Llega el padre Fili con su brazo derecho en cabestrillo. “Me lesioné el manguito rotador”, dice, señalando un árbol enorme, que da algo de sombra al centro. “Estábamos colgando esas pelotas de las ramas. ¿Ves que tienen las piedras de contrapeso? Pues tiré una piedra y ya”. Es grande el sacerdote. Alto, ancho. Tiene cuerpo de luchador. Pero su aspecto engaña. De voz suave, el religioso despliega su poder en las distancias cortas. Hablando. “Ven, tomemos café”, dice.
Filiberto Velázquez tiene 39 años y dirige desde hace cinco el Centro de Derechos Humanos Minerva Bello, cerca de Chilpancingo, la capital del Estado de Guerrero. Su nombre ha cobrado protagonismo este enero, por las denuncias que ha hecho de ataques armados en la sierra de Tlacotepec, inmersa en una disputa entre grupos criminales. El religioso despacha cada día desde el centro, que levantó gracias a la venta de unos terrenos de su padre. Dos policías de paisano le custodian.
El sacerdote ilustra la última camada de padres coraje en México, una larga tradición de religiosos que se rebelan contra las consecuencias de la violencia en el país. Velázquez menciona a Alejandro Solalinde, que hizo carrera denunciando los ataques de criminales contra migrantes en la ruta del Golfo, y al padre Goyo López, que señaló hasta el cansancio las andanadas de las mafias en Michoacán. Él los mira y aprende, pero con matices. “Es un riesgo perderse en el protagonismo. Yo no quiero que mi trabajo gire en torno a mí”, señala.
El agua hierve mientras el padre Fili -así se hace llamar- pide ayuda para abrir la bolsa de café, cosechado en la sierra de Atoyac, al otro lado del Estado, en la Costa Grande. El clima es agradable en Chilpancingo, la temperatura no llega a los 30 grados. Velázquez habla de sus inicios, de sus estudios de seminario en la Universidad Saint John’s, en Minnesota, de su estadía de 10 años en un monasterio, en el mismo estado. Iba para monje, pero se dio cuenta de que la vida contemplativa no era lo suyo. “Quise volver a México, a trabajar en temas de justicia social”, cuenta.
Llegó a Guerrero atraído por el caso de los 43 estudiantes desaparecidos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, que funciona en el municipio de Tixtla, no muy lejos del Minerva Bello. Pronto, estableció un servicio de apoyo legal a los estudiantes de la escuela. A la vez, empezó a contactar a familiares de personas desaparecidas del Estado, con la idea de armar un frente común ante las autoridades. Y mientras todo eso ocurría, se dio cuenta de algo que influiría en su trabajo posterior: la omnipresencia del crimen, la imposibilidad de hacer su trabajo sin relacionarse con sus líderes.
Sentar a los malos
“Yo conocí a mi primer narco en julio de 2021″, dice, algo travieso, el sacerdote. Acaban de llamar por teléfono, para informarle de que la Secretaría de Gobernación ha extendido tres meses las medidas de seguridad que le otorgó, la escolta armada. Le dice a uno de los policías que ya puede deshacer la maleta, medio en broma, medio en serio: en noviembre, hombres armados atacaron a balazos su camioneta, su primer atentado. Tiene alguna idea de quién lo hizo, idea que enlaza con sus percepciones del mundo criminal de Guerrero.
Lo del primer narco fue durante la misa inaugural de un compañero, en un pueblo de la zona. “Allá estaban, sentados juntos, un obispo, un presidente municipal y un líder del crimen organizado”, cuenta. “Fue cuando acabé de abrir los ojos”, añade. El obispo, claro, era Salvador Rangel, a cargo entonces de la diócesis Chilpancingo - Chilapa. Ahora retirado, Rangel fue y es una figura controvertida. Siempre habló con líderes criminales, defendiendo el diálogo sobre toda consideración. Nunca se escondió.
El padre Fili ha crecido bajo el ala de Rangel, que le ordenó sacerdote meses antes de aquel episodio de la misa. Y, como él, habla con los narcos locales. “El arraigo cultural del crimen, del narco aquí, es una realidad”, explica. “Te puedo decir que no habrá un solo sacerdote en esta diócesis que no conozca a un narco de estos. Nadie está exento de que en una fiesta patronal, o lo que sea, aparezca uno de ellos”, defiende.
