Muy revuelta andaba la ciudad de México en los primeros meses de 1861. No se hablaba de otra cosa sino de las medidas tomadas por el gobierno juarista, con respecto de los muy cuantiosos bienes de la Iglesia: todavía quedaban ecos de los rumores y maledicencias de tres años atrás, cuando el clero amenazó con excomulgar a todo aquel que jurara lealtad a la constitución liberal.
Dándose ánimos con canciones liberales, como “Los Cangrejos” y “La Pasadita”, decenas de peones se aplicaban a demoler los recios muros de conventos y monasterios, para separarlos de los templos: don Benito Juárez volvía a despachar en Palacio Nacional, y por todos lados se hablaba de la aplicación de las leyes esas que el presidente oaxaqueño había promulgado en Veracruz. Ni los cementerios ni las muchas propiedades que las órdenes religiosas habían acumulado en la capital mexicana eran ya competencia de la iglesia católica. Pero todos aquellos hombres, contratados para derribar a mazazos las viejas construcciones, tenían algo que no acababa de ser temor, pero que se le parecía mucho. A saber cuántos años de purgatorio les iban a tocar por andar tumbando el convento tal o cual, y para sacarse de la cabeza esos pensamientos, preferían cantar: “Una cosa es cierta/ y es que en un tris-tras/ triunfó ya el partido anticlerical…”.
El problema empezó cuando aparecieron los muertos.
Gran trabajo era demoler el convento de Santo Domingo, en febrero de 1861. Se trataba de un gran conjunto, que unía al templo con la rica zona conventual, que estaba enlazado, por puertas y pasillos, con un amplio conjunto de edificaciones donde funcionaban posadas y comederos, administrados por los frailes dominicos, y que les redituaban buenas ganancias. Todos esos negocios se mantendrían en pie, pero del convento, con sus capillas, claustros y celdas, no debería quedar piedra erguida.
Los peones avanzaron, derribando todo lo que hallaban. Caían piedras, toscas o bellamente labradas, ya daba igual. Se decía que antes de eso, el gobierno liberal se había dejado caer por todos los conventos y monasterios, para sacar lo que de valor hubiese ahí, pues ya le pertenecía a la Nación. En una ciudad donde todo estaba cambiando a una velocidad endemoniada, no faltó el que acusara a los liberales de saqueadores, de vulgares ladrones. Custodias, ornamentos, pinturas, obsequios de los devotos, estaban cambiando de lugar, y nadie sabía muy bien en dónde estaban parando aquellos objetos valiosos. Pero una cosa era que el gobierno le echara mano a tantas preciosidades, y otra muy distinta es que empezaran a aparecer cadáveres.
Y peor todavía: que aquellos muertos tenían, pintados en los rostros, los gestos que delataban el más profundo sufrimiento.
Los hallazgos bastaron para que aquellos pobres peones salieran despavoridos a contar su hallazgo: ahí estaban, eran trece los cuerpos que, entre el asombro y la curiosidad, fueron surgiendo de entre las piedras.
Muertos, los dominicos guardaban muertos en los muros de sus conventos, y, si viera, señor -contaron algunos- qué caras tienen, qué dolor muestran todavía… con razón los señores del gobierno decían que no debíamos de temer de condenarnos, porque íbamos a encontrar las huellas de muchas infamias.
Y ahí están, señor, señora; pobrecitos, vaya, mírelos, con sus ropas hechas jirones, con las bocas abiertas, porque seguramente murieron gritando de dolor… mírelos, señora, señorita; mírelos, caballero… seguro que son presos de la Inquisición, y quién sabe qué secretos quisieron arrancarles, o qué delitos les colgaban… mírelos, mírelos…
LA REFORMA ARREMETE Y DESCUBRE MUERTOS.
La capital, como tantas otras ciudades en todo el país, sufría una cirugía mayor. La llamaron progreso, la llamaron Reforma. Pero los malquerientes de los liberales iban a hablar, durante décadas, de cómo esa Reforma había tenido, por instrumento esencial, un mazo que redujo a escombros la mitad de la ciudad virreinal, mostrando las intimidades de la vida religiosa de la capital.
