Hoy pocos lo recuerdan, pero el gobierno de Enrique Peña Nieto tuvo un impulso inicial que hizo pensar a muchos que podrían cumplirse los ambiciosos objetivos planteados por el mandatario en su campaña y en sus primeros meses en la presidencia. El “Pacto por México” permitió romper la parálisis legislativa que había marcado los años previos y con el arresto de Elba Esther Gordillo a comienzos de 2013 —un día después de que se promulgara la reforma educativa— se buscó mandar la señal de que el presidente tomaría las medidas que fueran necesarias para echar a andar sus más importantes proyectos.
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Peña Nieto marcó distancia respecto a su antecesor y evitó que el combate al crimen organizado ocupara un papel estelar en la agenda pública. Sin embargo, también planteó una reorganización de las instituciones del sector seguridad mediante la desaparición de la Secretaría de Seguridad Pública y el establecimiento de la Comisión Nacional de Seguridad, subordinada a la Secretaría de Gobernación. Existía el proyecto, nunca detallado, de crear una “Gendarmería Nacional” con 40 mil elementos, un número equiparable al de la Policía Federal. El objetivo de la Gendarmería sería recuperar “la soberanía del Estado mexicano en todos los rincones del país, sin importar su lejanía, aislamiento o condición de vulnerabilidad”. La Gendarmería también permitiría que las Fuerzas Armadas gradualmente dejaran de desempeñar tareas de seguridad pública.
El contexto en el que Peña Nieto asumió el poder era propicio para impulsar una agenda ambiciosa. Como describo más adelante, la enorme centralización del poder real en la presidencia es un factor clave para entender la ausencia de violencia criminal a gran escala durante las décadas de hegemonía del PRI. Por supuesto, sería un exceso decir que con el regreso del PRI a Los Pinos en 2012 hubo una restauración de la “presidencia imperial” (tal restauración no es viable, y mucho menos deseable, después del largo proceso de transición a la democracia). Sin embargo, también es importante señalar que el PAN nunca fue la primera fuerza política del país en términos territoriales, y que el PRI claramente tuvo esa posición durante el primer trienio de Peña Nieto. Después de las elecciones de 2012 el PRI —junto con su satélite verde— tenía en total 21 gubernaturas. Peña arrancó con una presidencia fuerte.
En materia de seguridad pública las tendencias eran positivas. Después del espectacular aumento de los homicidios vinculados con el crimen organizado (ejecuciones) que tuvo lugar de 2008 a 2010, y de los ataques cada vez más audaces de las organizaciones criminales, la violencia se estabilizó y comenzó a disminuir a partir del tercer trimestre de 2011. Para diciembre de 2012 Los Zetas, el grupo criminal de mayor peligrosidad hasta ese momento, se encontraba ya en un franco proceso de desmantelamiento. Su principal líder, Heriberto Lazcano, había sido abatido en octubre de 2012 en un enfrentamiento con elementos de la Secretaría de Marina. Le seguirían Miguel Treviño Morales, el Z-40, capturado en julio de 2013, y Omar Treviño Morales, Z-42, quien fue detenido en marzo de 2015.
De hecho, durante los primeros dos años de gobierno de Peña Nieto, Los Caballeros Templarios parecían ser la principal amenaza criminal para el Estado mexicano. Este grupo perfeccionó como ningún otro la expoliación económica y la cooptación de autoridades. Sin embargo, se trataba de una amenaza acotada en el ámbito territorial (sus operaciones fuera de Michoacán eran marginales), y su capacidad operativa era limitada si se le compara con la que han llegado a tener la Organización de los Beltrán Leyva, Los Zetas y —actualmente— el Cártel Jalisco Nueva Generación.
El optimismo inicial en torno al gobierno de Peña Nieto se extinguió de forma contundente en 2014. La desaparición de los 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa evidenció el control que un grupo criminal ejercía de forma descarada sobre las autoridades municipales de Iguala. La respuesta timorata de la Procuraduría General de la República (PGR) ante la tragedia, y las confrontaciones con el Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes, generaron una profunda animadversión entre las organizaciones de la sociedad civil hacia las instituciones federales de seguridad y justicia. En los meses siguientes el escándalo de la Casa Blanca y la fuga de Joaquín Guzmán Loera del penal del Altiplano terminaron por arruinar la reputación del gobierno de Peña Nieto.
A partir de 2015 el PRI comenzó a pagar en las urnas por la impopularidad del gobierno de Peña Nieto. Para 2018 el partido del presidente y el PVEM sólo contaban con 16 gubernaturas (cinco menos que a inicios del sexenio). Entre las derrotas más importantes del PRI cabe destacar Michoacán y Nuevo León (en 2015); y Chihuahua, Quintana Roo, Tamaulipas y Veracruz (en 2016).
