Nacieron en México pero juraron servir con honor y el ejército de Estados Unidos les prometió que “nunca los dejaría atrás”. Era mentira. Hoy son unos héroes caídos, hombres desarraigados, militares que estaban dispuestos a matar y lo hicieron por un país que los ha echado por faltas menores. Les duele y no lo ocultan. Quieren regresar allá, con sus familias, con su gente, al que consideran su país por más que ellos hayan nacido de este lado..
Sobreviven y animan su vida mutuamente, atrincherados en un bunker en la ciudad de Tijuana, alimentando sus sueños de regresar algún día y luchando por conseguirlo de uno u otra manera.
Así es como se ha formado un comando de veteranos de guerra, que busca y levanta restos humanos —los suyos y los de sus “hermanos”— porque la deportación los hizo pedazos.
Allá no los quieren y acá tampoco. Son soldados sin patria..
El US paratrooper Héctor Barajas posa altivamente, con su uniforme de camuflaje color caqui. Lleva su paracaídas perfectamente doblado en una mochila y unas cangureras con herramientas suficientes para levantar un hospital y empezar a curar y recoger a los heridos en el campo de batalla.
Click. Como si fuera un niño héroe, el mexicano Barajas se envuelve en la bandera de las barras y las estrellas. “Nos van a enterrar como americanos, esta bandera va a estar en mi tumba”. No se acuerda del trabajo que le costó convencer a su madre para que firmara y lo dejara enrolarse en el army a sus 17 años. El cielo está cargado de nubarrones, pero está feliz.
El soldado Barajas forma al fin parte de una unidad médica administrativa del ejército estadunidense. Aún no entra en acción, pero lleva cientos de saltos y vuelos. Está preparado. Antes de saltar tiene tiempo para tomar esta foto. Miles de metros abajo, una pista de aterrizaje; frente a él, decenas de sus “hermanos” cayendo como una lluvia de hongos.
Barajas espera en la maleza, su rostro está cubierto con pintura negra y verde; detrás de él, sobrevuelan helicópteros Black Hawk. Desde morro, desde que lo llevaron a California, quiso ser un GI Joe, aprender a manejar armas y servir a la nación. A la patria que aprendió a amar desde los siete años, cuando en una visita a Washington, frente al Capitolio, sintió que pertenecía a esa cultura, que moriría por defender “la idea de libertad maericana”. “Creces con la historia americana, oyes música americana y no piensas en México; en México vive tu abuela y está el rancho, pero nomás”.
El uniforme del Centro de Detenciones Migratorias es gris. Así como el año que el soldado Barajas ha pasado peleando legalmente para tratar de evitar la deportación. En mala hora se vio envuelto en un incidente con arma de fuego, aunque no hirió a nadie. Por ese delito le pueden quitar su status de residente permanente. Los puños cerrados delatan su rabia y su impotencia.
Afuera de la garita de Nogales, el veterano deportado Héctor Barajas luce desorientado. Sus padres, zacatecanos que migraron en los setenta a Compton, California, lo abrazan con resignación. Él solo piensa: “Ya estás en México. ¡Fuck!”.
El orgulloso padre Héctor Barajas abraza a su hija, nada con ella en la alberca, la carga, la abraza cuando ella está vestida de princesa, la duerme sobre su regazo. Por ella regresó a Estados Unidos como indocumentado, coloca techos y aguanta los mismos abusos que sus padres sufrieron. Hoy es el Día del Veterano. Héctor bebe y calla.
Héctor Barajas llama la atención en el Bordo de Tijuana. Lleva su uniforme de gala. Afuera de una casucha de cartón saluda a Juan Sotomayor, veterano de Vietnam. Hay varios “hermanos” viviendo en la calle, sin ayuda médica y con traumas de guerra. Lo han deportado de por vida, anda perdido de nuevo. Piensa: “Es Tijuana, hay que andar truchas. ¿Y ahora qué voy a hacer?”.
El veterano Héctor Barajas ha protestado durante 30 días en la línea. Junto con organizaciones de migrantes, grupos de madres y soldados deportados se manifiesta constantemente en la garita de San Ysidro, en el Parque de la Amistad, en el centro de Tijuana. La policía mexicana está harta de él, lo mira con desdén y lo acosa: “Este es otro país, no puedes hacer eso aquí”, le dicen los guardias cuando lo llevan a la cárcel. Su pancarta con una frase (“S.O.S. Paren las deportaciones”) queda destruida en el piso.
