En las últimas 2 décadas, sólo dos partidos, el PRI y el PAN, recibieron 39
mil 800 millones de pesos de dinero público, que representó el 55.28 por ciento
de la partida presupuestal destinada a 23 instituciones políticas –de las
cuales nueve aún sobreviven– y que ascendió a 72 mil millones de pesos reales.
El partido en el poder obtuvo 21 mil 200 millones y el PAN, 18 mil 600 millones.
Estos son mis principios. Si no le
gustan, tengo otros
Groucho Marx, Adivinando el porvenir
Entre 1997
y 2016, 23 partidos políticos, de los cuales nueve aún sobreviven, recibieron
72 mil millones de pesos reales del presupuesto público.
En el
pasado reciente, esos organismos políticos se decían adversarios a muerte, se
combatían; sin embargo, en aras de mantener y ganar espacios políticos y cuotas
de poder y presupuestales, en algunas regiones del país los partidos conviven,
negocian, cogobiernan, se intercambian militantes y funcionarios. Allende la
frontera estatal, se confrontan y denuncian sus penalidades.
Sin embargo,
esos institutos políticos no son los más escrupulosos en momento de rendir
cuentas en el manejo de sus recursos partidistas, como se quejan amarga e
inútilmente la Auditoría Superior de la Federación (ASF) y el Instituto
Nacional Electoral (INE), cuya placidez se ve anualmente perturbada cuando, por
ley, se ven obligados a revisar sus reportes contables. Pero eso no impide que
los partidos políticos continúen con el gasto de dinero público, pues desde las
cámaras se ofrecen a sí mismos las licencias necesarias para operar opacamente
lo que ellos mismos se asignaron.
El irresistible
afrodisiaco del poder, que ha transformado a la elite política en una casta
(tribus) divina, casi intocable. Enquistada en las estructuras burocráticas del
sistema político, a las que se aferran con manos, uñas y dientes. Con derecho
hereditario, si se considera las nuevas camadas y cuyo único mérito es ser
retoño de Emilio Gamboa, Rosario Robles, Arturo Núñez, Manlio Fabio Beltrones o
Martha Sahagún, por ejemplo. Ese es el origen de su representatividad.
Sin embargo, en
cada proceso electoral, el INE, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la
Federación (TEPJF) y la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos
Electorales (Fepade) tratan de desenmarañar, de descifrar el origen de los
recursos declarados por los partidos, en efectivo y en especie, cuyo monto
suele superar el establecido legalmente, y que son aportados por los llamados
“poderes fácticos”, entre ellos los oligárquicos, como forma de asegurar la
derrota de algunos candidatos y de asegurar el triunfo de quienes velarán por
sus intereses. En la contraprestación, ambos miembros de la ecuación terminan
ganando.
Pareciera más
bien una verdadera estructura del “crimen organizado”, que se pierde en las
sombras de la ilegalidad y que, por desgracia, por impotencia, incompetencia,
negligencia o complicidad, ha transformado al INE, al TEPJF y a la Fepade en
“lavanderías” institucionales del dinero sucio.
Una
democracia cara
Entre 2000 y
2016, según datos de la Secretaría de Hacienda, el presupuesto real total del
INE aumentó 49 por ciento, al pasar de 8.4 mil millones de pesos a 12.6 mil
millones de pesos. El acumulado fue por 166.8 mil millones, 9.8 mil millones en
promedio anual.
La parte
correspondiente a los partidos, en cambio, decreció 9 por ciento. En promedio
anual recibieron 3.4 mil millones de pesos, lo que acumula un total por 58 mil
millones. El resto de los 166.8 mil millones, se drenó a la estructura
burocrática del INE: 108 mil millones, 6.4 mil milones cada año. En esos años
su presupuesto aumentó 93 por ciento.
Pero el
financiamiento de los partidos es engañoso, a decir de Luis Carlos Ugalde,
extitular del Instituto Federal Electoral, en su trabajo ¿Por qué más
democracia significa más corrupción?, de febrero de 2015.
Ugalde señala que
un “enorme” volumen de “financiamiento paralelo no se reporta a la autoridad
electoral”, por el hecho de que es ilegal.
“Las campañas se
fondean con desvío de recursos públicos y con aportaciones ilegales de otras
fuentes: contratistas que quieren asegurar negocios con el nuevo gobernador o
el nuevo alcalde; constructores que quieren ganar licitaciones de obra pública
a modo; hoteleros, antreros o comerciantes que quieren permisos de uso de
suelo, concesiones, otros permisos. Un aportador no infrecuente, lo sabemos
ahora, es el crimen organizado”.
Durante las
campañas, agrega, los partidos “llevan un sistema de contabilidad doble: uno
para entregarlo al Instituto Nacional Electoral o el instituto local, donde se
cuida de no rebasar el tope legal de campaña; otro donde se asientan los gastos
reales. Con frecuencia también hay bodegas dobles: una para mostrar a los
auditores electorales y otra donde se almacenan todos los materiales de
campaña”.
De acuerdo con
un estudio coordinado por Integralia y el Centro de Estudios Espinosa Yglesias,
las campañas cuestan varias veces más que los topes que la ley establece: “por
cada peso de financiamiento público que se gasta en una campaña, hay tres pesos
que se ven ni se reportan. Se trata de un sistema de simulación que asemeja a
un iceberg: sólo se ve la punta, pero la mayor parte de lo que se gasta ocurre
debajo de la mesa mediante sistemas de una economía de trueque: dinero en
bolsas de papel, pagos en efectivo, triangulaciones que no pasan por el sistema
bancario”, sostiene Ugalde.
“El mayor efecto de este sistema de
financiamiento paralelo es la enorme corrupción que está gestando: cada
gobernador o alcalde ‘importante’ que llega a la silla, debe a sus
patrocinadores varios cientos de millones que debe pagar. Si fue dinero público
que donó el gobierno del estado u otro gobierno, no se paga en efectivo, pero
sí con impunidad o con otro tipo de favores políticos, lo cual puede resultar
más caro en términos sociales. Pero si es dinero de particulares, se les debe
pagar con obra pública, contratos o tomando dinero de la caja”.
Fuente.-
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