Sin embargo, los tropiezos del gobierno de Peña Nieto no sólo fueron un descalabro electoral. También coincidieron con un cambio dramático en la tendencia de la violencia. En la gráfica 1 se puede apreciar cómo, después de disminuir de forma sostenida desde 2011, a partir del tercer trimestre de 2014 se registró un dramático incremento en el número de ejecuciones. Este incremento continuaba hasta el cuarto trimestre de 2017 (año que fue, bajo cualquier métrica, el más violento en la historia reciente del país).
El repunte de la violencia que ha marcado el gobierno de Peña no sólo es llamativo por su magnitud sino por su dispersión geográfica. Si comparamos 2017 con 2014 (el año de menor número de ejecuciones en la actual década) observamos que la violencia ha aumentado en prácticamente todas las entidades federativas: el incremento ha sido moderado en algunos casos y francamente dramático en algunos otros. En términos generales la violencia se ha exacerbado en el centro del país. Por estado, los mayores incrementos en términos absolutos se registraron en Guanajuato (donde las ejecuciones pasaron de 369 en 2014 a mil 983 en 2017) seguido de Veracruz (que pasó de 420 a mil 920 ejecuciones). En 2014 un total de 152 municipios, donde vive 43% de la población nacional, registraron por lo menos una ejecución mensual en promedio. En 2017 fueron 262 municipios, que concentran 57% de la población, donde se registró por lo menos una ejecución mensual en promedio (ver figura 1).
Por otra parte, algunas entidades donde las ejecuciones habían sido marginales hasta 2013 registraron incrementos exponenciales durante ese periodo. Baja California Sur, Puebla y Quintana Roo, se encuentran en este grupo. En Baja California Sur el número de ejecuciones registrado en 2017 fue 18 veces mayor al observado en 2014. De igual forma, de 2014 a 2017 se observó un repunte dramático en el número de ejecuciones en Chihuahua y Baja California (dos estados que se habían recuperado de una severa crisis y que para el inicio del gobierno de Peña Nieto habían logrado una clara recuperación).
El término “ejecución” engloba lógicas de violencia con similitudes importantes entre sí, pero que responden a motivaciones y ocurren en contextos diversos. Una distinción fundamental, que hasta ahora no ha recibido atención suficiente, es entre la violencia que ocurre en el ámbito de las grandes ciudades y aquella que tiene lugar en el resto del territorio. Mientras la proporción de los habitantes del país que actualmente vive en municipios no metropolitanos es cercana a 40%, en 2017 por lo menos 48% de las ejecuciones se registraron en dichos municipios. El dato es importante. Por una parte, la violencia del crimen organizado está presente —de forma sustantiva— tanto en el ámbito urbano como en el rural. Sin embargo, actualmente es un fenómeno que afecta de forma más intensa a la población que vive fuera de las grandes ciudades.
En la gráfica 2 se contrasta la tasa de ejecuciones por cada 100 mil habitantes en las 20 zonas metropolitanas con mayor población del país en 2011 y 2017 (los dos años más violentos en la historia reciente del país). La gráfica permite apreciar la gran variación que existe, tanto entre zonas metropolitanas como a lo largo del tiempo. Por una parte, la violencia del crimen organizado sigue siendo marginal en algunas zonas metropolitanas. Mientras en Mérida y en Toluca la tasa se ha mantenido por debajo de las dos ejecuciones por cada 100 mil habitantes, en Acapulco y en Ciudad Juárez ha rebasado las 100 ejecuciones por cada 100 mil habitantes. Por otra parte, llama la atención que, en varias de las zonas metropolitanas que figuraban entre las más violentas del país en 2011, se logró una reducción dramática de las ejecuciones (Ciudad Juárez, La Laguna, Monterrey y Tampico se encuentran en este caso). Las zonas metropolitanas de Acapulco y Chihuahua son las únicas que registraron más de 40 ejecuciones por cada 100 mil habitantes en ambos años.
