La semana anterior pasará a la historia como una de las peores crisis en materia de seguridad y violencia criminal que haya vivido este país, en la larga y dolorosa noche negra de 16 años desde que Felipe Calderón declaró la guerra a los cárteles de la droga.
Paradójicamente, el gobierno que más ha criticado los orígenes de esta violencia en el pasado reciente y el presidente que prometió que iba a devolverle la paz a los mexicanos, hoy está exponiendo a la población civil a ser atacada de manera directa y cobarde por los narcos que han hecho de los ciudadanos el blanco de sus agresiones armadas y actos de terrorismo con los que buscan sembrar terror y muerte entre los civiles inocentes.
En su cuarto año de gobierno, Andrés Manuel López Obrador está cosechando finalmente los resultados de su polémica y fallida estrategia de seguridad y de su indolente y absurda política de “abrazos, no balazos”, con la que muy lejos de combatir “las causas y raíces” del problema de seguridad, lo único que hizo fue consentir, mimar y darle a los capos de la droga y a sus ejércitos armados de sicarios, la garantía de que este gobierno no iba en ningún caso a tocarlos, a detenerlos y mucho menos a extraditarlos. Y eso fue lo que su gobierno había hecho en sus primeros cuatro años, generando todo tipo de percepciones e interpretaciones que iban desde la incapacidad y la corrupción hasta la colusión y complicidad de la administración lopezobradorista con los Cárteles de la Droga.
Pero aunque esa estrategia no ha variado –al menos no de manera oficial ni por decisión del presidente– en los hechos la detención de Rafael Caro Quintero, ordenada y presionada por el gobierno de Estados Unidos, junto con las presiones para la extradición del capo sinaloense y su entrega la justicia estadunidense, hicieron que los líderes del crimen organizado percibieran un cambio en la actuación del gobierno y, entendieran que, si se detuvo a Caro y se le va a enviar al país vecino para ser juzgado, es muy probable que las mismas presiones de Washington, que doblaron a López Obrador para, por primera vez en su gobierno detener a un capo mayor, se repitieran para pedir la detención y entrega de otros jefes de cárteles mexicanos que figuran en las listas de los más buscados del FBI y del Departamento de Justicia, empezando por Nemesio Oseguera “El Mencho”.
Eso explicaría la operación virulenta y terrorista que desataron la semana pasada varios grupos del narcotráfico, al parecer de manera concertada y orquestada, para sembrar terror entre la población de al menos seis estados de la República: Jalisco, Guanajuato, Chihuahua, Michoacán, Estado de México y Baja California, en donde el saldo oficial de esta jornada crítica fue de 260 muertos, algunos de ellos en enfrentamientos entre criminales y las fuerzas del orden, pero también varios de ellos civiles inocentes que fueron baleados o atacados de manera artera e impune por los sicarios armados en varias ciudades.
Lo que se vivió en los últimos ocho días remite inevitablemente a los sucesos de Culiacán, el 17 de octubre de 2019 y parece ser finalmente consecuencia de aquellos hechos y decisiones que tomó el gobierno de López Obrador: si con la detención con fines de extradición de Ovidio Guzmán, hoy líder de una facción identificada como “Los Chapitos”, el presidente enfrentó una rebelión armada del Cártel de Sinaloa, que terminó doblándolo y obligándolo a liberar a Ovidio y a definir la que sería su política de “no agresión al narco”; con la rebelión de esta semana, encabezada por el Cártel Jalisco Nueva Generación y su líder “El Mencho”, apoyado en algunos otros grupos regionales en Tijuana y Chihuahua, López Obrador tendrá que tomar una decisión que será crucial y marcará no sólo a su gobierno sino particularmente a su fin de sexenio: o se planta y enfrenta el desafío y la rebelión casi nacional de los criminales o vuelve a doblarse y condena al país al desastre, a la población civil a ser blanco abierto del terror y la violencia armada del narco y a su administración al fracaso, a la ignominia y a la vergüenza histórica.
López Obrador podrá seguir con sus discursos falaces y con su efectiva manipulación de cada mañana y podrá mantener incluso a sus fanatizadas y subsidiadas bases de apoyo, pero si no enfrenta y resuelve una crisis de inseguridad y violencia como la que ha agravado en sus cuatro años de indolencia y apatía hacia la impunidad e inmunidad del narcotráfico y la que le estalló con toda su crudeza esta última semana, su “Cuarta Transformación” con toda su retórica propagandística será recordada como una etapa negra y violenta para México, mientras él cargará con sus más de 121 mil muertos hasta junio pasado, por inseguridad –sin mencionar a los más de 600 mil muertos por la pandemia de Covid–.
Pero lo más grave es que si el presidente no reacciona y enfrenta como Jefe de Estado el desafío abierto que le está planteando el crimen organizado y lejos de eso persiste en su negligente y criminal necedad de creer que por no enfrentar al narco éste no lo enfrentará a él –como ya lo está haciendo– lo que se avecina es un final de sexenio turbulento y caótico, en donde a la inseguridad y violencia se sumará la crisis económica nacional y mundial a la que aún no se le ve salida, generando un escenario negro e incierto para los mexicanos. Y sí, tal vez él se vaya, como tanto ha dicho, a su rancho a descansar, pero el país incendiado que nos deje, se nos irá al carajo.
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