Paula Álvarez es la única mexicana en la cárcel de mujeres de Cartagena, Colombia. En 2015 fue detenida con más de dos kilos de cocaína en el aeropuerto de la ciudad. Aún le faltan tres años para terminar su condena. De 2011 a 2015 se tiene el registro de 2 mil 443 mexicanos presos en el extranjero, sin contar Estados Unidos. Dos de cada 10, es decir 446, son mujeres. Su principal delito: servir como mulas del crimen organizado.
Cada año, en promedio, 100 mexicanas terminan en alguna prisión fuera del país, según los datos de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), pero esta cifra podría ser mayor. “No podemos saber que está detenida una persona si las autoridades extranjeras no nos avisan[…] Una de las razones por las cuales a veces no quieren entrar en contacto con nosotros es porque creen que los consulados los vamos a entregar a las autoridades mexicanas”, explica Jacob Prado, director general de Protección a Mexicanos en el Exterior.
A pesar de estos inconvenientes, asegura que sus registros no están lejos de la realidad. “La gran mayoría de los casos ahí están”, señala. En algún momento estos mexicanos entran en el radar de la SRE, sino fue al momento de la detención, es cuando terminan su condena y los deportan a México, afirma el funcionario.
Después de Estados Unidos, los países en donde terminaron presas más connacionales fueron Perú, España, Colombia, Ecuador y Bolivia. Algunas mujeres por voluntad propia, y otras bajo amenazas, fueron convertidas en cómplices del crimen. El 60%, es decir 275, están detenidas por delitos contra la salud.
Cinco de cada 10 reclusas cumplen sus condenas en estas cárceles. Colombia es el sitio en el que es más visible el incremento. En 2011 tenían el registro de dos mexicanas presas y en 2015 la cifra subió a 21. “Debería existir un programa por parte de la cancillería que le dé prioridad a estos focos en donde se han incrementado las detenciones de mexicanos”, afirma Adolfo Laborde, investigador y especialista en temas internacionales de la UNAM.
En febrero de 2015, Paula, de 39 años, llegó a Cartagena en un vuelo proveniente de Cancún. Durante su viaje tenía que recoger un paquete con droga y volver a México, pero no lo logró. En un cuarto de un poco más de 30 metros cuadrados con paredes despintadas, muebles desvencijados y sosteniendo una bandeja en la que lleva su material para tejer, habla del momento en el que llegó a Colombia y su captura en el aeropuerto de la ciudad amurallada.
El intercambio
Su martirio inició en los últimos días de enero de 2015, cuando recibió llamadas de un hombre desconocido. “Sólo me decían ‘hablamos de parte de Quique —un hombre que conoció en un trabajo anterior— y queremos que labores con nosotros’. Desde la primera llamada me dijeron que sabían dónde vivía, todo sobre mi mamá, mi hijo y mis anteriores puestos”.
Las llamadas continuaron y las amenazas se hicieron más reales. “Un día El Nene —como se hacía llamar— me dijo: ‘Tu hijo está con unos amigos y está vestido de tal forma. Habla con él y pregúntale’. Le llamé y estaba justo como me lo describieron”. El trato que le plantearon era simple. “Te damos un boleto de avión a Cartagena. Vas por un paquete, lo traes y ya”. La mente de Paula se bloqueó y aceptó.
Recibió una transferencia de 500 pesos, un boleto de avión que salía de Cancún —su lugar de residencia temporal— y un correo electrónico con las últimas instrucciones. El 27 de febrero de 2015 llegó a Cartagena. Durante tres días no tuvo noticias de nadie. En el último momento, llegó a buscarla al hotel un colombiano “Me dijo ‘parcera, te mandan esto’ y me entregó un morral que parecía que no traía nada”.
Con una pequeña maleta negra, un morral de colores, y un poco de dinero, Paula se dirigió al aeropuerto internacional de Cartagena. “Al momento que me bajé del taxi percibí un olor muy fuerte, como a pegamento para zapatos. Nunca quise preguntar nada, pero en ese momento entendí que llevaba droga. Pensé en dejarlo afuera del aeropuerto y regresar a México, pero no sabía si alguien me estaba vigilando. Sentía terror, las manos me sudaban, sentía que todos me veían. Entré sabiendo que traía droga conmigo y algo me decía que me iban a agarrar”.