Las imágenes de esta guerra muestran sueños rotos, fragmentos de vida astillados que hacen titubear a los combatientes más duros. Estaban convencidos que “la hermandad” construida tras el duro adiestramiento militar duraría para siempre, que la lealtad que juraron a la bandera de EU era su carta de naturalización, que las batallas valieron la pena, que de verdad eran “americanos”.
Tosen, respiran hondo, se les quiebra la voz al mirar hacia atrás. Estos mexicanos se sienten traicionados, abandonados, cuestionados. Odian que les pregunten si se enrolaron en el US Army sólo para obtener la ciudadanía, como si la lealtad tuviera un precio. Se desesperan: ¿por qué les resulta imposible rehacer su vida en este país y olvidarse de regresar a “su patria”? Ellos y sus familias son las bajas invisibles de una guerra que comenzó con el endurecimiento de las leyes migratorias tras el 9/11.
Pero hace mucho que les quedó claro que no son el “soldado Bryan”, que no desembarcará un comando para llevarlos de vuelta a la que consideran su patria. Al país por el que arriesgaron la vida sólo regresarán en un cajón, eso sí, con honores, entierro marcial y una bandera doblada en triángulo.
América les ha fallado, México no los entiende o no los quiere. Es hora de luchar.
* * *
Este bunker, ubicado cerca del Tecnológico Tomás Aquino, en Tijuana, es una casa con ventanales polarizados desde la que se gestionan ayudas, se colectan fondos, se integra una base de datos, se cabildea y se alberga a mexicanos que sirvieron en las fuerzas armadas de Estados Unidos y que han sido deportados a un país al que no conocen, no entienden y del que sus padres salieron huyendo porque nada pudo ofrecerles.
En las paredes cuelgan carteles de águilas, escudos de batallones de marines, barras y estrellas. Fotos de veteranos ataviados con lustrosos uniformes y boinas llamativas colman las paredes. En los libreros, un pequeño muestrario de parafernalia militar, libros en inglés, relicarios, cruces y sombreros. Tres banderas estadunidenses dobladas en triángulo acumulan polvo en los entrepaños: son las banderas de tres veteranos deportados que cayeron de este lado de la línea.
Los que llegan a este bunker a buscar refugio lo hacen después de tocar fondo en las calles de la ciudad, o antes de que sea irreversible engrosar las frías estadísticas de suicidios de veteranos de guerra. Pero no se recibe a cualquiera; hay que hacerse un examen de tuberculosis, dejar las drogas y el alcohol, contribuir con los quehaceres diarios, apoyar en el activismo y buscar trabajo.
Uno de ellos sale apurado, corre hacia una cita, es el primer veterano que llegó directamente del Centro de Detención Federal al bunker. Unas horas después regresará y contará con gusto que lo contrataron como conductor de una camioneta de valores. Seguro que pesó mucho su entrenamiento militar. Sólo el gobierno mexicano insiste en ignorarlos. El crimen organizado y las empresas de seguridad reconocieron desde el principio el potencial de estos “migrantes especiales”.
Para otros no es tan fácil. Con más de 60 años, enfermos y discapacitados, no resulta sencillo. Muchos de ellos tienen problemas psicológicos o de adicción; todos fueron deportados por haber cometido un delito menor después de servir en el ejército en Vietnam, Kosovo, Afganistán o Irak.
Por eso en este bunker la estrategia es sobrevivir a toda costa, ser autosuficientes, apelar a las fallas del sistema de reclutamiento de EU, a los trámites engorrosos, aceptar la culpa, pedir amnistía, cabildear con los congresistas, cambiar las leyes. Todo está por hacerse. Una base de datos resolverá problemas básicos como saber quiénes son y dónde están, conseguir zapatos y ropa de la talla exacta, conocer el lugar de residencia de los veteranos para contactar con sus congresistas y presionarlos.
La estrategia legal es ambiciosa. Héctor Barajas, quien coordina el refugio para veteranos, cuenta sus planes: “Podríamos promover una ley retroactiva para que regresen los que estén deportados y paren las deportaciones. Podemos ser reconocidos por el Congreso o el presidente Obama para que seamos nacionales, que es otra forma de obtener la ciudadanía. Obama podría firmar una orden ejecutiva para regresarnos para atrás. Cada veterano puede bajar sus cargos y aplicar para tratar de ser repatriado. Estamos intentando todo”.
No hay mucho margen para el optimismo en esta batalla, aunque ellos no bajan el ánimo. Desde Tijuana hacen “vigilias”, “clausuras” de garitas, actos conmemorativos, pintas en la barda fronteriza y reciben el apoyo de “activistas” en las redes sociales.