En la gráfica 3 se presenta el número absoluto de ejecuciones registradas durante 2017 en una muestra de 12 estados. La información se desagrega entre las ejecuciones que se registraron dentro de zonas metropolitanas, y aquellas que ocurrieron en municipios no metropolitanos. En este caso también se puede apreciar una gran variación. En Baja California, Jalisco, Estado de México y Nuevo León la violencia es un fenómeno primordialmente metropolitano (en dichos estados 85% o más de las ejecuciones ocurrieron en zonas metropolitanas). En contraste, en Guanajuato, Guerrero, Michoacán, Oaxaca y Puebla más de la mitad de las ejecuciones registradas en 2017 ocurrieron fuera de zonas metropolitanas. La distinción es relevante pues es fuerade las grandes ciudades donde la violencia tiende a convertirse en fenómeno crónico (tanto porque es ahí donde las mafias dedicadas a la extorsión encuentran condiciones más propicias para operar, como porque el despliegue de elementos federales y la movilización de otros recursos es más complejo).
Ciertamente, la proliferación de mafias es un fenómeno que se ha presentado por igual en el ámbito urbano que en rural. En el más reciente monitoreo de Lantia Consultores se identificaron un total de 179 células dedicadas a la extorsión (o mafias), dispersas en todo el país. La Ciudad de México se ubicó entre las entidades con mayor número de estas células.
Sin embargo, es fuera de las grandes ciudades donde la operación de estas células tiene consecuencias más severas. En particular, en los últimos años se ha observado que las mafias que operan en municipios no metropolitanos han logrado con éxito corromper o imponerse a alcaldes, al grado que se apropian de un porcentaje del presupuesto del ayuntamiento (un fenómeno que, hasta 2014, sólo se había documentado de forma extendida en Michoacán). El control criminal de alcaldías fuera de Michoacán quedó exhibido en Iguala después de la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa en Iguala. Más recientemente sabemos por pronunciamientos de autoridades estatales de Morelos, e incluso por una investigación ministerial, que Los Rojos patrocinaron, y luego cobraron cuota, a una docena de alcaldes del sur del estado. Otra consecuencia de la proliferación de mafias en el ámbito rural ha sido el avance de grupos de autodefensa, financiados principalmente por productores agrícolas y otros empresarios. A lo largo de 2017 Lantia Consultores documentó la operación de grupos de autodefensa en 99 municipios (de forma destacada en Guerrero, Chiapas, Michoacán y Tabasco).
Aunque el fenómeno se ha difundido Michoacán sigue siendo el caso paradigmático de violencia asociada a mafias. Morelia nunca se ha ubicado entre las zonas metropolitanas con mayor número de ejecuciones (en 2017 se ubicó en la posición 24 a nivel nacional, por debajo de zonas metropolitanas con población mucho menor, como Colima, Córdoba o Tepic). Sin embargo, en las zonas rurales de Michoacán se observa un fenómeno de violencia profundamente enraizada generada primero por La Familia Michoacana, después por Los Caballeros Templarios y, más recientemente, por grupos de autodefensa y por Los Viagras. Esta violencia geográficamente dispersa ha sido crónica. Ni siquiera disminuyó de forma significativa con la llegada masiva de elementos en el marco de la intervención federal de 2014 y 2015 (la cual sí logró desmantelar a Los Caballeros Templarios).
A la fecha no existe una explicación concluyente sobre las causas de la “segunda ola” de violencia que inició en 2014 y en la cual sigue inmerso el país. Examino a continuación cinco de las hipótesis que se han planteado, tanto por parte de autoridades como por parte de académicos y especialistas.
Nuevo Sistema de Justicia Penal. Desde 2017 el Nuevo Sistema de Justicia Penal (NSJP) ha sido objeto de señalamientos por parte de autoridades, con la intención de justificar el aumento de la violencia. El jefe de gobierno de la Ciudad de México ha emitido declaraciones en este sentido. Por su parte, el comisionado nacional de Seguridad ha atribuido el aumento en la incidencia delictiva a que la portación de armas de uso exclusivo del Ejército se eliminará del listado de causales de prisión preventiva oficiosa. Al respecto, el comisionado afirmó que con la implementación del Nuevo Sistema de Justicia Penal la proporción de homicidios que se cometen con armas de fuego escaló de 40% a 70%. En diciembre el secretario de Defensa aseguró que el NSJP era poco más que una “puerta giratoria” por la que delincuentes entran y salen de las cárceles. Unos días después el Washington Postpublicó un artículo con una conclusión terminante respecto al NSJP: “hasta ahora, el resultado ha sido un caos”.
La hipótesis que subyace en estas afirmaciones es que las personas detenidas en posesión de armas de alto calibre, al ser detenidos cometen homicidios que de otra forma hubiera sido posible evitar. Algunos casos prominentes parecieran corroborar esta hipótesis —como el grupo de 11 personas, con posibles vínculos con Guerreros Unidos, detenidas en Morelos en 2017, quienes amenazaron a los elementos de la policía estatal que los detuvieron. Sin embargo, se pueden ofrecer al menos dos argumentos para refutar que la aplicación del NSJP sea responsable del incremento generalizado de la violencia.
