Sin un análisis crítico de los niveles de lenguaje utilizados para hablar de fenómenos complejos, como los relativos a la seguridad, las organizaciones delictivas y los agentes sociales del campo delictivo, no es posible construir de manera más apropiada en el terreno simbólico categorías y esquemas de percepción con capacidad explicativa. Es un trabajo difícil, colectivo y de larga duración que implica rupturas epistemológicas, autocrítica y abandono de etiquetas adictivas y obsesivas que reproducen un discurso circular autocomplaciente que se ignora como tal.
Repetir ad nauseam el prefijo, sufijo, sustantivo y adjetivo "narco" para todo lo que tenga que ver con el circuito económico de las sustancias psicoactivas ilegalizadas -sin tomar en cuenta sus propiedades y su clasificación farmacológica- y sus agentes sociales, o "cártel" para cualquier organización delictiva dedicada al negocio de las drogas, independientemente de sus características particulares, como la diversidad de actividades delictivas, el número estimado de miembros, la estructura, la división del trabajo, y el peso relativo en el campo delictivo y el mercado de las drogas ilegalizadas, es despojar de sentido a las palabras y los conceptos y convertirlos en etiquetas mágicas que con el solo hecho de pronunciarlas y escribirlas revelarían el significado profundo y el conocimiento apropiado de fenómenos diversos y multicausales. Esa ilusión de comprensión se basa en el desconocimiento de la socio-génesis de las palabras, las etiquetas, los conceptos y su ámbito de validación. Si las palabras y los conceptos se usan de manera indiscriminada para englobar lo distinto y particular dejan de ser útiles para avanzar en el conocimiento.
Estados Unidos ha logrado imponer en muchos campos su visión del mundo, las categorías y los esquemas de percepción sobre diversos fenómenos. Desde principios del siglo XX estableció de manera arbitraria en la Harrison Narcotics Tax Act de 1914 la subsunción de diferentes sustancias psicoactivas como "narcóticas". Legisladores de otros países, como México, repitieron el mismo error conceptual, ignoraron la distinción y clasificación farmacológica basada en la investigación científica de las distintas sustancias psicoactivas, y codificaron en leyes esa aberración. Esa imposición de sentido no ha contribuido a mejorar el conocimiento, aunque ese no sea el fin de las leyes, sino de la ciencia, pero sí ha tenido impacto en la reproducción y legitimación de un discurso centrado en un multiplicador lingüístico utilizado a la manera del fetichismo. No será el único componente de ese discurso; en el proceso histórico de su construcción se agregarán otros elementos también importantes, retomados de disciplinas como la economía, tales como el concepto de "cártel", pero despojado de su significado preciso en esa disciplina y aplicado, también de manera arbitraria y fetichista, a una innumerable cantidad de organizaciones delictivas cualitativamente distintas. En ambos casos, la distorsión del significado original ha dado lugar a un discurso vacío, difícil de abandonar sin resistencias a las rupturas epistemológicas. Las categorías de la legislación anglosajona, cuya traducción literal al español serían "crimen", "crimen organizado" y "narcóticos", se han reproducido en los textos oficiales en inglés de las convenciones sobre drogas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). En los textos oficiales en español de las legislaciones y convenciones, las categorías empleadas son "delito", "delincuencia organizada" y "estupefacientes". Y en el lenguaje cotidiano de la gente común, los medios de comunicación, los políticos y no pocos académicos, dichas categorías diferenciadas en ambas lenguas y con significados no necesariamente equivalentes se utilizan de manera indistinta, pero con una tendencia a privilegiar las de la legislación anglosajona. Hay imitación, pero no explicación.
En las legislaciones de México y Estados Unidos no existe la palabra "cártel" como categoría jurídica, ni "narcotráfico". Sin embargo, es común que funcionarios de ambos países y de otros utilicen frecuentemente la primera palabra para referirse a organizaciones delictivas de traficantes de drogas, sobre todo de México, y los mexicanos la segunda -en inglés es más común hablar de "tráfico de drogas" (drug trafficking)- para designar una de las fases del circuito económico de todas las sustancias psicoactivas ilegalizadas, clasificadas de manera errónea y arbitraria como "narcóticas" y codificadas e impuestas en el Código Penal Federal como si tuvieran un referente jurídico claro y un sustento científico. No es el caso. Son simples etiquetas sin mayor valor epistemológico.