La indiferencia desgarra más que cualquier bala. Eso lo saben. Aún están solos. Es una lección de humildad difícil de tragar, sobre todo cuando el comentario de los mexicanos más común que se escucha sobre ellos no es generoso: “Eso les pasa por mercenarios y servir a los yanquis”. Allá, en su “patria” les echan en cara su “ilegalidad”.
* * *
Jesús Antonio Juárez Castillo viene fumando, como flotando en una nube. Trae bastón, es delgado y se guarda su colilla cuando lo saludo. Le pregunto cómo está, sonríe irónico y responde: “Bien, aquí nomás en partes”.
Es una metáfora muy descriptiva. Sus piernas son tan delgadas que podrían quebrarse si se tropieza y los huesos del hombro y las rodillas le duelen y se le salen. Se levanta el pantalón, muestra las huellas de varias operaciones, aparatosas cicatrices en la rodilla y pantorrilla, moretones y su mano paralizada.
¿Cómo explicar que en las noches no puede dormir, que toma pastillas para el dolor y que por eso de día divaga, tiene la boca seca y los párpados semicerrados? Cómo contar que a punto de cumplir 60 años se siente “roto”. Que su fama como marine valeroso y atrabancado era solo eso.
A Chuy no lo quiebran. Es lo que se dice un hombre duro, pero con corazón. Al menos así se sentía cuando se enlistó en el army en 1974. Quería viajar, conocer otros países, sólo ahí tendría la oportunidad. Ya tenía su greencard. “Yo no me rajo”, pensó. “Gracias a Dios ya se había acabado la guerra de Vietnam, más bien ya estaban regresando, ya estaban hablando de paz”.
De todos modos obtuvo el grado de ingeniero básico de guerra y se integró a una compañía de avanzada. Son las tropas que construyen puentes, carreteras, puertos y toda la infraestructura necesaria para que entren los demás. Chuy estaba feliz, hasta que se cayó del troque. “Íbamos todos sentados en el troque, pero como las carreteras que habíamos hecho eran de piedra, pues brincaban mucho y el chofer iba en friega, iba bien recio y la verdad no me acuerdo de nada de lo que pasó; me caí, me golpeé y estuve en coma por tres semanas”.
Cuando despertó, en muletas y maltrecho, regresó a Estados Unidos sólo para enterarse de que su padre había muerto y apenas a tiempo para acudir al funeral. No lo pudo soportar. Cuando al fin pudo pararse frente al ataúd, algo dentro de él se cuarteó.
Habla en spanglish. “I break down, you know, fue mucho y empecé a hacer cosas que no… que me valían madre la verdad”. Sin ayuda psiquiátrica, sin dinero para pagar el funeral de su padre, Chuy estaba enojado. “Primeramente porque yo quería ir a pelear por el país, ¿no?, pero luego que me caí y me querían correr, yo decía ‘qué onda con esta gente. I was willing to give my life for them y ya me quieren aventar como si yo no fuera nada’; so I just started to driving me crazy”.
Las drogas apenas fueron el principio de un laberinto de soledad, tristeza, decepción. En la banqueta, sentado mientras ve el atardecer de Tijuana y sus calles de concreto, suspira: “Yo siento que si me hubiera quedado en México, ahorita estaría mucho mejor. Siempre he pensado eso”. Pero a los tres años esa decisión no estaba en sus manos. Su madre consiguió empleo y se lo llevó a vivir a Los Ángeles. Hoy todos en su familia son ciudadanos estadunidenses. Todo “valió madre” cuando intentó transportar hacia México un auto con marihuana. Luego de una condena de 18 meses, lo deportaron de por vida.
Ya ha pasado mucho tiempo en la cárcel. Ha hecho “muchas cosas estúpidas”, acepta ahora. Pero se justifica: “I just took my train”. Agarró su tren; a lo hecho, pecho. En Tijuana renta un lugar por la colonia Cuauhtémoc. Su esposa y su madre, quien residen del otro lado, lo sostienen. A veces sobrevive haciendo “trabajitos” para amigos generosos y está haciendo solicitudes para recibir ayuda médica gratuita. No confía mucho en que le darán algo, pero dice que se siente bien volver a tener “hermanos”.
En cierta forma extraña ese democrático punto de vista del ejército estadunidense, donde todos eran tratados como un pedazo de mierda y nadie se sentía mejor que nadie. “Todos sólo a bunch of trash, you know”.
