La Secretaría de la Defensa se opone a crear una comisión responsable de la investigación sobre los 43 estudiantes de Ayotzinapa, desaparecidos desde finales de septiembre de 2014.
El abogado de la Sedena, general Alejandro Ramos Flores, teme que los militares afectados por la tarea de esta comisión vean lesionados sus derechos. Le parece “sospechoso que toda la carga de la ira… que la principal preocupación del caso sea que se busque responsabilidad del Ejército por una supuesta omisión”. (EL UNIVERSAL 01/10/18).
Se equivoca la Sedena al suponer que la comisión para la justicia y la verdad propuesta por el Poder Judicial y respaldada por el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, busque responsabilizar al Ejército.
En todo caso, quien debe ser investigado es un sujeto puntual: el general Alejandro Saavedra Hernández, porque era el jefe de la zona militar número 35 cuando ocurrieron los funestos hechos, y por tanto quien tenía mando sobre el 27 batallón de Infantería que, en efecto, habría actuado de manera omisa aquella noche.
No es posible todavía explicar por qué la Secretaría ha cerrado filas con el general Saavedra, pero es evidente que al hacerlo asignó al Ejército —como institución— una responsabilidad que le rebasa.
Desde el principio la Sedena se ha negado a cualquier forma de escrutinio con respecto a la actuación de Saavedra y sus subordinados, a pesar de que tuvieron un papel inocultable en los hechos.
Las pruebas abundan: en el centro de control, comando, comunicación y cómputo, conocido como el C4 —instancia dedicada a la seguridad en Iguala— hubo todo el tiempo dos elementos de inteligencia militar que reportaron los hechos a sus superiores, desde el momento en que comenzaron a ocurrir.
Los reportes emitidos fueron enviados al coronel José Rodríguez Pérez quien, a su vez, mantuvo informado al general Saavedra Hernández de cuanto estaba pasando.
El testimonio de un soldado de apellido Mota confirma que los mandos del batallón 27 ordenaron a sus efectivos acudir a los focos donde estaba transcurriendo la violencia, tales como el Palacio de Justicia y la Central de Autobuses. También, gracias a este militar, se sabe que recibieron órdenes de levantar imágenes sobre los acontecimientos.
Existe igualmente evidencia de que se instruyó a los efectivos patrullar la ciudad de Iguala durante los momentos más álgidos. Hay testimonios que ubican a los militares, por ejemplo, en el Hospital General y también en la Clínica Cristina.
Los efectivos reportaron haber visto cadáveres y heridos, y existen testimonios de que fueron ellos quienes encontraron a la víctima, Julio César Mondragón, después de que hubiera sido desollado.
Este patrullaje no podría haber ocurrido sin las órdenes de Saavedra Hernández y cuesta trabajo suponer que la información recabada por los soldados no haya subido, en tiempo real, hasta su oficina en la zona militar número 35.
Y, sin embargo, el comandante decidió no hacer nada: fue omiso, tal como dice el abogado de la Sedena.
Cuando el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) solicitó que 16 efectivos del Ejército —cuya presencia en Iguala fue plenamente identificada— acudieran a rendir declaración, desde la cúspide de la Sedena se obstaculizó la investigación y con ello la justicia.
Si se necesita como medida extraordinaria una comisión para conocer la verdad y producir justicia es precisamente porque la Sedena, entre otros actores, ha impedido que se concluyan los procedimientos que nuestra Constitución prevé.
La paradoja es grande: quienes ayer lesionaron los derechos de las víctimas acusan hoy al Poder Judicial y al próximo gobierno de la República de impulsar una investigación sesgada y distante de las garantías constitucionales.
Al revés: no se trata de dar cauce a la ira, como dice el abogado militar Ramos Flores, sino de reencausar la vigencia de una Constitución que fue masacrada, junto con las víctimas de Iguala, la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014.
Tan importante es proteger a Alejandro Saavedra Hernández que su nombre se halla en la lista de propuestas que el general Salvador Cienfuegos hizo al presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, para que lo suceda al frente de la Sedena. Un reconocimiento explícito de que el cinismo y la indecencia pueden ser infinitos.
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