La corrupción es un tema que domina el debate público. Es el mal que todos los gobiernos dicen querer combatir y que sin embargo persiste. La razón principal por la que no logramos acabar con este delito es simple: la impunidad.
El problema de la impunidad reside en un sistema de justicia que simplemente no funciona. ¿Qué entendemos como justicia? En sentido estricto, es un conjunto de valores esenciales sobre los cuales debe basarse una sociedad y el Estado. Estos valores son el respeto, la equidad, la igualdad y la libertad.
En un sentido formal, la justicia es el conjunto de reglas que el Estado, a través de los organismos competentes, dicta, hace cumplir y sanciona cuando no son respetadas. Esto es crucial para evitar que los delitos se repitan. Si sabes que te van a castigar, probablemente lo pienses dos veces antes de hacerlo; si tienes la certeza de que no te pasará nada, no hay motivo para no violar la ley.
En nuestro país sobran las denuncias y las acusaciones, pero faltan los responsables que paguen por sus delitos. Es como si viviéramos en un país lleno de corrupción, pero sin corruptos.
Es cierto que cada sexenio hay un “caso ejemplar” de castigo. Ya sea Elba Esther Gordillo en los tiempos de Enrique Peña Nieto o Rosario Robles en el actual gobierno, es común que haya una persona que sea el símbolo del combate a la corrupción.
Sin embargo, estos casos emblemáticos suelen ser más venganzas políticas que verdaderos actos de justicia, y nunca resuelven de fondo este problema en el país.
Así, la lucha contra la corrupción se ha vuelto más un arma de propaganda que una verdadera acción por el bien común. Hoy sirve para denostar a grupos políticos, empresas o personas en particular, pero salvo pocas excepciones nunca hay un castigo formal.
Hemos escuchado incansablemente sobre los abusos cometidos en torno al Aeropuerto de Texcoco, por ejemplo, sin que se haya señalado nunca un acto concreto de violación a la ley. Las empresas “corruptas” que se llevaron esos contratos han sido compensadas con otras obras, como el Tren Maya o la refinería de Dos Bocas.
En el umbral de la guerra electoral de este año, podremos ver múltiples acusaciones volar en todas direcciones. Los candidatos se acusarán unos a otros y denunciarán a quienes quieren reemplazar. Pero al final, solo será para ganar votos y no para corregir este problema de fondo.
Seguimos enfrentando, además, el problema de una institucionalidad que no refuerza ni respeta la transparencia, los debidos procesos administrativos o la rendición de cuentas. Todo esto es un caldo de cultivo perfecto para que prosperen los abusos, excesos y desvíos.
Así, pronto estaremos escuchando de más Estafas Maestras, de sobornos de empresas extranjeras, de robos flagrantes, y sin embargo, no cambiará nada.
Este es un problema que nos debe preocupar a todas y todos. De alguna manera, es la tolerancia social a la corrupción lo que permite que sirva como ariete publicitario sin que llegue a verdaderas consecuencias y cambios.
Nos corresponde, a las personas y a los medios, volver la corrupción algo inaceptable. Algo condenable socialmente, repudiable culturalmente. Debemos dejar de festejar los golpeteos políticos y demandar que se acabe la impunidad.
Es con ese ánimo que esta semana en Cuestione haremos un recuento de los casos que han terminado sin castigo, y analizaremos cómo, tanto a nivel federal como en los estados, se siguen presentando. También analizaremos las propuestas que existen para atajarla.Es crucial que asumamos esa responsabilidad, sobre todo en estos tiempos electorales. Solo así podremos desgajar el entramado institucional que alienta y permite la existencia de este grave problema.
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