En primer lugar, el Código Nacional de Procedimientos Penales (que en su artículo 167 establece que la portación de armas exclusivas del Ejército no amerita prisión preventiva oficiosa) se implementó de manera escalonada en las 32 entidades federativas, entre noviembre de 2014 y junio de 2016. Si el NSJP es la variable que explica el repunte de la violencia, se esperaría un aumento en las tasas de homicidios a nivel estatal posterior a su implementación. No es el caso: en Guerrero, por ejemplo, los homicidios aumentaron significativamente desde 2014, pero las nuevas disposiciones entraron en vigor hasta junio de 2016. En Veracruz, donde la implementación comenzó en abril de 2016, la tendencia de aumento se puede observar desde los dos años previos. En segundo lugar, la proporción de homicidios cometidos con armas de fuego se ha mantenido relativamente constante desde 2011.1
La información disponible no permite descartar de manera contundente que la liberación de personas detenidas por portación de armas de alto calibre haya contribuido al repunte de la violencia (para hacer un análisis en ese sentido sería necesario tener información detallada sobre el número de liberados, fecha y lugar de la liberación, cuántos de los liberados cometen homicidios, etcétera). No obstante, se puede afirmar con confianza que el NSJP no fue el principal factor que propició el incremento de la violencia registrado entre 2014 y 2017.
Repunte del consumo de opioides. Una explicación más, que recientemente se ha incorporado a la narrativa oficial, es que el incremento en el consumo de opioides en Estados Unidos ha sido uno de los factores que han propiciado el repunte de la violencia en México. Efectivamente, las muertes por sobredosis en Estados Unidos han mantenido una tendencia de aumento a lo largo de la presente década, y este aumento ha sido espectacular a partir de 2013. Los opioides —en especial en sus versiones sintéticas más letales, como el fentanilo (una sustancia 40 veces más potente que la heroína)— son la principal causa de este incremento en los decesos. De acuerdo con la DEA, de 2013 a 2015 las muertes asociadas al consumo de opioides sintéticos en Estados Unidos se triplicó, al pasar de tres mil 105 a nueve mil 580.
Como en el caso del NSJP, algunas autoridades mexicanas han querido ver en este boom de los opioides en Estados Unidos la causa del acelerado repunte de la violencia en México. Ciertamente, algunos de los municipios más violentos del país son claves para el cultivo de amapola (e.g., Chilapa, Guerrero) o para el ingreso al país de precursores químicos para la producción de fentanilo (e.g., Manzanillo, Colima). Sin embargo, hasta ahora no se ha identificado con claridad una relación causal entre el crecimiento del mercado de opioides y la violencia. Implícitamente, quienes sugieren que esta relación existe plantean que al aumentar el valor del negocio necesariamente aumentan los incentivos para los conflictos entre cárteles y, por consiguiente, la violencia. No obstante, algunas investigaciones han documentado precisamente lo contrario: situaciones en las que se evitan conflictos durante una “bonanza” pues los actores involucrados en conflictos potenciales tienen mayores incentivos para negociar una solución pacífica.2 Como se explica a continuación, es más probable que sean otros mercados delictivos (principalmente domésticos), junto con factores institucionales, los que expliquen el acelerado crecimiento de las ejecuciones a partir de 2014.
Mercados delictivos emergentes. Dentro de la delincuencia el narcotráfico ocupa un lugar privilegiado en el imaginario colectivo y en la retórica oficial. Como en otros países, en México el gobierno ha estructurado su política de combate al crimen organizado en torno a esta actividad. Sin embargo, el narcotráfico es sólo una entre varias actividades en las que participan las organizaciones criminales mexicanas. Sobre todo a partir de la fragmentación de los principales cárteles del país, las organizaciones criminales mexicanas se han diversificado y han incursionado en otros giros delictivos. En textos publicados previamente ya he descrito los mercados de protección ilegal y las mafias dedicadas a proveerla.3 A continuación me enfoco en actividades que han alcanzado notoriedad en fecha más reciente.
El principal mercado criminal emergente en años recientes ha sido la extracción y venta ilegal de hidrocarburos. México ya cuenta con una red de distribución y venta clandestina de combustible que seguramente es la más grande y eficiente del mundo. El robo de combustible es una actividad en auge porque el riesgo es mínimo en relación con las ganancias potenciales, lo que explica el crecimiento exponencial que se ha observado en el tamaño del mercado. Como se puede observar en la gráfica 4, las tomas clandestinas detectadas han registrado en repunte dramático durante el gobierno de Peña Nieto (al pasar de mil 361 en 2013 a 10 mil 397 en 2017).
