahora trabaja
mejor”, agrega con el tono de un mecánico experto.
Terapia. Desde hace años, Servando empezó a plantar árboles como
terapia. Planta también limones, moringa, granada y se queja de que una helada
echó a perder sus arbolitos de durazno.
¿No se desesperó?, le pregunto.
“No, tengo que pensar, tranquilo, tranquilo porque está cañón y
la vida es bonita”.
Para el hombre que perdió del antebrazo a las manos hace más de
30 años en un accidente, la vida, esa que muchos no entendemos sin los brazos y
manos, la vida es bonita.
El accidente
Era 1983. Eran los campos de Bella Vista, en San Pedro, Coahuila. Servando, 44 años entonces, trabajaba para un particular. Construía bordos y estanques de noria para que estuvieran listos con agua para regar los campos.
Era 1983. Eran los campos de Bella Vista, en San Pedro, Coahuila. Servando, 44 años entonces, trabajaba para un particular. Construía bordos y estanques de noria para que estuvieran listos con agua para regar los campos.
Estaba
haciendo 600 metros de bordo en postes de luz. Ese día había llovido y encima
del bordo el trascabo se ladeaba. Servando recuerda que tenía la orden de hacer
camino para los camiones, pero se topó con un poste de luz. “Había cables
viejos y le pegué al poste de seis metros, se tuerza el cable de la noria y se
paró. Hizo corto”, recuerda.
Trabajo. Hasta 1983, Servando trabajaba en los campos de Bella
Vista, en San Pedro, Coahuila, construyendo bordos y estanques de noria para
que estuvieran listos con agua para regar.
Una cosa es que mi
familia ‘haiga’ andado rodando y otra cosa es que yo estoy al frente. Les doy
consejos, les hago mandados”
SERVANDO ROBLEDO RÍOS
Servando relata que había mucha maleza y que cuando quiso ir a
avisar, su dedo índice rozó el cable y una descarga lo azotó como tromba. “Me
quemó cinco centímetros hasta el fondo”, asegura. Un boquete le quedó en uno de
sus brazos.
De los 2.70 metros del bordo, más dos metros del trascabo,
Servando cayó de cerca de cinco metros de altura. Cuando iba en el viento
–rememora–, caía como de cuclillas y por su mente cruzó una plegaria:
“Dios mío, ayúdame. Te encargo a mis hijos”. Servando cuenta esa plegaria como
si acabara de ocurrir. Un compañero trató de tomarlo, pero en lugar de eso le
terminó arrancando la carne.
Para Servando, esa fracción de segundo en el que cayó, definió
el tiempo entre la vida y la muerte, entre su vida y su muerte. Azotó en tierra
blandita. Cuando despertó, tenía la boca empolvada. “Sentí como una explosión”,
narra.
Servando
fue llevado al hospital de San Pedro en un camión que tosía de viejo por más
que le aceleraban. Allí no encontró ayuda y esperó desde las dos de la tarde
hasta las cuatro de la mañana porque no había una ambulancia que lo llevara a
Torreón.
Primera Pérdida. Un accidente en el trabajo, una descarga
eléctrica, le quemó el antebrazo y la mano derecha; se los tuvieron que
amputar.
A los dos días del accidente le cortaron la mano derecha.
Entendió, el hombre que apenas cursó hasta –cree él– cuarto de primaria, que si
un miembro del cuerpo no tiene circulación de sangre, se echa a perder.
“Ni modo, ya me tocó”, pensó Servando. Menciona que le preguntó
al doctor por el hoyo en su otro brazo. “Tráeme una navaja de rasurar”, bromeó
el médico. Con un bisturí le arrancó un pedazo de carne de otro lado y se lo
pegó en el hueco.
Días
después sintió un hormigueo en el agujero y no podía extender el brazo, hasta
que el doctor se apalancó para extenderlo. “Me levanté con un dolor tremendo,
pero ya estaba pegado el pedazo de carne”, cuenta.
Multiusos. No sólo le gusta cultivar en su vivero, también apoya
a su familia con mandados y les plaquea los carros.
La vida no tiene
chiste... en la vida hay dos caminos, el bueno y el malo, uno decide cuál
seguir”
SERVANDO ROBLEDO RÍOS
Duró dos meses en el hospital. Después del accidente y perder
antebrazo y mano derecha, llegaron compañeros de trabajo.
“Vete a trabajar a la criba”, le pedían.
“Me siento muy deprimido”, respondía Servando.
“Ándale, en lo que puedas, le animaban.
“No,
me siento muy deprimido”, volvía a responder.
