“El alumbrado no solo abarca la ciudad, en toda su extensión, aún en los barrios más apartados, sino también varias colonias y las calzadas de La Viga y La Villa”, se leía en una de las notas de la primera plana.
Hoy sorprende saber que la llegada del alumbrado público, más que la señal de progreso que el gobierno de Porfirio Díaz anhelaba transmitir, significó una molestia y un motivo de preocupación para los ciudadanos.
La historiadora Lillian Briseño ha recogido, en su historia de la iluminación durante el porfiriato (“Candil de la calle, oscuridad de su casa”; libro editado en 2008), la forma en que, desde los primeros ensayos en 1881 hasta aquella noche de 1899 en que, para decirlo con palabras de Nervo, una lluvia de luz cayó sobre la ciudad, los habitantes de México padecieron la nueva cultura de la electricidad.
No solo porque debían habituarse a un conjunto de términos que les resultaban extraños (socket, switch, watt), sino porque los postes instalados a mitad de la calle provocaban líos de tráfico y choques constantes, pues la luz deslumbraba a los conductores con su reverberación insoportable.
Muchas personas fueron atropelladas al bajar abruptamente de las banquetas para intentar esquivar los postes del alumbrado. Los borrachos orinaban en ellos, se decía que afeaban el paisaje con su maraña indisoluble de cables, y al hallarse cerca de los balcones eran empleados por los rateros para colarse a las casas a través de las ventanas.
La electricidad era además un motivo de terror cotidiano. El 4 de noviembre de 1884, el Monitor Republicano informó que al electrocutarse en el Zócalo tres personas con un cable suelto, “el gendarme 106 corrió despavorido a dar cuenta al inspector Barroso de que cerca del Portal de las Flores había un lugar que al pasar se moría la gente”.
Aquellos focos, además, chirriaban en la noche de manera endemoniada, y no se había decidido si su luz hiriente provocaba o no enfermedades de los ojos, tal vez la ceguera. Algunos periodistas exigieron que los focos fueran sacados de la calle y llevados a la casa del Cabildo, a ver si iluminaban un poco “a los señores munícipes”.
He contado antes que Manuel Gutiérrez Nájera protestó porque la luz de las bombillas volvía a las mujeres menos misteriosas que a la luz de las bujías, y hacía, además, que sus arrugas se hicieran más visibles.
Una noche de 1881 un reportero de El Nacional se maravilló porque bajo un foco de arco voltaico pudo leer un diario a varios pasos de distancia y como si fuera de día. Para 1899 se creía que un foco en la calle representaba más progreso que una pareja de gendarmes.
El día que la ciudad se iluminó por completo, “no todos los focos dieron buena luz” y hubo un poco de decepción de que “no diesen el efecto esperado”.
Muy pronto la gente se acostumbró a la luz eléctrica. Su llegada al interior de las casas, que había comenzado en 1896, era celebrada con júbilo. En septiembre de 1901, cuando la luz se inauguró en el Colegio Militar, El Imparcial llevó la nota a su primera plana e hizo la crónica de la “simpática velada” con que la electricidad fue recibida por los cadetes: “un ‘lunch’ que se roció con champagne”, así como discursos, música y ejercicios de esgrima.
Relaté ayer en este espacio la angustia que desató el apagón de 1909, que duró varios días, y el escenario apocalíptico que imaginó un reportero en caso de que la falta de luz se prolongara: robos, incendios, hambre, saqueos. La luz era entonces el alma de las ciudades y sin ella emergería la bestia dormida en la oscuridad de cada uno.
En el México que crecí la luz se iba de manera constante. Las calles se volvían un caos indescriptible cuando se llenaban de semáforos muertos, pero a mí me gustaban esos apagones porque los adultos ponían velas en la mesa y se ponían a narrar historias familiares, historias de espantos o de crímenes que parecían venir de un mundo sin luz. Había que desconectar la tele, el radio, el refrigerador, para que al volver la corriente no fuera a hacerlos estallar, eso era lo que nos decían.
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