Asesinatos y violaciones seriales, manejo de cárteles de drogas, secuestros, crímenes de cuello blanco y multihomicidios. Estos son algunos de los delitos de los que se les acusa a los 549 hombres que actualmente están tras las rejas en la Zona Diamante, el módulo de más alta seguridad en el sistema penitenciario no federal de la Ciudad de México, ubicado dentro del penal varonil de Santa Martha Acatitla.
Al revisar los expedientes de sus huéspedes, es común encontrarse con condenas de 100, 300 o hasta 650 años. Pero eso no es lo verdaderamente importante. Lo que sí es, y lo que en realidad los hace estar ahí y no una cárcel “normal”, es que son considerados reos de alta peligrosidad que cometieron delitos del fuero común.
Un ejército de custodios altamente entrenados y cientos de cámaras en circuito cerrado los vigilan día y noche. Los tienen clasificados en cuatro categorías distintas —que corresponden al tipo de celdas que les asignan en cuatro distintas alas— según su grado de amenaza potencial hacia los demás. Por eso sus actividades al aire libre y hasta las horas de comida están escalonadas y programadas de tal forma que no puedan tener el más mínimo contacto entre sí.
La Zona Diamante, creada hace apenas ocho años, está aislada del mundo. Se encuentra ubicada en lo más profundo de Centro Varonil de Reinserción Social (Cevareso) de Santa Martha Acatitla, y para acceder a ella ha de tenerse una razón de peso por la cuál ingresar, paciencia para salvar numerosos filtros de seguridad y mucha templanza.
Quien logra llegar hasta el Diamante tuvo que haber pasado por revisiones exhaustivas, sellos invisibles en las muñecas, pruebas de validación de los mismos con luz negra y un pasillo que atraviesa los campos deportivos de la cárcel y que, casi llegando al anexo, está flanqueado por púas y gruesos muros de concreto. Ingresar es un desafío.
Días en serie
Gustavo López cuenta cómo le dio el tiro de gracia a un policía dentro de su patrulla, con la naturalidad de quien relata lo que hizo el fin de semana. Dice que en ese entonces no sabía lo que hacía, pero que el agente le había disparado primero y que eligió entre su vida o la suya.
El hombre de 53 años dice que lleva encerrado 35, pero que sin duda su existencia dio un giro el día que, “por rebelde, agresivo y violento”, lo cambiaron del Cevareso a la Zona Diamante. Siente que envejeció bruscamente desde que lo confinaron a ese reducto sospechosamente silencioso, que puntualmente se convierte en una nevera cada que llega el invierno.
“Llegué a este lugar y me cortaron las alas. No tengo para dónde caminar, hacia dónde ir. El tiempo pasa lento. Además, mi familia se olvidó de mí. Desaparecí para ellos y ellos para mí, hasta hace un mes que logré encontrarlos y contactarlos”, asegura.
Ahora se porta bien, dice. A Gustavo le quedan cinco años adentro, pero tiene la esperanza de que lo dejen ir antes si acata religiosamente la rutina diaria que les impone el encierro.
Los días en Diamante siempre empiezan igual, como si los produjeran en serie:
· 8:00 horas, pase de lista.
· 9:00, desayuno. Luego dos horas de patio.
· 12:30, comida. Después hay talleres, terapia psicológica o psiquiátrica —según sea el caso—.
· 18:00, cena. Luego cada quien a su celda individual, de dos, tres o hasta cinco personas.
Todos los reclusos tienen derecho a hacer una llamada telefónica de 10 minutos al día. También los dejan tener visitas una vez a la semana, de lunes a viernes. Pero siempre deben vestir de azul marino. No pueden cargar con efectivo, ni siquiera para sus compras en la tiendita comunal.
Tampoco pueden tener electrodomésticos, a menos que se trate de las televisiones diminutas que a veces les dejan adquirir, como premio a su buen comportamiento. Nada de actividades mediante las que pudieran tener acceso a herramientas puntiagudas, ni de celebraciones especiales que no sean las que la dirección decide que son importantes.
Pero el módulo tiene aún más que ofrecerle al universo penitenciario. En alguna coordenada del Diamante —de la que ningún encargado se atreve a revelar detalles, por cuestiones de confidencialidad— hay un área con aún más seguridad. No tiene nombre, pero alberga a prisioneros que cometieron delitos verdaderamente graves, y quienes prácticamente no tienen derecho a salir de su celda, a menos que sea acompañados de un guardia.
