La noche del sábado mi madre de 83 años fue extorsionada. A medianoche hablaron a su celular y pusieron un audio con mi voz, diciéndole que yo había sido secuestrada.
Amenazaron con matarme si ella no seguía instrucciones precisas, lo cual hizo sin chistar, pensando en las veces que me habían amenazado, anonadada ante la cantidad de información que los extorsionadores tenían sobre mí y sobre ella. Obedeció, convencida de que si no hacía lo que exigían, no volvería a verme viva. Salió de casa en piyama y pantuflas, manejó a donde le indicaron, dejó el carro en una esquina con las llaves puestas, ingresó a un hotel en Tlalpan y ahí pasó la noche en vela, recibiendo llamadas amenazantes cada hora, esperando la siguiente indicación. Cayó en la trampa que le tendieron con mucha habilidad y mucha información.
Le dijeron el número del cuarto en el que se había hospedado, le proveyeron datos específicos sobre sus hábitos y los míos, le exigieron que trajera consigo sus tarjetas de crédito y los números de sus cuentas bancarias. Estuvo ahí ovillada, con frío, con miedo, esperando la siguiente llamada. Temía que su celular estuviera intervenido; temía que el personal del hotel estuviera coludido. Por la mañana, escuchó pasos en el pasillo, se asomó, vio a alguien y le pasó una nota sigilosamente con un billete de 200 pesos, rogándole que hablara a su hermana en Monterrey. Su hermana me llamó directamente y así supe del trance. Entre varios buenos samaritanos, logramos que mi madre saliera del hotel a salvo, y finalmente la recibí en casa, llorando de alivio y de dolor y de impotencia.
No relato esta historia con el ánimo de victimizarme o recibir trato preferencial o suponer que nuestra angustia es superior a la de millones de mexicanos, víctimas de crímenes de mayor envergadura. Esos que son "como del odio de Dios". Aquí se perdió un carrito Nissan -comprado con gran esfuerzo- y mucha paz, pero no una vida. Mi madre es una guerrera; se repondrá, y volverá a saltar, inquebrantable, con gracia y elegancia por encima de cualquier obstáculo. Pero sí quisiera alertar a mis lectores y a la autoridad sobre un modus operandi que está afectando a periodistas, comunicadoras y personajes públicos. En sólo cuestión de minutos, al narrar los hechos en un grupo de WhatsApp conformado por mujeres de renombre en distintos ámbitos del espacio público, me enteré de casos similares: extorsión intentada o extorsión lograda, y como tantos más, quedan impunes. Las víctimas viven al acecho, preocupadas por sus padres, pidiéndoles que ya no contesten el teléfono o lo cambien, comunicándose por otras vías, normalizando la anormalidad.
Sintiéndose, sintiéndonos impotentes. Porque es difícil saber a quién llamar, a qué autoridad recurrir. Por un caso similar que involucró a una amiga chef, cercanísima, sabía que la Fuerza Antisecuestro fue vaciada de profesionales con experiencia al cambiar el gobierno y no investigaron un incidente peor. Me recomendaron buscar a la Policía Federal y la reacción ahí fue informarme que había poco que hacer al respecto. Son bandas operando dentro de los penales, dijeron. Ya están recluidos, insistieron. Victimizan a los padres mayores de personas con un perfil público, sugirieron. El caso de mi madre seguramente será una estadística más, parte del 99% de los crímenes que jamás son resueltos, parte de un patrón identificado pero para el cual no parece haber respuesta ni solución.
En los penales prevalece el auto-gobierno que permite el uso de teléfonos celulares y nadie levanta un dedo. Las policías locales -desfondadas por los recortes presupuestales- no tienen la capacidad ni el entrenamiento para investigar. La Guardia Nacional no funciona para combatir la delincuencia común, esa que más afecta a personas como mi madre y como yo. Qué frustrante votar por el cambio en un tema tan fundacional como la seguridad y presenciar la misma disfuncionalidad institucional, la misma indolencia, la misma falta de capacidad para prevenir, investigar y sancionar.
Mientras tanto, Andrés Manuel López Obrador celebra que la inseguridad y los problemas del país no le quitan el sueño; goza comer barbacoa y tuitear sobre ello. Hay quienes aplauden la bonhomía y la algarabía presidencial. Yo no. Yo le reclamo que una madre de 83 años pasó la noche creyendo que su única hija estaba secuestrada. Y su gobierno la dejó sola.