Acá, “afuera”, Chuy es sólo un saco de recuerdos que se le vienen encima, pero no, no lo quiebran.
* * *
Cualquier persona puede ser marine, pero no todos tienen la madera para serlo. Hay que tener convicción, creer en sí mismos y sobre todo nunca rendirse. Pasar con honores los ocho largos meses de un entrenamiento diseñado para que tires la toalla son el tipo de cosas que a Daniel Torres le gusta presumir.
No todos resisten. Algunos de quienes lo intentan “se vuelven locos durante el entrenamiento”, se tratan de suicidar o toman sus cosas y se van. Pero no Daniel, él nunca quiso tirar la toalla. Le gusta sentir la satisfacción de pensar “sí pasé” y por eso no se siente un ex marine. “Para nosotros es como un título que se lleva hasta la muerte”.
Cuando llegó a Salt Lake Utah en el año 2000 no quería ser el típico mexicano que “roba” el trabajo a otros. “Quería poder decir que había hecho algo por el país, que había aportado algo a Estados Unidos, algo de lo que pudiera estar orgulloso”.
Entonces lo hizo. Sonrió cuando el recluta le pidió su seguro social, su certificado de preparatoria, su pulcro récord criminal y cuando sólo le puso peros al acta de nacimiento mexicana, Daniel pensó que hasta ahí llegaría. “Mmmm, vente el lunes a ver qué podemos hacer”, le dijo. Regresó el lunes y para el jueves ya estaba entrenando.
Se enlistó como ciudadano estadunidense, lo hizo a sabiendas de que no lo era, pero se arriesgó. “Fue la oportunidad, no sabía qué quería estudiar, no estaba trabajando, no sabía que quería hacer con mi vida. No la pensé mucho, verdad, estaba joven y fue como “sí ,vamos, ¿por qué no?”.
No tenía problema con ir a la guerra. Cuando se enlistó en 2007 ya eran claras las señales de que iría a Irak, “ni para qué ponerse a llorar ahora”. Llegó a Kuwait y de ahí a Bagdad. En la compañía Alfa, el Lance Corporal Pro (marines con responsabilidades logísticas), Daniel patrullaba, entrenaba a la policía iraquí, espantaba a las hienas de la base y se sorprendía de lo machistas que pueden ser otros pueblos, no sólo el mexicano. Nada de combates duros, sólo había que “pacificar la zona”.
Medio decepcionado, pues la campaña de siete meses había sido muy “tranquila”, Daniel volvió a Estados Unidos. No había nada que contar. Entonces pidieron refuerzos para ir a Afganistán y se apuntó para ir durante un año. No sabía que el pequeño descuido de perder su cartera sería tan desafortunado.
“Cuando solicité la reposición de mi licencia de manejar, la militar vio que había sido sacada con un acta de nacimiento mexicana y mi récord militar tenía un acta de nacimiento de Oklahoma. Todo salió a la luz”. Fue arrestado e interrogado por investigadores navales que buscaban que Daniel incriminara a medio mundo, al reclutador, al sargento, a toda su unidad. “No les importaba que fuera ilegal, o que hubiera servido tres años con honores, sólo querían saber quién y cuántos me ayudaron. Mientras más grande el complot, mejor se verían ellos”.
Eso fue lo que más le molestó y ofendió. Querían que se llevara entre las patas a sus hermanos, con los que peleó, los que le cuidaron las espaldas, con los que entrenó e hizo amistad. No lo lograron. Daniel aceptó su responsabilidad, no lo corrieron, no lo deportaron. Entre los marines se valora mucho la lealtad. Dejaron que su unidad decidiera su suerte. Sargentos, tenientes, camaradas lo apoyaron, hablaron de su valentía en las misiones, de su disposición a ser voluntario. Lo dieron de baja y dejaron que se las arreglara como civil.
Daniel viste de traje, ahora es un dreammer caído de la cama donde se sueña el american way of life. Tiene que irse, está apurado porque desde hace tres años estudia Derecho en la Universidad de Baja California y ya va tarde. Le falta un año para concluir la carrera y el traje sastre es ahora su nuevo uniforme.
Ha dejado toda su vida militar atrás y no le guarda rencor al ejército mexicano por haberlo rechazado. La razón: “Había servido a otro país y tenía tatuajes”.
Se despide sin mirar atrás y su sinceridad me deja muda. Si estuvo dispuesto a matar y morir por Estados Unidos, no estaría dispuesto a hacer eso mismo por México. “México no lo vale”, me dice con los ojos llenos de rabia. Y sale corriendo.
fuente.-
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