El robo de combustible ha propiciado el desplazamiento del crimen organizado a regiones donde éste no tenía un presencia significativa. En los municipios que integran la zona conocida como el “Triángulo Rojo”, en Puebla, la violencia, antes marginal, se ha convertido en tema cotidiano: ejecuciones y enfrentamientos entre los grupos contendientes o entre éstos y las autoridades —en Acatzingo, Puebla, por ejemplo, se registró una sola ejecución entre 2007 y 2012; en contraste, 15 personas fueron ejecutadas en 2016. Por otra parte, no es casual que el estado en el que la violencia más aumentó de 2014 a 2017 sea Guanajuato (que destaca también como la entidad en la que se detecta un mayor número de tomas clandestinas).
Aunque en 2017 finalmente se realizaron algunas acciones para hacer frente al robo de hidrocarburos, el éxito que se ha logrado con los operativos ha sido desigual. En Puebla, por ejemplo, se observó una disminución de 12% en el número de tomas clandestinas detectadas en enero de 2018 con relación al mismo mes del año previo. Sin embargo, en el ámbito nacional el robo de combustible aumentó 50% en 2017. Incluso en Puebla hay indicios que sugieren que las células delictivas que previamente se dedicaban a la ordeña de ductos han migrado a otras actividades, en particular el robo de trenes (en un solo año Puebla se colocó en el primer lugar de dicho ilícito). El robo en carretera, al igual que el robo de trenes, es un mercado criminal emergente en el que participan grupos de todas las escalas. De acuerdo con datos de la Asociación Mexicana de Seguridad Privada, Información, Rastreo e Inteligencia Aplicada (AMSIRIA), entre 2014 y 2016 el robo a camiones de carga en carretera aumentó 180% (al pasar de 568 a mil 590 denuncias respectivamente).
Alternancia política en el ámbito estatal. En un contexto democrático —sobre todo si existen mecanismos eficaces de denuncia pública y de rendición de cuentas— cualquier vinculación con el crimen organizado es políticamente tóxica. En contraste, en los sistemas autoritarios no sólo existen condiciones propicias para la colusión entre autoridades y criminales, sino que —de forma natural— se establece una relación simbiótica en la que el Estado puede valerse de grupos criminales para tareas represivas. Por otra parte, sólo en un contexto autoritario el gobierno cuenta con discrecionalidad para fomentar la operación de un grupo criminal, sin renunciar a la capacidad para castigar a dicho grupo cuando estime conveniente.
En un sistema autoritario funcional la norma es que el gobierno aproveche esta capacidad para castigar de forma condicional al crimen organizado a efecto de evitar perturbaciones graves al orden público, incluyendo cualquier exceso en el uso de la violencia. No es de sorprender entonces que algunos de los países con menor incidencia de delitos violentos, y en particular con menores tasas de homicidios, se encuentren fuera del ámbito de las democracias. China, por ejemplo, reportó en 2014 una tasa de apenas 0.7 homicidios dolosos por cada 100 mil personas, una cifra muy inferior a la de Estados Unidos (4.4), y ligeramente menor, incluso, que la de países europeos que suelen citarse como casos paradigmáticos de tranquilidad (en Dinamarca la tasa de homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes fue 1.3, y en Suecia 0.9).