De hecho, no era una novedad: a nadie se le olvidaba cómo, en 1856, de un plumazo, y a partir de una falsa acusación de conspiración, el enorme convento de San Francisco les había sido arrebatado a los frailes de la orden. Les habían devuelto el templo, pero el terreno con las capillas y la inmensa huerta, habían sido fraccionado y algunos predios vendidos. Tal era el origen de la joven calle de la Independencia, a la que los capitalinos apenas estaban acostumbrándose.
El 30 de enero, no bien se habían acomodado los liberales den Palacio Nacional, se había publicado la lista inicial de las fincas y capitales eclesiásticos asumidos por el gobierno: se estimaba un valor de 352 mil 205 pesos, que mucha falta le hacían al erario.
Mientras el ministerio de Hacienda intentaba llevar por el cauce correcto la venta de todos los inmuebles fraccionados, en la ciudad arreciaban los rumores, seguramente echados a rodar los religiosos en desgracia, y seguramente contenían una parte de verdad: se afirmaba que los ornamentos, algunos muy valiosos, y las alhajas de numerosas imágenes, habían sido robadas en el proceso nacionalizador.
Claro que también corrían otras historias, que animaban a los desocupados o a los muy pobres, a alistarse en las cuadrillas de demolición: se contaba que frailes y monjas habían dejado sus hogares, dejando bien ocultos y enterrados en rincones ignotos, cofres con mucho dinero y muchas alhajas, dispuestos a escamoteárselos a los liberales.
Pero hete aquí que, en el caso de Santo Domingo, ni joyas ni monedas; ni gemas preciosas, ni gruesas barras de oro o de plata. Lo que había eran huesos, cráneos con la piel pegada, esqueletos con los zapatos puestos; cadáveres secos y enteros, que, con sus cuencas vacías, miraban cosas que no eran de este mundo. Espoleados y regañados por sus empleadores, los pobres peones hicieron de tripas corazón y con cuidado sacaron uno por uno los cuerpos encontrados. Eran trece y los fueron acomodando donde un día fue el claustro de los dominicos. Así fue que los viandantes y los curiosos empezaron a enterarse el aterrador hallazgo, cuya noticia, al cabo de unas horas, era la comidilla de toda la ciudad de México.
¿QUIÉNES SON LOS MUERTOS?
Aquellos trece cuerpos desecados provocaron mil historias, pero también desataron la indignación del gobierno liberal. Es cierto que las autoridades sabían que la demolición había llegado a la parte trasera del convento, y era muy lógico que se encontraran los restos de los frailes dominicos. De hecho, esa zona se conocía como Sepulcros de Santo Domingo.
Pero nadie se imaginaba era que aparecerían momias: cuerpos desecados, con la piel apergaminada, las bocas abiertas. Aquellos cadáveres, insólitamente conservados, desataron la fantasía de los ingenuos, y la sospecha de las autoridades. En su afán de averiguar de qué se trataba aquella historia que salía a la luz, montaron un espectáculo sorprendente, aterrador y gratuito, que atrajo a toda la ciudad hacia la plaza de Santo Domingo: en grupos pequeños y grandes, jaloneándose por entrar a lo que quedaba del atrio, la gente se arremolinaba para ver a las momias.
Se crearon tres grandes grupos que defendían otras tantas hipótesis acerca del origen y la identidad de los cadáveres momificados. Los había, creyentes de buena fe, que estaban convencidos de que se trataba de santos varones que, en vida, habían sido ejemplo de virtud. Nada raro era, por tanto, que sus cuerpos no se corrompieran.
Otros aseguraban que aquellos pobres hombres habían sido enemigos de los padres dominicos y estos, en venganza, les habían mandado al otro mundo emparedándolos en los muros del convento.
Como el enfrentamiento ideológico estaba lejos de desaparecer, muchos liberales, prensa incluida, especularon acerca de una posibilidad más aterradora y acorde con el clima político. Afirmaron que aquellos 13 cuerpos pertenecían a víctimas del tribunal del Santo Oficio, la temida Inquisición, que había ocultado sus atropellos en los muros del convento.
No podía ser de otra manera, dijeron. Esa era la causa de aquellos gestos de dolor, de aquellas bocas abiertas y desdentadas, de esos rostros que denunciaban crímenes del pasado. Periódicos liberales como El Siglo Diez y Nueve y El Monitor Republicano no solo hicieron crónica del hallazgo, sino que animaron a la gente a que fuesen y contemplaran el triste legado del conservadurismo católico.Pero la realidad era, como suele ocurrir, bastante más sencilla, para desencanto de unos y de otros.
