Raúl Flores, alias El Tío, fue detenido en un operativo a cargo de agentes ministeriales en Zapopan, Jalisco, el 20 de julio de 2017. Pero no se supo nada de su arresto hasta casi tres semanas después.
Discreto y metódico, Flores era un capo prácticamente desconocido hasta que el 9 de agosto el Departamento de Tesoro soltó una bomba, al acusar al futbolista Rafa Márquez y al cantante Julión Álvarez de ser sus prestanombres e incluirlos en la llamada lista negra de Estados Unidos.
La decisión de Washington puso en duda la participación de Márquez en el Mundial de Rusia 2018 y obligó a Álvarez, uno de los artistas más famosos de México, a retirar su material de plataformas como YouTube, Spoitfy y Apple Music.
La cobertura mediática se centró en eso, hasta que ambos pudieron limpiar su nombre: el exdefensor del Barcelona fue absuelto por la justicia mexicana a principios de 2018 y por la estadounidense en 2021, mientras que el intérprete de norteño-banda fue redimido en 2022 y pudo volver a dar un concierto del otro lado de la frontera el año pasado. Lejos de los reflectores, Flores no corrió con la misma suerte. Dio la batalla durante cuatro años hasta que fue extraditado y finalmente sentenciado el pasado viernes a 21 años y 10 meses de cárcel por tráfico de cocaína.
Las sanciones impuestas por el Tesoro estadounidense pusieron al descubierto un extenso entramado utilizado para blanquear el dinero: 21 mexicanos y 42 empresas fueron señaladas por Washington, entre familiares y colaboradores cercanos. En el imperio de empresas fachada de Flores había un famoso casino en la zona metropolitana de Guadalajara, un equipo de fútbol de Segunda División, restaurantes, bares, compañías ligadas a la industria musical, los servicios de salud y el turismo. Fue el trabajo de más de 30 años entre los negocios legales e ilegales, y el fruto de incontables relaciones con los poderes fácticos y políticos del país que le permitían pasearse sin escoltas y a sus anchas. Estados Unidos calcula en cientos de millones de dólares sus ganancias a lo largo de los años. El juez de Washington D.C. que lo sentenció la semana pasada le ordenó que devolviera una suma que ronda los 280 millones.
El Tío, de 71 años, llamó la atención del narco desde los años ochenta, cuando tejió una sofisticada red que importaba fayuca de Estados Unidos, como se llamaba en México a los productos estadounidenses que no se encontraban en el país y que cruzaban la frontera sin pasar por la aduana, de acuerdo con el sumario judicial. Flores traía ropa, relojes y electrónicos en camiones de carga que recorrían miles de kilómetros antes de llegar a los consumidores finales. En 1983, un capo colombiano le vio potencial en el negocio y le presentó a Joaquín El Chapo Guzmán, de acuerdo con documentos judiciales a los que ha tenido acceso este periódico. El líder del Cartel de Sinaloa lo acogió y a partir de ahí el flujo de mercancía cambió de forma radical: Flores dejó de traer fayuca del norte, ahora llevaba cocaína de México a la frontera con Estados Unidos. Ahí, El Chapo la introducía en túneles para cubrir la demanda de droga del inmenso mercado estadounidense.
De a poco, se fue ganando la confianza del patrón, que le presentó a capos como Arturo y Héctor Beltrán Leyva —en aquellos tiempos aliados de El Chapo y después, sus enemigos— y le encomendó también el transporte de las ganancias a México. Para finales de los ochenta, Flores ya invertía en sus propios cargamentos de cocaína y se convirtió en emisario directo de Guzmán con otros narcos. Paso a paso fue entendiendo cómo cambiaba el negocio, primero movía la droga en avionetas y, ya entrados los años 2000, por mar. Los contactos del Tío se extendieron por toda Sudamérica: recibía cargamentos de Brasil, Perú, Bolivia y Colombia.
En el pico de sus operaciones, Flores importaba a México dos toneladas de cocaína a la semana desde Centroamérica y Sudamérica. No sólo conocía la logística, también tenía buenas relaciones con altos mandos de la Policía y de los militares. Llevar la droga a EE UU no era un problema: en cuestión de días enviaba más de la mitad de lo que recibía a territorio estadounidense, de acuerdo con las autoridades. “Utilizaba métodos extraordinarios para encubrir los cargamentos, pagaba sobornos para facilitar sus actividades de tráfico de cocaína, usaba aviones no comerciales para transportarla, y lavaba ganancias sustanciales que recogía a través de su red de empresas y de profesionales del blanqueo”, se lee en un escrito presentado por los fiscales. En el historial de dinero sucio entregado por el empresario había desde funcionarios de alto nivel de la extinta Procuraduría Federal de la República (PGR, ahora Fiscalía) hasta jefes de puerto y operadores en el Aeropuerto Internacional de Ciudad de México.