La evidencia disponible sugiere que en México en los tiempos del partido hegemónico (es decir, hasta el año 2000), el gobierno federal contaba con mecanismos eficaces para regular la conducta del crimen organizado, en particular el uso de la violencia. De acuerdo con Guillermo Trejo y Sandra Ley, las primeras alternancias en gobiernos estatales fueron el detonante de los conflictos violentos entre organizaciones criminales en el periodo que va de 1995 a 2006. Trejo y Ley destacan que, en los estados donde se registraron estas alternancias (Baja California, Michoacán y Sinaloa), los gobernadores despidieron a los principales mandos de seguridad pública y de la procuraduría. Con estos cambios el principal objetivo de los gobernadores era combatir la corrupción en las instituciones del sector seguridad y desmontar el aparato represivo del PRI. Sin embargo, también rompieron las redes de protección a los cárteles que se habían establecido durante décadas, lo que ocasionó que algunas organizaciones buscaran aprovechar la oportunidad para desplazar a sus rivales. Como respuesta a este rompimiento algunos cárteles —que previamente dependían primordialmente de la protección de sus contactos en el gobierno— comenzaron a reclutar grandes “brazos armados”.4
Por su parte, Benjamin Lessing identifica —entre los factores que explican el dramático repunte de la violencia durante el sexenio de Calderón— la incapacidad del gobierno de utilizar la capacidad de coerción del Estado de forma condicional. Esta incapacidad es resultado de la fragmentación en el mando de la fuerza pública entre cientos de autoridades de tres órdenes de gobierno, de distintos signos políticos y con intereses dispares. De acuerdo con Lessing, incluso las rivalidades entre mandos al interior de las Fuerzas Armadas impidieron que el uso de la coerción siguiera un tipo de lógica condicional durante el gobierno de Calderón.5
A partir de 2015 el gobierno de Peña Nieto perdió la capacidad que tuvo en los dos primeros años de gobierno para dar respuesta ante las crisis de violencia que se multiplicaban por el territorio. No sólo eso, en varios estados se quebraron las redes de protección institucional que habían sido solapadas por las administraciones de gobernadores priistas (las cuales operaban, dentro de sus ámbitos de competencia, de forma autoritaria). Los casos de César Duarte en Chihuahua, de Roberto Borge en Quintana Roo, y de Javier Duarte en Veracruz son emblemáticos en este sentido. En los tres casos el PRI perdió la gubernatura en las elecciones de 2016. En los tres casos hay señalamientos graves de corrupción en contra de los gobernadores salientes y sus principales colaboradores. Finalmente, cabe apuntar que Chihuahua, Quintana Roo y Veracruz registraron repuntes acelerados de la violencia que comenzaron, o bien cuando la derrota electoral del PRI era inminente, o bien en el periodo de transición.
Ascenso del Cártel Jalisco Nuevo Generación (CJNG). El CJNG es el primer cártel mexicano en contar simultáneamente con predominio en estados tanto del Pacífico como del Golfo de México. También participa de forma activa en el robo de combustible y otros mercados emergentes. Finalmente, cabe señalar que el CJNG ha perfeccionado un conjunto de prácticas que le permiten cooptar autoridades de todos los niveles (cuando busca instalarse en una nueva localidad comienza por amenazar públicamente a la policía, como ocurrió en 2017, por lo menos, en Morelos, Puebla, Veracruz y Zacatecas).
La agresiva expansión del CJNG ha dado lugar a conflictos con distintas organizaciones criminales (el conflicto con Los Zetas dio lugar a algunos de los incidentes de violencia más mediáticos hacia 2012). En la segunda mitad del gobierno de Peña Nieto el conflicto de mayor intensidad ha sido entre el CJNG y el Cártel de Sinaloa. Este conflicto es uno de lo factores que contribuyen a explicar el acelerado repunte de la violencia observado en 2017 en Nayarit, Sinaloa y la península de Baja California.
El CJNG es la organización criminal que actualmente supone la mayor amenaza para la seguridad del país. Sin embargo, hasta fecha reciente el gobierno federal no había impulsado una estrategia para contener su ascenso. Hubo represalias después de que el CJNG cometiera una serie de ataques de alto perfil en abril y mayo de 2015 (incluyendo una emboscada en Jalisco en la que murieron 15 elementos de la policía estatal, el ataque en el que fue derribado un helicóptero de SEDENA y una serie de bloqueos en la zona metropolitana de Guadalajara). No obstante, en los meses subsecuentes el gobierno federal concentró sus recursos en atender las movilizaciones en torno a la implementación de la reforma educativa (las cuales llegaron a un punto crítico en junio de 2016, con la muerte de al menos seis manifestantes en Nochixtlán, Oaxaca, como resultado de un operativo mal ejecutado por parte de la Policía Federal) y el CJNG continuó su expansión.
No se puede descartar que las aspiraciones presidenciales de Miguel Ángel Osorio Chong, secretario de Gobernación, hayan tenido un impacto sobre decisiones críticas en la estrategia de combate al crimen organizado del gobierno federal (Osorio Chong fue, durante la mayor parte del sexenio, el aspirante del PRI mejor posicionado en las encuestas). En particular, la ausencia de una respuesta oportuna y contundente ante la expansión del CJNG podría responder a un cálculo: tal respuesta hubiera generado resistencia por parte de varios gobernadores y otros actores con peso político. Parece que, con el relevo de Osorio Chong en Segob, terminó la benevolencia hacia el CJNG. El primer posicionamiento relevante de su sucesor, Alfonso Navarrete Prida, fue declarar que dicha organización es “el objetivo prioritario del gobierno federal”.