SE REVELA LA IDENTIDAD DE “LAS VÍCTIMAS DE LA INQUISICIÓN”
Resultó que ni eran víctimas de ningún atropello, ni el Tribunal del Santo Oficio estaba detrás de aquellos trece cuerpos momificados.
Indignado por las habladurías, un anciano dominico, Fray Tomás Sámano, usó las páginas de un periódico conservador, El Pájaro Verde, para aclarar el origen e identidad de las 13 momias. Comenzó a circular, al mismo tiempo, un folleto sin firma, producido por la imprenta de Inclán, de la calle de San José El Real número 7. Aquella publicación, titulada “Apuntes biográficos de los trece religiosos dominicos que en estado de momias se hallaron en el osario de su convento de Santo Domingo de esta capital”, contenía una rápida crónica del alboroto armado en torno a los cadáveres, de los que hacía una descripción fiel.
Aunque el folleto no estaba firmado, trascendió que había sido elaborado por un “Doctor Orellana” del que no se supo mucho más y que posiblemente fuese un seudónimo del dominico Sámano.
La publicación llamaba la atención del lector sobre detalles que disolvían las maledicencias. Primero, las momias provenían del osario de los dominicos no de muros ocultos o celdas malolientes. Segundo, que, pese a lo impactante del aspecto de las momias, espectáculo que a muchos causaba “terror o asco”, había en ella numerosos detalles que permitían identificarlos como dominicos: “tenían algunos el cinto, otros zapatos o fragmentos de los hábitos, señas del cerquillo, y uno de ellos el hábito entero, por lo que luego todos se convencían de que las comentaciones hechas en el público no eran otras cosa que mentiras fraguadas por algunos charlatanes que por ignorancia o malicia esparcían tan extraviados conceptos”.
Era evidente que Orellana contaba con los papeles del convento, que, incluso, le permitieron enunciar los nombres de todos y cada uno de los cuerpos, de acuerdo con el orden en que habían sido depositados en el osario.
Así, pudo establecer que la momia a la que le asignó el número 2, no era otro que el famoso Fray Servando Teresa de Mier. Orellana detalló que en 1817, en los días que llegó a la Nueva España en la expedición de Xavier Mina, el padre Mier fue herido en un brazo que le quedó inutilizado: la momia tenía un brazo doblado.
Así, Fray Servando, célebre por defender el proyecto republicano y federal, por haberse enfrentado al emperador Iturbide, por haber sido enjuiciado por la Inquisición y haber vivido para contarlo; notorio por incómodo, claridoso, mitómano y candoroso cuando le convenía, volvió a la escena pública
El folleto acalló, como por arte de magia, las habladurías: el crimen no existía, nunca se cometió. Eran, simplemente, ancianos dominicos que habían sido enterrados en su convento y a los que, por algún peculiar fenómeno, ni el tiempo ni los elementos habían podido reducir a polvo.
¿QUÉ FUE DE LAS MOMIAS?
En cuanto quedó claro de quiénes se trataba, al gobierno liberal dejó de interesarles el alucinante conjunto de momias, pero la verdad es que no sabía qué hacer con ellas. Después, Orellana dio cuenta de que una de las momias fue donada a la Escuela de Medicina para ser estudiada.
Otras cuatro momias fueron entregadas a “un viajero” que, imitador de P.T. Barnum, les exhibió por Europa en lo que llamó “El Gran Panóptico de la Inquisición”, continuando la leyenda macabra en torno a los dominicos momificados. Se dijo que una de esas momias viajera no era otra que la de Fray Servando.
Poco después, Manuel Payno, atraído por el caso de las momias, dijo tener novedades: estaban de gira por Chile y Buenos Aires, y allí las admirarían como huella de un pasado superado. Llegó otro chisme: el barco que las transportaba zozobró en las costas argentinas, y allí, tal vez, Fray Servando habría encontrado, tan lejos del México de sus amores, el descanso eterno, a varios cientos de metros de profundidad marina.
En algún momento de ese agitado febrero de 1861, alguien fotografió a algunas de esas momias, entre ellas la del padre Mier. Esa imagen todavía anda por ahí, dando tumbos, rebotando en internet. Es la única huella que queda de un crimen inventado, que, con unas pocas páginas, se deshizo en humo.
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