Hace poco, fue a desayunar con Onésimo Marquina, alias Necho, líder del grupo criminal Los Tlacos, con base en Tlacotepec. Velázquez ha viajado constantemente a comunidades de la sierra este último año. Y ha denunciado que integrantes del grupo enemigo de La Familia Michoacana asedian a sus pobladores, en una lógica algo maniquea, donde unos -Los Tlacos- parecen buenos, y otros, La Familia, malos. El sacerdote defiende que, más allá de esa clasificación, lo cierto es que, en este caso, La Familia ataca y los otros, se defienden.
“Don Necho me invitó a desayunar porque quería agradecerme que haya estado denunciando los ataques en la sierra”, dice. “¿Qué vas a hacer? Tampoco te puedes negar, al final, te mueves en su territorio. A lo mejor no es ortodoxo o no está bien visto, pero uno acaba hablando con ellos y a veces resulta beneficioso”, añade. “Mi objetivo ahora es sentar a don Necho y don Celso para que pare la batalla de Chilpancingo”, explica.
Don Celso es Celso Ortega, líder del grupo criminal Los Ardillos, en pugna con Los Tlacos por la capital: sus rutas y sitios de transporte público, los mercados de comida y los de droga… En julio, uno y otro grupo chocaron, poniendo Chilpancingo patas arriba, con vehículos quemados, agentes retenidos y ataques al Palacio de Gobierno. Según explicó entonces el exobispo Rangel, cercano al propio Ortega, eran Los Ardillos quienes habían tomado la capital, pero porque Los Tlacos se habían adueñado de la capital en años pasados.
Aunque la situación parece algo más tranquila, lo cierto es que Chilpancingo registra asesinatos cada semana. Este viernes, sin ir más lejos, criminales entraron en un bar y atacaron a balazos a un grupo de hombres, al parecer agentes de la Fiscalía local. Tres murieron y uno más resulto herido. La dependencia informó horas más tarde de que el ataque “es consecuencia de la pugna delictiva que mantienen Los Tlacos y Los Ardillos”. La tarea del padre Fili no parece fácil.
Velázquez viaja a Ciudad Altamirano en la tarde, por un evento de la Iglesia. La charla continúa delante de un pozole blanco, en un local típico de Chilpancingo. En Guerrero, los jueves no se perdona el pozole. Altamirano es parte de los pueblos bajo el control del grupo criminal La Familia Michoacana, que tiene su feudo en la región de Tierra Caliente desde hace al menos una década. El sacerdote no ha tenido contacto con sus líderes, los hermanos Johny y José Alfredo Hurtado Olascoaga.
No parece la mejor idea tomar la carretera, ir hasta Iguala, y de ahí manejar hacia Altamirano, atravesando una región en manos de aquellos a los que ha criticado, por sus ataques en la sierra. El sacerdote habla por teléfono con un agente de la Guardia Nacional, que le explica que ahora hay muchos efectivos en la zona. Velázquez se queda algo más tranquilo, lo justo. “La parte negativa es que con toda la exposición que he tenido, esos actores incómodos han salido de su escondite”, reflexiona.
El sacerdote se refiere a los acontecimientos de Buenavista de los Hurtado. El 4 de enero, Velázquez denunció que La Familia había atacado a un grupo de 30 pobladores en esa pequeña comunidad serrana, límite entre las áreas de influencia de un grupo y otro. En redes sociales aparecieron vídeos de la refriega. En uno se veía los cuerpos de varios hombres, muertos, desmembrados, tirados en una camioneta. En otro, sus cenizas, después de la quema.
El padre Fili corrió a la sierra, como ha hecho en innumerables ocasiones estos meses. Fue él, y no las autoridades, quien dijo que había al menos cinco muertos; fue él quien señaló que había otros tantos desaparecidos. Fue él quien señaló a La Familia. Fue él, también, quien obvió la vestimenta paramilitar de algunas de las víctimas que aparecían en los videos, lo que llamó la atención de muchos de los reporteros, que giraron a ver el conflicto de la sierra. ¿Estábamos delante de un ataque criminal contra pobladores, o de una batalla entre delincuentes?
Velázquez reflexiona de nuevo. “¿Cómo concilio ayudar a las víctimas mientras conozco a los vicitimarios? Claro, muchas víctimas han tenido una relación con el crimen organizado, pero al final… Nosotros no podemos meternos en temas de si estaba o no estaba en eso. Además, es una línea muy delgada aquí”, explica. “¿Cómo te escapas de esa realidad?”, zanja.
Fuente.-Pablo Ferri/Diario Español/