Por eso, cada situación fuera de lo común en esta pequeña ciudad bajo escrutinio es un gran suceso. Ya sea que se trate de la visita de algún funcionario, o de un profesor externo que llegue a darle clases especiales a alguien —ya se dio el caso de un reo que acabó ahí una maestría en gestión empresarial—, una jornada de vacunación, un torneo de ajedrez o un sismo.
Todo puede ser nuevo y sorprendente. Todo puede distraerlos del hecho irrefutable de que el frío módulo seguirá siendo su casa, una vez que pase la euforia de la novedad.
Gustavo dice que fugazmente ha visto en los noticieros algo llamado Metrobús. Pero que no se imagina uno en vivo. No concibe cómo un autobús tan largo ande así de libre por una ciudad que ahora es irreconocible para él.
“Para ser sincero, yo no tengo idea de cómo es ahora la capital. No sé si existe aún mi barrio, Santa María la Ribera, si todavía está de pie la casa en que crecí y donde me volví malo. Es algo que se siente feo”, cuenta mientras observa detenidamente cómo un joven con los puños enfundados en guantes de box embiste con furia un costal de 30 kilos.
Potencial para hacer daño
El director de la Zona Diamante, César Flores Sandoval, explica que el grado de aislamiento al que está sometido este tipo especial de presos deprimiría a cualquier persona. Pero no precisamente a ellos.
Si están ahí es porque sus perfiles psicológicos indican que se trata de personas con trastornos antisociales y narcisistas. Muchos hasta son reincidentes en la cárcel —fenómeno que se conoce como carcelazo—, incluso en el mismo módulo.
“A la gente le causa intriga saber si esta población es proclive al suicidio. Y se entiende, porque en prisiones de otra naturaleza eso sí es un problema. Acá no. Quien está aquí no piensa en matarse, piensa en seguir haciendo daño”, afirma.
A eso, dice, también se debe que en apariencia sean tan tranquilos. En la Zona Diamante no existen los intentos de fuga ni los motines. Aunque hay muchos presos con condenas que no saldarían ni viviendo cinco vidas de forma ininterrumpida, otros están a muy pocos años de lograrlo.
Estos últimos saben que están en el sitio con mayor custodia estatal, así que cualquier pequeño error, o mala conducta, los llevaría de inmediato a cumplir una sentencia mayor en un penal federal de máxima seguridad. Y eso no lo quiere nadie.
Alejandro Bermeo es de los que cuenta los días par salir y criar a su hijo pequeño. Ha estado ya 17 años encerrado en tres distintas cárceles, y dice que espera con ansias que los cuatro que le faltan pasen rápido.
Él inicialmente tenía una condena corta, pero luego asesinó a otro reo durante una pelea y por eso lo canalizaron a Diamante. Ahora quiere salir y enseñarle a su hijo todo lo necesario para que no tenga que pasar por lo que él está pasando.
“Hay una parte bonita de la reclusión, y es que acá aprendes a a valorar cosas que en su momento nunca valoraste en la calle. Por ejemplo, la libertad o la posibilidad de estudiar. Yo me quedé en quinto de primaria, pero acá estoy cursando la prepa. Por mi mi bebé y por mi esposa quiero ser una nueva persona”, dice Alejandro.
Por su parte, Gustavo López, quien “en defensa propia” le sembró una bala en la frente a un policía, no es tan entusiasta al respecto. Él no cree que exista la rehabilitación intramuros. Más bien, está convencido de que incluso si no se llega con tantos vicios a prisión, ese es el lugar ideal para adquirirlos.
“Si no tienes experiencia, acá te la dan. Y te la dan bien. ¿Quieres aprender a robar, a secuestrar, a violar, a extorsionar? Estás en el lugar indicado para aprenderlo”, afirma.
Y agrega que a pesar de todo él ya es una buena persona: que ya no es agresivo, ni violento; que no permitiría que un error lo llevara a alargarse la estancia ahí. “Después de tantos años, ya somos otros”, reconoce.
Autor: Ollin Velasco @ollinvelasco .
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