Mayra se sienta frente a mí y su comida va enfriándose poco a poco. No importa. Ella sigue hablando. A su lado, deja suavemente un folder color rojo con la leyenda “Mi nenita” y un corazón dibujado al inicio y al final de la frase. Me enseña la foto, se estruja el corazón. Sus ojos se llenan de lágrimas solo un instante y con una fuerza que no sé de dónde saca, me cuenta de aquel día, el último que supo de su única hija, Mayra Eliza, que hoy tendría 29 años.
Desapareció hace cuatro en la ciudad de Orizaba y desde entonces su madre no ha hecho otra cosa que buscarla. Se nota que ha contado su historia infinidad de veces. Pero la cuenta una más, con la esperanza de que eso cambie algo, de que eso la acerque de alguna forma a su nenita.
Primero pensó que había sido un secuestro, porque su hija jamás había desaparecido así nada más. “En ese entonces estaban secuestrando mucho ahí en Veracruz”, me dice con voz templada, mirándome fijamente, “así que me pasé una semana esperando recibir la llamada de los secuestradores”. Al quinto día, decidió ir a la Fiscalía a denunciar la desaparición.
Ahí, la respuesta dolorosamente conocida: “Seguro se fue con el novio, señora, en unos días va a aparecer.” “No, pues mi hija no hace esas cosas”, dijo Mayra al ministerial, a lo que éste último respondió: “Pues compruébelo”. Fue con esas palabras retumbándole en la cabeza que la señora Mayra salió de la Fiscalía estatal sin otra salida que hacer el trabajo ministerial que la autoridad no está dispuesta a hacer, ese trabajo que hacen todos los días los miles de familiares de las personas desaparecidas en México.
Por insistir sin descanso, por no dejarse intimidar, por preguntar, por chingar hasta el cansancio, como ella misma dice, el propio subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Roberto Campa, le dijo en alguna ocasión en una de sus reuniones periódicas con familiares de desaparecidos: “¡Ay, doña Mayra!, usted siempre reventándome las reuniones”. Así, como si preguntar, exigir, responder y demandar públicamente resultados, fuera un agravio personal hacia el funcionario.
“El primer año fue perdido”, cuenta Mayra, “no sabía ni por dónde comenzar, no tenía idea de cuáles eran mis derechos ni mis obligaciones. Después me di cuenta de que todo lo tenía que pedir por escrito, porque si no los funcionarios se hacían guaje”. Durante un año Mayra Eliza no apareció en la lista de desaparecidos de Veracruz, y las muestras de saliva recogidas a sus padres estuvieron perdidas en un cajón todo ese tiempo. En la búsqueda de su hija, los ministeriales no incluyeron en la carpeta de investigación algo tan básico como la “sábana de llamadas”, la relación de llamadas y mensajes entrantes y salientes de un teléfono celular, información potencialmente valiosa para poder entender las actividades de una persona antes de su desaparición.
De la noche a la mañana, la señora Mayra —y miles de familiares de desaparecidos en México— se convierten en ministeriales: hablan con testigos, recogen pruebas, llevan oficios de una oficina a otra, piden citas con funcionarios, exigen y atestiguan la exhumación de cuerpos, se hacen “amigos de funcionarios de los Semefos, que les van avisando informalmente si es que llega algún cadáver que pudiera cumplir con las características de su familiar.
Junto a Mayra, se sienta Carlos, que desde el 2011 busca a sus hijas y a su esposa, desaparecidas también en Veracruz, y Amalia, tía de Oliver, un joven encontrado ya en las fosas de Tetelcingo. “Las autoridades andan nomás pateando calacas”, dice Carlos, que ha dejado su profesión, su casa y los ahorros de su vida en la búsqueda de su familia. Ya no tienen miedo, ya no hay mucho más que perder. Aún así, hoy todavía le dan el beneficio de la duda a un Estado que les ha fallado, una y otra vez. Hoy, el reclamo —y la esperanza de los familiares— está puesta en que se haga pública una base de datos genéticos de todos los desaparecidos y familiares en la que ha estado trabajando la Comisión Nacional de Seguridad durante los últimos meses.
La base les permitirá que se busque a sus familiares sin importar el lugar de su desaparición. Cuando eso suceda, tendremos un retrato mucho más cercano de lo que ha pasado en los últimos años en nuestro país. La base sumará muchos más perfiles genéticos que los 33 mil 482 oficialmente reconocidos. Ya veremos cuántos. Ya va siendo hora de que las autoridades dejen de patear calacas y se pongan a trabajar, como diría Carlos.
PASE USTED. Lindo ejemplo de vida democrática nos han dado los partidos las últimas dos semanas. Queda para la memoria.
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