Paula llegó hasta el módulo de migración, le sellaron su pasaporte y su premonición se volvió realidad. “A mi lado estaba un oficial y me pidió mi pasaporte. Me llevaron a un cuarto. Me dijeron que le harían una prueba al morral y yo tenía que pasar por una máquina que me iba a revisar todo el cuerpo. Hasta el final supe que el morral tenía un doble forro en el que supuestamente escondieron más de dos kilos de cocaína líquida. Cuando el oficial me pregunto si era mío no me quedo más que decir que sí”.
Ese año ella no fue la única; en diferentes cárceles de Colombia, 21 mexicanas más quedaron detenidas. En el resto del mundo hubo 73 casos. Casi un centenar de mujeres connacionales fueron encarceladas en diferentes países; 60%, es decir 58, por delitos contra la salud.
La condena
Sin dinero, sin abogado y sin familia, esta mujer de 39 años se enfrentó a la justicia en un país diferente. La única llamada que pudo hacer fue a su hijo. “Le hablé y le dije que se saliera de la casa y se fijara que nadie lo siguiera. Le tuve que decir que me habían detenido en Colombia y que me iban a llevar a la cárcel”.
Dos días después fue trasladada a la cárcel de mujeres de San Diego en Cartagena. “Al ver las paredes casi desechas pensé que me esperaba lo peor. Entré y todas las reclusas estaban gritando, como siempre. Me enviaron a una celda que compartía con más de 20 mujeres, dormí en una colchoneta que parecía una sábana. Me la pase llorando. No sabía si me iban a condenar y no tenía dinero para un abogado. Ahí me di cuenta que alguien me puso el dedo. En el aeropuerto ya sabían que yo traía droga. Una reclusa me dijo que me usaron como distracción para pasar un cargamento más grande”.
Hasta ese momento nadie en México sabía el destino de Paula. Seis meses después tuvo el primer acercamiento con un representante del gobierno mexicano. “Un programa de verificación en las prisiones ayudaría a saber lo más pronto posible cuando hay connacionales presos”, afirma Laborde. Pero estos son procesos complejos y muchas veces superan las capacidades económicas y de personas de los consulados.
“Nosotros estamos al pendiente de que se cumpla el debido proceso […] Tenemos un grupo de abogados consultores en cada país que nos orientan para ayudar a los mexicanos que lo requieran”, asegura Prado.
En abril de este año, la ayuda para Paula llegó desde México. La Asociación de Fiestas Patrias de Colombia (Fipacol), a través de su Fundación para el Desarrollo Social, se encargó de llevar a la madre de esta mexicana hasta Cartagena. “Ahorita hay un abogado por parte de Fipacol que va a revisar su caso y esperamos conseguir que termine su condena en una casa —que ellos van a rentar— o que salga en libertad”, explica Fredys Mejía, presidente de la organización.
En la cárcel de San Diego el hacinamiento es notorio en cada rincón. “Nunca te acostumbras, sólo te acoplas. Es un lugar muy sucio, está lleno de cucarachas. En las noches ves pasar a las ratas por los pasillos”, asegura la mexicana.
Paula es compañera de otras 198 reclusas, 90% son colombianas. Esto muchas veces genera conflictos dentro de la cárcel. “El mexicano es mal visto. Te gritan cosas como ‘mexicana, tu viniste a robar aquí… no tienes nada que hacer aquí’. Si eres extranjera te hacen la vida de cuadritos. Me han cambiado tres veces de celda porque otras reclusas me quieren pegar”, señala.
La sentencia de Paula fue impuesta al poco tiempo de su detención. “Me querían dar 18 años, pero no tenían pruebas y me bajaron la condena a cinco. La guardiana que me llevaba ese día me dijo ‘te fue muy bien, Paula’, pero ¿a qué le llama bien si estoy presa?”.
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