Las calles de Colima se han convertido esta semana en un escenario de guerra. Pueblos baleados, barrios que contaban más de 200 casquillos de bala, al menos 10 ejecutados y embolsados, el terror que no ha dado tregua a cualquier hora del día, durante más de cuatro noches.
CUANDO EL BORRACHO AUN NO ERA UNGIDO COMO EL CANTINERO:
Las autoridades han explicado, después de días de silencio mientras afuera rugían los balazos, lo que todos en los pueblos de la entidad con menos habitantes del país —poco más de 730.000— ya sabían: un enfrentamiento entre cárteles del narcotráfico que hasta hace muy poco eran aliados. La disputa ha escalado a tal grado que la Universidad de Colima anunció la suspensión de clases presenciales y a ella se sumó el resto de escuelas de todos los niveles. Los comercios han cerrado, nadie camina y sus banquetas se han convertido en un cementerio sin tumbas ni despedidas. El horror de la narcoviolencia a las puertas de las casas de una entidad costera que hasta hace menos de una década era el orgullo del turismo mexicano y centro de retiro para miles de personas del resto del país.
Desde este lunes, los enfrentamientos no se han detenido. Ni siquiera se han contabilizado de manera rigurosa los muertos: las cifras bailan entre unos cinco de la Secretaría de Seguridad federal y los más de 10 que han contado los medios locales. Solo el miércoles, los vecinos de la zona conurbada de Colima contaron hasta cinco balaceras en menos de una hora. Un joven de 16 años, “confundido por delincuentes”, según reportaba el medio local El Occidental, fue acribillado a tiros en su camioneta.
Mientras todo esto sucedía, las autoridades, desbordadas, trataban de contener el desastre. Agentes de la policía estatal reconocían ante la cadena Televisa que no contaban con los medios suficientes para hacer frente a una guerra de estas dimensiones. “No estamos en la posibilidad de enfrentar a los delincuentes”, apuntaba un policía de manera anónima. “Al contrario, nos vemos expuestos al traer un déficit de municiones, tenemos las municiones contadas”, agregaba.
Y como si en algún lugar de Colima los balazos no sonaran, ninguna autoridad estatal se pronunció sobre lo sucedido de lunes a jueves. Esa noche, la gobernadora de Morena, Indira Vizcaíno, que tomó posesión en el cargo en noviembre, emitió finalmente un vídeo a través de sus redes sociales para tratar de calmar a la población. “Hemos primado las acciones a las palabras”, señalaba en el mensaje. El martes, en mitad del conflicto, el Gobierno estatal se reunió con la secretaria de Seguridad federal, Rosa Icela Rodríguez y el secretario de Marina, el almirante José Rafael Ojeda.
Vizcaíno informó de que hay desplegados más de 600 soldados de la Guardia Nacional, 350 del Ejército y otros 350 de la Marina, que se suman a los 675 de la policía estatal y más de mil de las policías municipales. Pese a este nivel de despliegue, los tiroteos entre los grupos del crimen organizado continuaron. Y sobre todo, la capacidad impune de los miembros del narcotráfico para pasearse con armas propias del Ejército y desatar el terror y la muerte sin que una sola autoridad de las mencionadas se lo impida. El narco ha demostrado en Colima, como en muchos otros puntos del país, que supone un poder de facto dentro del Estado.
La guerra de estos días se ha desatado por la fractura de una célula del poderoso Cartel Jalisco Nueva Generación, amo y señor de estas tierras desde su fundación, alrededor de 2015. Uno de los grupos aliados, Los Mezcales, se ha separado del grande y ha decidido disputarle el territorio, pese a que en mitad de esa batalla intestina queden los colimenses sin ninguna relación con el crimen organizado. Junto a cuerpos embolsados o negocios baleados han dejado mensajes, narcomantas, contra unos y otros, que solo advertían de que el enfrentamiento acaba de comenzar.
Hace no tanto tiempo, menos de una década, Colima —el Estado menos poblado de México— acaparaba las portadas de la prensa nacional en contadas ocasiones: por los huracanes que tenían la maldita costumbre de tocar tierra siempre en Manzanillo o pueblos costeros aledaños; las espectaculares erupciones del volcán que maravillaban a los geólogos, sus altos niveles de vida, grandes playas, una temperatura envidiable de 25 grados de media todo el año, uno de los puertos más grandes del Pacífico. Colima era todo eso, hasta que la ola de violencia que arrasó sin ningún orden el país en 2015 —y que no se ha detenido— comenzó a colocarlo como el más peligroso de México. Para un Estado de menos de un millón de habitantes, la cifra de asesinatos estaba disparada. La tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes es de 65,7; una de las ciudades más violentas del mundo, San Pedro Sula (Honduras) cerraba 2021 con una cifra menor, 41.
Y aunque en 2016 fue su peor año, después de meses consecutivos de colocarse en lo alto de la lista negra de la violencia, los actuales enfrentamientos y amenazas del narco en la capital y zonas aledañas advierten de una nueva etapa violenta para la entidad. El caso de Colima se suma al de otros azotados sin tregua por las batallas del crimen organizado, Guanajuato, Zacatecas —con matanzas y colgados de puentes casi diario—, Michoacán, Jalisco o Baja California. Y aunque las autoridades presuman una contención general de los homicidios, la cifra media que se ha alcanzado en los últimos cinco años es tan insostenible (casi 100 al día), que la seguridad se ha convertido en la gran tarea pendiente del presidente Andrés Manuel López Obrador, cuyo eslogan de campaña Abrazos y no balazos, le pesa cada día más.