Segunda pérdida. Tras dos meses en el hospital y dos meses más
de rehabilitación en Puebla, médicos le dijeron que le amputarían el otro
brazo.
Servando viajó hasta Puebla para rehabilitarse. En el lugar
encontró miles de personas con brazos o piernas amputadas. Chicos y grandes,
hombres y mujeres, un ejército de amputados.
“Había un señor que bailaba en una sola pierna”, comenta
Servando como si aquel entonces hubiera visto algo extraordinario. Quizá lo
era.
En Puebla, presume, le enseñaron a tomar un blanquillo con el
gancho sin romperlo. A tomar canicas. “Tenía uno que tantearle, no cerrar el
gancho”, explica.
¿Qué se le complica más?, pregunto.
“Yo creo que nada, claro a veces necesito ayuda. He tronado
llaves. Abro las llaves y les golpeo, batallo para girar y se quiebra la
mugre”.
Pero
en Puebla no había terminado todo. Dos meses después, otros médicos le dijeron
que le mocharían parte del otro brazo. “Ya no tiene remedio”, le explicaban. A
Servando lo dormían primero cada cinco y luego cada tres días para curarlo.
'Sentí como una explosión', recuerda cuando despertó después del
accidente que le costó perder los antebrazos y las manos.
“Hagan lo que crean conveniente”, les dijo.
“No, tampoco, tiene que firmar, mírese la mano”, le comentaron y
unos tendones le colgaban. “Lo vamos a injertar y si no le cierra, vamos a
tener que mochar el brazo más arriba”.
Servando se chupó de la depresión.
Desempolvar la depresión
Una ocasión, cuando Servando estaba en el hospital, miró a su esposa Trini desencajada. “Está llorando mija porque cree que ya no va a estudiar porque no vas a poder trabajar”, le dijo sobre su semblante.
Desempolvar la depresión
Una ocasión, cuando Servando estaba en el hospital, miró a su esposa Trini desencajada. “Está llorando mija porque cree que ya no va a estudiar porque no vas a poder trabajar”, le dijo sobre su semblante.
Fue
en ese momento que Servando se desempolvó la depresión. “Dígale a mija que
saliendo de aquí me voy de velador o a barrer, pero ella va a estudiar”,
respondió Servando. Su hija estudiaba para educadora.
Más trabajo. Se prometió a sí mismo que saliendo del hospital
iría a trabajar. Se metió en la fayuca con el negocio de compra venta de
prendas de vestir . Así sacó adelante a sus nueve hijos; cuatro de ellos con
carrera.
Con manos de acero, Servando salió a chambear. Una ocasión un
señor le pidió a su esposa que si le podía comprar un pantalón. Su esposa
apenas tenía 200 viejos pesos. Servando se inmiscuyó en el negocio de fayuca y
compra venta de prendas de vestir.
“Empezamos con eso, luego tenis. Dónde los compran, pues en tal
lado. Puro Levi's. Estábamos cerca de los tres millones de pesos (de los
viejos)”, comenta. Después puso un estanquillo donde vendía sodas, chicles,
galletas, papas.
Así, sacó adelante a nueve hijos. Cuatro de ellos estudiaron una
carrera.
Ahora
vive de una pensión de 2 mil 300 pesos mensuales y presta dinero a familiares y
vecinos. “Siempre traigo portamonedas”, presume y mete un gancho en su bolsillo
de pantalón para sacar una bolsa con monedas y billetes.
Familia. Todavía internado, Trini, su esposa, le confesó que su
hija lloraba porque creía que tendría que dejar de estudiar porque Servando ya
no iba poder trabajar. Entonces se desempolvó la depresión.
Estoy batallando
porque a un gancho le da vuelta pa donde quiera y a otro no, está fijo y
batallo porque no puedo moverlo”
SERVANDO ROBLEDO RÍOS
La vida no tiene chiste
Servando cruza el ramaje de su vivero y recuerda que los árboles son una terapia. “No puedo estar ahí sentado sin hacer nada. No lo hago por otra cosa”, platica.
Servando cruza el ramaje de su vivero y recuerda que los árboles son una terapia. “No puedo estar ahí sentado sin hacer nada. No lo hago por otra cosa”, platica.
Con los ganchos, Servando toma una cáscara larga de moringa.
“Debe estar negra”, explica sobre la moringa. “Pélela y se come, tiene que ver
una bolita blanca”, me instruye. Servando come tres bolitas diarias. “Saben
amargas”, adelanta antes de que las coma.
