La semana pasada, el Secretario de la Defensa Nacional, Salvador
Cienfuegos, improvisó ante la prensa unas declaraciones que resultan
alarmantes en una democracia constitucional, por más maltrecha que esta
esté, como la mexicana.
Después de reconocer que durante la última década la actuación de las
fuerzas armadas en tareas de seguridad pública no ha correspondido a su
mandato constitucional, el general clamó por una legislación que
legalizare lo que hasta ahora han hecho de manera ilegal, pues como él
mismo admitió, están actuando sin la capacitación necesaria en tareas que
corresponden a las autoridades civiles.El tono del general fue el del
sacrificado soldado que ha cumplido órdenes a pesar de no sentirse a gusto
con ellas: “Nosotros no pedimos estar aquí. Si quieren que volvamos a
nuestros cuarteles, soy el primero en alzar la mano para regresar
a nuestras tareas constitucionales”.
El Secretario, que al asumir su cargo protestó respetar la Constitución de
la República, reconoce que la ha violado al asumir las tareas que se le
han ordenado y se queja de que a los soldados bajo su mando se les pueda
juzgar por violar los derechos humanos establecidos en el título primero
del texto constitucional: “Los soldados ya mejor piensan si le entra a
enfrentar a los grupos delictivos con el riesgo de ir a la cárcel acusados
de violar sus derechos o que sean procesados por desobedecer”.
La vieja tesis de la obediencia debida a la que tanto apelaron los
militares sudamericanos que se hicieron con el poder durante la década
de 1970 en nombre, precisamente, de la “seguridad interior” que ahora el
general pide regular. También aquellos militares golpistas decían haber
salido de sus cuarteles por una situación de emergencia –la irrupción de
las guerrillas izquierdistas– y justificaron la suspensión de garantías y
la violación de derechos humanos en el reclamo social por la paz y la
seguridad.
El General Cienfuegos, en tono parsimonioso, arremetió contra los
tres poderes constitucionales de la Unión. Al ejecutivo le reclamó haber
colocado a las fuerzas armadas en este compromiso por su incapacidad para
cumplir con sus funciones y para construir cuerpos civiles de seguridad
pública eficaces. Al legislativo, el no haber legislado para hacer legal
lo que ahora los soldados hacen de manera ilegal: detenciones arbitrarias,
retenes inconstitucionales en las carreteras, ejecuciones sumarias,
ataques de guerra contra civiles. Al judicial, que cumpla con su deber
constitucional de velar por las garantías procesales de los detenidos.
Tal vez cuando el secretario de la Defensa les reclama a los jueces
del fuero común el dejar libre a los detenidos y al nuevo sistema de
justicia penal de haber creado unas puertas giratorias para exonerar
delincuentes, se refiera a casos como el de los soldados acusados por la
masacre de Tlatlaya, que fueron declarados inocentes a pesar de las
evidencias mostradas en su contra. O a lo mejor en ese caso al general sí
le gustó el fallo judicial, pero no cuando se aplican las normas del debido
proceso a los detenidos sin orden judicial o a los torturados que ponen
sus subordinados a disposición de los jueces, haciendo tareas
que constitucionalmente le corresponden al ministerio público, como
reconoció el propio Presidente de la República ese mismo día.
Lo más sorprendente de todo el episodio, uno más de una serie que
lleva meses escenificándose y en la que se alternan como protagonistas el
secretario de la Defensa y el de Marina para reclamar que sus acciones
inconstitucionales sean legalizadas, es la incapacidad de todas las
fuerzas políticas para plantarles cara a los reclamos con talante
democrático y con un compromiso serio con los derechos humanos
establecidos en la Constitución como resultado de un avance civilizatorio
que limita el ejercicio arbitrario del poder sobre la vida y la
integridad de las personas.
No son solo los militares los que ven a los derechos humanos como
una monserga, un obstáculo para actuar con eficacia contra la
delincuencia. Felipe Calderón, el principal responsable de haber detonado
esta escalada militarista al haber declarado una guerra sin planeación ni
objetivos claros, con la intención de dar un golpe de efecto legitimador
que se le salió de las manos como al aprendiz de brujo, frecuentemente
balbuce críticas al debido proceso y a la protección de garantías. Pero si
esto resulta esperable de la derecha oscurantista, más sorprende que en la
izquierda política, o en lo que queda de ella, no se presente un frente
sólido contra el avance del control militar. Los políticos mexicanos de
hoy me recuerdan al infausto Juan María Bordaberry, el presidente
constitucional de Uruguay que suspendió garantías y le entregó el control del país a las
fuerzas armadas ante la alarma social provocada por las actuaciones de los
guerrilleros Tupamaros.
Sin duda, detrás de todo este desaguisado está la incapacidad de
las fuerzas políticas para construir un Estado –una organización con
ventaja competitiva en la violencia que controla un territorio– basado en
la legalidad constitucional, en la medida en la que se fueron disolviendo
los antiguos mecanismos de reducción de la violencia desarrollados a
partir del pacto de 1929, del cual surgió el Partido Nacional
Revolucionario, con el que se puso fin a las disputas armadas por el
control territorial desatadas por la caída del régimen porfiristas.
Durante las décadas del monopolio político, la reducción de la violencia
se basó en un pacto de respeto a las parcelas de extracción de rentas a
cambio de protecciones particulares, con reglas temporales claramente definidas.
El pacto llevó a que, gradualmente, el ejército levantisco y de mal
conformar que había surgido de la revolución acabara por aceptar un papel
subordinado al poder civil, a cambio de sus correspondientes parcelas de
extracción de rentas.
La historiografía mexicana nos debe aún un buen estudio de la manera
en la que se concretó este proceso, pero el hecho es que los militares
resultaron muy beneficiados del lugar que finalmente se les asignó en la
coalición de poder a partir de 1946, año de consolidación del arreglo, con
el nacimiento del Partido Revolucionario Institucional, la forma más
acabada del partido del régimen.
El sometimiento de las fuerzas armadas al poder civil fue uno de
los avances más relevantes para la maduración del Estado natural mexicano.
Sin embargo, la descomposición del régimen del PRI no ha llevado a
una reconstrucción del Estado desde sus bases locales para dar paso a un
orden social de acceso abierto, sino que ha provocado la ausencia de poder
estatal efectivo en muchas regiones del país. Durante la última década, en
lugar de centrar los esfuerzos políticos en la construcción de una nueva
estatalidad democrática, basada en la vigencia plena del orden jurídico,
se ha optado por la militarización. Ya estamos pagando el precio, pero las
consecuencias de largo plazo pueden ser todavía más devastadoras.
El chantaje del general ya ha arrinconado a los políticos, urgidos de
aprobar la reglamentación de la suspensión de garantías y una tétrica ley
de seguridad interna que pretende normalizar el estado de sitio. La culpa
no es del general, sino de la ineptitud política, incapaz de concretar una
institucionalidad legal–racional auténticamente democrática, con
los militares en los cuarteles y la seguridad en manos de policías civiles
obligadas a acatar la ley, sin excepciones.
Fuente.-Jorge Javier Romero
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