Este
viernes se entrega al Congreso el Quinto Informe de Gobierno de Enrique Peña
Nieto. Llegó al final este sexenio y habremos de empezar a hacer los balances y
evaluaciones sobre un Gobierno como éste.
Se
tendrán que analizar los alcances del conjunto de reformas que han marcado a
este sexenio, especialmente una tan radical como la petrolera -inimaginable en
un contexto distinto al del "Pacto por México".
Reformas
como la educativa, de competencia económica, hacendaria, laboral, de
transparencia y de Telecomunicaciones, entre otras, tendrán que ser evaluadas.
La nueva
Ley de Amparo; la reforma sobre Derechos Humanos; las reformas al INE e INAI;
la instrumentación del sistema de justicia acusatorio adversarial -que empezó
hace más de ocho años- y que trae de cabeza a autoridades y ciudadanos por todo
lo que se dejó de hacer para instrumentarlo con eficacia, etcétera. Todo eso
está a la mesa.
También
la grave crisis de derechos humanos por la que atravesamos. A pesar de reformas
de avanzada en la materia, los hechos muestran una realidad lacerante.
Ayotzinapa; el holocausto de los migrantes y las ejecuciones de Tlatlaya,
Tanhuato y Apatzingán, entre otras, dejan rastro del tipo de cosas que se han
cometido en este sexenio.
Está
ahí, también, la estela de escándalos de corrupción política con un puñado de
ex Gobernadores en proceso; otros con procesos nebulosos e inciertos como
Odebrecht y OHL o simulaciones como la "investigación oficial" sobre
la Casa Blanca.
Se acaba
el tiempo para Peña Nieto y en esta parte final, está desatado. Ante su baja
popularidad se ha montado en una escandalosa campaña autopromocional que
antecede a su Quinto Informe; desde el INE y el Tribunal Electoral validaron
los excesos. Los de hoy y los que vienen.
Peña
Nieto no sólo necesita reposicionarse, sino también autoprotegerse.
Él y su
Gobierno han decidido tomar, a como dé lugar, espacios de poder transexenal que
le permitan garantizar que no será juzgado -él y/o los que lo acompañan- como
ocurre hoy en varios países de América Latina en donde Presidentes, ex
Presidentes, altos funcionarios y ejecutivos de grandes empresas están siendo
llamados a cuentas y sometidos a procesos judiciales por corrupción,
enriquecimiento ilícito; financiamientos ilegales de campañas y/o participación
en redes de sobornos multinacionales.
El
Monexgate; la Casa Blanca; Odebrecht y Pegasus, por mencionar algunos casos,
darían materia para abrir procesos judiciales. Es entendible que a Peña Nieto y
su equipo les embargue esa preocupación y por ello están enfilados a aprobar,
en los próximos días, la ley secundaria de la Fiscalía General que les
permitiría mantener por nueve años al actual Procurador.
Lo que
no es entendible es que el País entero permita que no sea modificado ese
Artículo 102 y el régimen transitorio ya que, al aprobarse el marco legal
secundario, se activaría de inmediato algo que resulta inaceptable: que alguien
directamente relacionado con el grupo político que hoy gobierna, con una filiación
partidista tan evidente y con todos los visos de convertirse en tapadera, se
convierta en el primer Fiscal General que estaría en el cargo un sexenio y
medio.
Si se
permite que eso suceda echarán por tierra lo que tendría que ser una
oportunidad histórica para dotar a México de un sistema de procuración de
justicia profesional, independiente, autónomo del poder político y con
capacidades técnicas y de investigación y que responda verdaderamente a uno de
los imperativos más grandes de la sociedad.
Si se
impone el pase automático -por más constitucional que sea- habrán traicionado
el espíritu fundamental de esa reforma.
Si lo
hacen, habrán cometido un atropello. Si lo hacen, seguiremos viendo a la
corrupción y la impunidad como esa gran llaga que atraviesa el rostro de
México. Si lo hacen, habrán traicionado a la patria.
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