Érase que eran unos traficantes de droga.
La droga era potente, mortífera, con inmenso poder adictivo. Los traficantes, como buenos criminales, como bandidos de cepa, querían borrar a la competencia. Quedarse con la plaza, establecer un monopolio.
Y para eso, hacían lo que hacen los mafiosos. Iban con los vendedores de droga, los de las tienditas, los que estaban en la calle, y los amenazaban de muerte. O de cerrarles el negocio. Además de robarles o destruirles la mercancía que les había llegado de otras bandas.
Como otros mañosos en otros momentos, estos tipos se disfrazaban de policías, se hacían pasar por la autoridad. Con arma al cinto. Con charola en mano. Con total cinismo. Robaban, golpeaban, intimidaban. Presumían de su red de protección.
Y es que la tenían. O parecían tenerla. Según algunos reportes, el jefe de la banda era un policía. Federal para acabarla de fregar. Ministerial en dos ocasiones, la segunda después de una temporada en prisión. Asociado, según la versión de un autodefensa michoacano, con el Cartel de Jalisco Nueva Generación.
La banda era de prácticas violentas. Los distribuidores que seguían vendiendo el producto de la competencia eran tableados brutalmente. Uno, según contaban, fue torturado con un soplete. Otro acabó baleado. Algunos vivían escondidos y otros tuvieron que salir huyendo, desplazados de sus comunidades.
El grupo tenía presencia en no menos de ocho entidades federativas, en la costa del Pacífico y del Golfo, en la frontera con Estados Unidos y en la de Guatemala, desde Sonora hasta Tabasco.
Para completar el cuadro, el asunto no se limitaba a territorio mexicano. Esto era, a todas luces, delincuencia organizada trasnacional. Al parecer, el grupo tenía conexiones en Europa y era parte de un enorme entramado de lavado de activos, con una compleja arquitectura empresarial. La banda había adquirido tamaño suficiente para detonar una investigación del Departamento de Justicia en Estados Unidos.
¿Y la droga? Pues fluyendo alegremente. Con disponibilidad ilimitada. A bajísimo precio. Al alcance de cualquier adolescente con un poco de iniciativa.
Un desastre, por donde se le vea.
Dado eso, tal vez habría que romper tabús y quebrar paradigmas. Tal vez habría que sacar el mercado de las sombras y someterlo al control del Estado. Tal vez sería necesaria una perspectiva de salud pública y reducción de daños. Tal vez tocaría regular la sustancia.
Sí, pero ese abordaje tiene un pequeño problema en este caso específico: la droga en cuestión es legal desde siempre y está regulada hasta la ignominia. Se llama tabaco.
Todo lo anterior lo saqué de una serie de reportajes publicados por Carlos Puig y Galia García Palafox en Milenio (https://bit.ly/2Rcf3pp). Allí describen la operación de un llamado Cártel del Tabaco que, entre otras cosas, disfraza a su gente de inspectores del SAT o Cofepris, y lleva a cabo incautaciones ilegales de marcas distintas a la del grupo. Según cuentan, se habrían registrado más de 300 incidentes de ese tipo desde finales de 2017.
Lo que pintan es básicamente indistinguible de la operación de una banda de narcotraficantes. Con la diferencia de que aquí estamos hablando de un producto legal.
¿Y por qué sucede esto? ¿Por qué, en un mercado legal de una sustancia legal, hay actores económicos que se comportan como bandidos y recurren al plomo para resolver disputas? Porque pueden. Porque la impunidad es generalizada. Porque las instituciones son frágiles.
Y eso debería llevar a una conclusión: el problema de fondo no son las drogas o la prohibición. No del todo.
El problema de fondo es el Estado. O, para ser más preciso, su ausencia.
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