Dice que todos los arbolitos le gustan. Recuerda que hace años
vio que un limón creció y decidió que iba a cuidarlo. Y empezó a poner más
variedad. Así hasta tener su vivero personal. “Es por puro gusto, no hallo qué
hacer”, insiste sobre su afición.
Su casa está frente al vivero. Vive en los límites del río
Nazas, del lado de Gómez Palacio. Su casa tiene un fondo amplio cuyo patio da a
la calle de atrás. En el patio me presume un nogal que también plantó.
Batalla pero se adapta. Después de 34 años con manos de acero,
Servando sigue aprendiendo y corrigiendo para adaptarse.
Servando va al fondo de la casa y abre la puerta. Ahora no
batalla. Me dice que en ocasiones va al lecho seco del río y recoge fierro,
aluminio, cosas que puede utilizar o vender.
¿Qué le diría a alguien que pierde un brazo, una pierna?
“Que hay que usar la mente, tenemos millones de ideas en la
mente”.
No le gusta estar sin hacer nada. Cuando está de oquis, como
dice él, se pone a inventar o hacer cosas. Servando entonces toma un machete y
me explica que le mandó hacer una especie de ganchos para que los suyos se
pudieran enganchar y machetear si lo necesitaba. Servando empieza a machetear
para mostrarme que puede hacerlo. Lo mismo a una pala por si necesitaba palear.
Y me muestra cómo toma la pala. A su hijo, herrero de oficio, en ocasiones le
ayuda.
A
Servando no le gusta que le tengan lástima ni le regalen nada. Inclusive cuando
en la cantina le quieren invitar unas Tecates, tampoco los deja.
Vendedor. Después de sacudirse la depresión al perder las dos
extremidades, se metió a la fayuca para sacar adelante a sus nueve hijos.
Hace unos cuatro años, Servando quiso comprar un ventilador.
Comenzó a hacer los trámites en la tienda. “Nunca pido fiado, ni un cinco”,
interrumpe él mismo. La empleada inició los trámites y en eso llegó un
supervisor. “No vamos a poder darle el ventilador porque necesitamos su
huella”, le dijo el encargado. “Eso me hubieran dicho de un principio. Está
bien, muchas gracias”, respondió y se retiró.
En otra ocasión, en el banco tenía guardado un dinero, una
feriecilla, dice, y lo quería retirar. “Necesitamos la huella”, le dijo el
empleado de ventanilla. “Cuando metí el dinero no me pidieron huella”, rezongó
Servando. “Tranquilo, tranquilo, señor, deje hablo a México”, contestó el
trabajador. “Sí, no gano en enojarme, pero el dinero me lo dan”, dijo a
rajatabla hasta que le entregaron su feriecilla. “Cómo va a hacer uno transa”,
dice Servando. Pero es uno de los contratiempos a los que se enfrenta por tener
ganchos de acero como manos. Pese al gancho, puede escribir y firmar.
¿Cómo han sido estos 34 años sin manos ni antebrazos?
“Yo
los he vivido, los he disfrutado, una cosa es que mi familia ‘haiga’ andado
rodando y otra cosa es que yo estoy al frente. Les doy consejos, les hago
mandados, les plaqueo los carros”.
Hospital. Después de perder el antebrazo y la mano derecha, los
amigos de Servando lo visitaban al hospital y le decían que fuera a trabajar
con ellos, pero él se negaba y decía que estaba deprimido.
Servando entra a su cuarto y se medio quita las prótesis para
que yo pueda admirarlas. Allí dentro tiene una bocina grande porque le gusta
escuchar música a todo volumen. “Tengo cinco bocinas conectadas en toda la
casa”, presume. “Tengo como tres mil canciones”, vuelve a presumir. Con el
gancho toma el control de una bocina y pincha un botón para prender la música.
El hombre batalla para quitarse un chaleco. Trini, su esposa, lo
ayuda. “La vida no tiene chiste”, filosofa como quien ya ha visto todo. “En la
vida hay dos caminos, el bueno y el malo, uno decide cuál seguir”, sigue
reflexionando.
Servando queda desnudo del torso. Le cuelgan las prótesis y sus
78 años. Se vuelve a poner su chaqueta grande.
Treinta
y cuatro años después de perder antebrazos y manos, Servando no termina de
corregir y adaptarse: “estoy batallando porque a un gancho le da vuelta pa
donde quiera y a otro no, está fijo y batallo porque no puedo moverlo”. Habrá
que corregir.
Por: Francisco Rodríguez
Fotos: Francisco Rodríguez
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Edgar de la Garza
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