Dos notas sobre la relación de gobernadores con el crimen organizado han sacudido la opinión pública en las últimas semanas. La primera de Ricardo Ravelo, un periodista con larga trayectoria en temas de seguridad y narcotráfico, en el sitio Sin embargo en la que señala al gobernador Enrique Alfaro y prácticamente a toda la clase política y el poder judicial de Jalisco de estar involucrados con el Cártel Nueva Generación.
La más reciente, esta semana, una foto publicada por El Sol de México en la que se ve al gobernador de Morelos, Cuauhtémoc Blanco, con tres delincuentes, seguido por dos excelentes columnas de Héctor de Mauleón en El Universal sobre la relación de Blanco y el PES con el narco. No son por supuesto los únicos. El caso del gobernador de Tamaulipas, Francisco García Cabeza de Vaca, se ha debatido ampliamente incluso en los congresos federal y del estado, y el recién electo gobernador de San Luis Potosí por el Partido Verde, Ricardo Gallardo Cardona, ha sido señalado por vínculos con el crimen. Para atrás, la historia hace cauda.
Si viviéramos en un lugar normal (Villalobos dixit) cualquiera de esas noticias habría puesto al país de cabeza. Si por ciertas, por lo que significa este vínculo entre poder y crimen organizado, si por falsas por la facilidad con la que en este país se escribe y acusa sin que se asuman las consecuencias. Nos hemos acostumbrado a que el poder protege al poder. Se da por descontado que detrás del crimen organizado hay, a lo menos, un acuerdo político, cuando no protección y negocios. Con la misma mala costumbre hemos asumido que, por buenas o malas razones, se puede hacer un periodismo de señalamientos, citando fuentes anónimas y que, si bien muchas veces resultan ciertos, otras simplemente se quedan en un golpe político y nadie se hace cargo de las consecuencias.
El gobernador de Jalisco dijo que ya demandó al periodista Ravelo por daño moral. Podemos discutir muchas otras acciones y actitudes de Alfaro contra la prensa, desde hacer quemas públicas de periódicos hasta acusar a reporteros de reventadores, pero nadie le puede escatimar el derecho de exigir a quien le acusa que pruebe lo que dice. En el caso de Cuauhtémoc Blanco las fotos son elocuentes y solo ha balbuceado explicaciones. Independientemente de demandas, dimes y diretes, la Fiscalía General de la República tiene la obligación de investigar qué de cierto hay en las acusaciones que se hacen en el texto de Ravelo, qué hay detrás de las fotos y las narco mantas que señalan a Cuauhtémoc Blanco como socio de narcos y, sobre todo, como autor intelectual de la muerte del activista Samir Flores.
Si viviéramos en un país normal nadie publicaría un texto citando “documentos, reporte de inteligencia y fuentes” sin hacerlos explícitos; los gobernantes no amenazarían a los periodistas ni los narcos a los gobernadores; sería la policía y no el crimen organizado la que investigaría el asesinato de un activista social y los delitos se perseguirían, no solo se intentaría disuadirlos con presencia policiaca. Pero aceptémoslo, nada tiene de normal un país donde la norma es que no se siguen las normas ni se cumplen las leyes.
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