Las zonas de influencia y las entidades asociadas a Flores.
Al amasar experiencia con el paso de los años, El Tío se afianzó como un traficante independiente y amplió sus conexiones con otras organizaciones criminales, protegido durante años por El Chapo. Volvió a interpretar las señales de cambio y empezó a trabajar con el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), cuando el grupo se convirtió en el enemigo de Sinaloa y se hizo con el control de Jalisco, el Estado donde vivía y donde era “un empresario reconocido”, según la Fiscalía. También trabajó con el Cartel del Milenio, un predecesor directo del CJNG que estuvo aliado con Sinaloa, y con el clan de Rafael Caro Quintero, conocido como el narco de narcos.
Entre medias, tuvo una breve incursión en la política, pagando campañas de familiares y allegados a cargos locales. En 2013, fue detenido en México, pero salió de prisión apenas dos años más tarde. Volvió pronto al negocio a partir de conexiones que hizo en la cárcel. Sus abogados defienden que lo hizo por necesidad y cuando se le habían cerrado todas las puertas para ganar dinero de forma lícita. Cayó cuatro años más tarde en un operativo de la PGR, la instancia a la que llegó a pagar por protección, según el sumario judicial.
En 2021, Flores llegó por fin a sentarse en el banquillo de los acusados en Estados Unidos, bajo la amenaza de “evidencias abrumadoras” en su contra, que incluían testimonios de sus antiguos socios, grabaciones de sus actividades criminales e intercepciones telefónicas. Siempre de bajo perfil, El Tío rechazó la posibilidad de enfrentarse a un juicio con jurado para evitar el foco mediático y se declaró culpable en marzo del año pasado del único cargo en su contra: conspiración para distribuir al menos cinco kilógramos de cocaína (el mínimo para ser considerado un delito grave).
Pese a la admisión de culpa, la Fiscalía y Flores no lograban ponerse de acuerdo sobre cuestiones fundamentales del caso. El Tío y sus abogados sostenían que era un mero intermediario y aseguraban que las autoridades estadounidenses exageraban al calificarlo como un gran capo. Además, el acusado defendía que, si bien se había inmiscuido en el trasiego de cocaína, no había traficado más de 450 kilos a lo largo de su carrera criminal. Los fiscales le achacaban más de 120.000 kilos.
Flores quiso colaborar y se sentó dos días con las autoridades para ver si podía convertirse en cooperante a cambio de recibir beneficios en su sentencia. Pero los agentes nunca lo vieron como una fuente confiable: lo acusaron de fabricar evidencia en el proceso judicial y de intimidar a testigos en pleno tribunal. Cuando una persona estaba declarando en su contra en el estrado, El Tío le sacó la lengua como gesto para para que no dijera demasiado. Sus abogados dijeron que todo fue un malentendido, que tenía un tic nervioso que no podía controlar.
La defensa de El Tío reclamó que su cliente sufría acoso en la cárcel, que era blanco de burlas y acoso por no hablar inglés, que fue golpeado por su compañero de celda y que su edad avanzada ameritaba que recibiera la pena mínima de 10 años en prisión. También dijeron que los testimonios en su contra eran “una amalgama de falsedades”. En el extremo contrario, la Fiscalía afirmaba que la cadena perpetua era un castigo “razonable, apropiado y acorde a la gravedad de su crimen” y exigían que le fueran incautados 680 millones de dólares en ganancias.
“Durante más de tres décadas, Raúl Flores Hernández trabajó con los líderes de los carteles más grandes y violentos del mundo”, se lee en el comunicado del Departamento de Justicia de EE UU. En solo un puñado de audiencias que pasaron desapercibidas, el caso de El Tío, el capo que no dejaba rastro, sacó a la luz el uso de traspasos de jugadores para el lavado de dinero; métodos de tráfico de droga en trenes, barcos y aviones, y algunas pinceladas de la compleja red de contactos políticos, empresariales y del narco que le permitieron amasar una fortuna. Pero el caso, que se prolongó durante más de seis años fue solo eso: apenas una pincelada. Al final, la sentencia se dio, igual que su arresto y todo su proceso legal, de forma discreta. Como él quería, como siempre se manejaba.
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