No se vislumbra una solución en el corto o mediano plazo a la violencia criminal que ya es crónica en amplias regiones del país. Sin embargo, es indispensable que quien llegue a la presidencia en diciembre de 2018 tenga claridad sobre los principales riesgos de corto plazo (sobre todo es fundamental evitar que la situación de emergencia se generalice y que paralice sectores estratégicos de la economía). Así, es igualmente necesario que el próximo inquilino de Los Pinos comprenda los desafíos que es necesario atender para avanzar gradualmente hacia una política de construcción de paz. Describo a continuación cuatro desafíos que considero vital superar en el próximo sexenio.
El primer desafío será atender de forma mucho más proactiva los mercados delictivos emergentes. Para lograrlo es indispensable que los recursos y esfuerzos dejen de concentrarse de forma prioritaria en el limitado catálogo de “delitos contra la salud” y que suban al debate público, y a la agenda de dependencias federales del sector seguridad, otros fenómenos menos vistosos pero de mayor impacto social. De igual forma será necesario destinar de forma exclusiva unidades y recursos a operativos no convencionales (e.g., en contra de comercializadores de combustible robado, mandos policiales que solapen la extorsión o células criminales que operen en regiones rurales de alta conflictividad). Una aproximación similar —por medio del establecimiento de una coordinación nacional y de unidades especializadas en las 32 entidades federativas— ha sido relativamente exitosa en el caso del secuestro.
El segundo desafío se refiere al descontento de las Fuerzas Armadas. A raíz de un conjunto de ataques criminales en los que han muerto elementos militares, y de casos de violaciones graves a los derechos humanos, ha sido notorio un creciente hartazgo de la cúpula militar. El descontento se relaciona en parte con el reclamo social para reducir la impunidad castrense. Sin embargo, también refleja un fenómeno que no recibe tanta atención: las Fuerzas Armadas perciben, en muchos casos con razón, que no sólo tienen que combatir al crimen organizado, sino también cuidarse de las policías estatales y municipales, y de ministerios públicos, que trabajan para los criminales.
Al respecto, un momento álgido fue la emboscada registrada en Culiacán el 30 de septiembre de 2016, en la que murieron cinco soldados (ninguna de la corporaciones policiales con presencia en la zona donde ocurrió la agresión acudió en auxilio de los militares). Después de este evento se ventilaron algunas voces de descontento por parte de elementos y mandos de las Fuerzas Armadas, algo sumamente inusual en México. Las declaraciones con más resonancia fueron del propio secretario de Defensa, quien dijo “…no pedimos estar aquí, no nos sentimos a gusto. Los que estamos con ustedes aquí no estudiamos para perseguir delincuentes”.
Más recientemente la oposición de distintos actores a la aprobación de la Ley de Seguridad Interior también abonó al descontento militar. Por ejemplo, después de que el ayuntamiento de Cholula, Puebla, tramitó una controversia constitucional contra dicha ley, SEDENA canceló un convenio de colaboración con el municipio. No hay cifras que permitan demostrarlo, pero no se puede descartar que el descontento militar —y la reticencia a participar en operativos— también haya sido un factor que contribuyó al repunte de la violencia durante el periodo 2014-2017.
El acuerdo tácito que había marcado la participación de SEDENA y SEMAR en tareas de seguridad pública implicaba que los militares asumieran la responsabilidad a cambio de algunas compensaciones económicas, y sin ser sujetos de un escrutinio estricto en materia de derechos humanos. Este entendimiento ya no es funcional. Durante el proceso de aprobación de la Ley de Seguridad Interior se exacerbaron algunas tensiones. No obstante, es justo reconocer que dicha legislación abre la puerta, por medio de la figura de la declaratoria de afectación a la seguridad interior, a un mayor escrutinio de las medidas que las autoridades estatales toman, mientras las fuerzas federales permanecen en su territorio. Como se describe a continuación, se requieren medidas complementarias para lograr una mayor corresponsabilidad por parte de estados y municipios.
El tercer desafío es la negligencia de las autoridades estatales y municipales. Hay un consenso en que las instituciones de los estados y los municipios, que cuentan con el grueso de la fuerza pública, y que son los responsables de investigar la mayor parte de los delitos (incluyendo el homicidio y la extorsión), no están capacitadas para cumplir sus funciones. Desde hace una década se han destinado recursos a impulsar estrategias de fortalecimiento y certificación policial. Es claro que la aproximación que se ha seguido no ha dado resultado. Los esquemas de “coordinación” vigentes simplemente no funcionan. El Consejo Nacional de Seguridad Pública (CNSP), tal como opera actualmente, no permite que se tomen las decisiones difíciles e impopulares que son necesarias (como la remoción de mandos corruptos o la depuración masiva de corporaciones policiales coludidas con el crimen organizado).
Para cambiar la actual estructura de incentivos sería necesaria una reforma de gran calado al CNSP. Se requeriría crear en su lugar una institución autónoma (es decir, con la neutralidad necesaria para que sus resoluciones pudieran imponerse a gobiernos de todos los signos políticos). De igual forma, esta institución tendría que contar con recursos suficientes y operar en un esquema en el que fuera viable intervenir de manera sistemática decenas, tal vez cientos, de corporaciones (y no sólo actuar de forma casuística en respuesta a escenarios de crisis, como ha sido la norma hasta la fecha).
El cuarto desafío, que he reseñado a lo largo del texto, se refiere al rápido crecimiento de la violencia vinculada con el crimen organizado. Como he señalado en otros espacios, esta violencia tiene un carácter epidémico y da pie a un círculo vicioso, en el que existen condiciones favorables para la expansión de las actividades del crimen organizado (en particular el cobro de cuota). Desafortunadamente, como se describió en las primeras secciones de este texto, durante el último trienio la violencia del crimen organizado no sólo ha aumentado, sino que también se ha dispersado a estados y regiones donde antes era marginal. En muchos casos la violencia ha enraizado fuera de las grandes ciudades, donde es mucho más difícil y costoso combatirla, y se ha convertido en un fenómeno crónico.
Todavía no contamos con una explicación satisfactoria de las razones por las cuales a partir de 2014 la incidencia de homicidios, y en general las condiciones de seguridad en el país, rompieron dramáticamente la tendencia de mejora que se había registrado durante los tres años previos. Me inclino a descartar que la implementación del NSJP y el boom del mercado de opioides en Estados Unidos hayan desempeñado un papel central como motores de la violencia. El resto de los factores que se describieron —los mercados criminales emergentes, la alternancia política y el ascenso del CJNG— tienen un mayor potencial explicativo. Estos tres factores se ajustan bien al desplazamiento geográfico de la violencia que se describió en las primeras secciones de este texto (sin embargo, todavía hace falta que pasen la prueba de un análisis estadístico riguroso).
En todo caso, es claro que cualquier explicación de la violencia durante el gobierno de Peña Nieto deberá contemplar varios factores. A diferencia del sexenio previo, cuando el grueso de las ejecuciones quedaban insertas dentro de conflictos entre un puñado de cárteles, la violencia de los últimos años involucra a actores de todos los tamaños, dedicados a actividades diversas. La relación entre criminales y autoridades también se ha vuelto más intensa y compleja, y de forma súbita cambia entre el franco contubernio y la confrontación directa.
De lo anterior se desprende que no se puede plantear una sola estrategia para reducir la violencia. El catálogo de acciones que es factible implementar difiere enormemente entre el ámbito rural y el urbano, y entre entidades federativas. Las estrategias concretas que funcionan para evitar enfrentamientos entre grandes comandos armados difícilmente darán resultado ahí donde los homicidios los generan pandillas con presencia constante en cada colonia, o ahí donde los criminales tienen en su nómina a la policía.
Sin embargo, es necesario replantear la lógica con la cual se toman decisiones. En particular, se requiere que, sin renunciar al pluralismo político, se siga de forma consistente un principio de condicionalidad en la acción del Estado. Es decir, las autoridades responsables en materia de seguridad pública —de los tres órdenes de gobierno y de todos los partidos políticos— deben contar con la autoridad y las capacidades suficientes para actuar en contra de cualquier organización que incurra en actos de violencia que resulten intolerables. Sólo en la medida en la que las autoridades se comprometan con este principio de acción (y que existan los mecanismos institucionales para que rindan cuentas al respecto) será posible avanzar hacia la reconstrucción de la paz.
Autor: Eduardo Guerrero Gutiérrez
Socio de Lantia Consultores.
1 José Merino y Carolina Torreblanca (2017), “Sistema acusatorio y violencia: lo que dicen los datos”. Disponible en: https://www.animalpolitico.com/blogueros-salir-de-dudas/2017/07/12/sistema-acusatorio-y-violencia-lo-que-dicen-los-datos/
2 James D. Fearon (1995), Rationalist Explanations for War.
3 Ver, por ejemplo: Eduardo Guerrero (2011), “Violencia y mafias”, nexos. Disponible en: https://www.nexos.com.mx/?p=14469
4 Guillermo Trejo y Sandra Ley (2017), “Why Did Drug Cartels Go to War in Mexico?”, Comparative Political Studies. DOI: 10.1177/0010414017720703.
5 Benjamin Lessing, Making Peace in Drug Wars: Crackdowns and Cartels in Latin America, Cambridge University Press, 2018.
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