En este texto se ha empleado la categoría jurídica delincuencia organizada. Es sin duda problemática, pues no existe un concepto sobre ella que haya logrado un consenso en la academia. Es la que tiene efectos legales en el contexto mexicano, contrariamente a la etiqueta de "cártel". Una primera distinción metodológica muy general y de manera provisional, evidentemente no única y sujeta a revisión constante dado que ninguna organización delictiva está perfecta y claramente restringida a esas funciones, sería clasificarlas en por lo menos dos grandes grupos: a) prioritariamente traficantes de drogas, y b) otras de "tipo mafioso-paramilitar", dedicadas a una mayor variedad de delitos, además del tráfico de drogas, con aspiraciones y prácticas más claras de control territorial y a veces de control armado efectivo, que realizan agresiones armadas más frecuentes y le disputan el monopolio de la violencia a las fuerzas de seguridad del Estado, que establecen prácticas extorsivas sobre la población bajo su influencia, que cuentan con una base social de apoyo y reproducción o la construyen al presentarse y ostentarse como "protectoras" de las comunidades donde operan, y que ejercen influencia creciente en el campo político, sobre todo en el nivel municipal, pero con altas probabilidades de expansión a otros niveles de gobierno. La información con la que cuentan las autoridades del gobierno mexicano, y una posible colaboración con la academia, que implicaría una voluntad raras veces presente de transparentar esa información, podría generar estudios más profundos sobre el campo delictivo; se podrían elaborar mejores clasificaciones y contribuir a la propuesta de políticas de seguridad con mayores probabilidades de eficacia y no sujetas a ocurrencias políticas y discursos partidistas grandilocuentes y vacíos.
En Colombia, lugar de origen de organizaciones delictivas que empezaron a ser designadas como "cárteles" por autoridades de Estados Unidos en la época del predominio de los liderazgos de Pablo Escobar en Medellín y los hermanos Rodríguez en Cali, una vez muertos o capturados los principales dirigentes de las respectivas coaliciones delictivas y disminuidas en sus capacidades por las acciones estatales, pugnas internas y escisiones, hubo una reconfiguración del campo delictivo y se conformaron otras coaliciones, compuestas por una mezcla compleja de traficantes, paramilitares y guerrilleros. Adoptaron diversos nombres y fueron clasificadas oficialmente en el gobierno de Álvaro Uribe, en un primer momento, como "bandas criminales" (Bacrim). Posteriormente, se abandonó esa clasificación para dar lugar a otra generada por el Ministerio de Defensa, el cual estableció una distinción entre los "grupos armados organizados" GAO) y los "grupos delictivos organizados" (GDO).
En términos generales, las organizaciones delictivas designadas oficialmente con esos nombres no realizaban actividades muy distintas a las llamadas anteriormente "cárteles", y seguían teniendo un peso importante en la producción y tráfico de cocaína para el mercado internacional. Al establecer designaciones oficiales y darles contenido, independientemente de lo apropiado o no, el gobierno colombiano redujo en gran medida el uso frecuente y mediático de "cártel", sin sustento jurídico en la legislación colombiana, por nuevas formas de nombrarlas que el propio gobierno de Estados Unidos ha adoptado para referirse a las organizaciones delictivas colombianas. La etiqueta de "cártel" se les estampó con éxito mediático a las organizaciones delictivas de tráfico de drogas mexicanas, aunque sus características no tengan correspondencia con el sentido del concepto de "cártel" en economía.
En la Ciudad de México ha habido discusiones ociosas, inútiles, entre autoridades, partidos políticos y medios de comunicación sobre la presencia o no de "cárteles" en la capital del país. Hay una obsesión por utilizar o negar la etiqueta para las organizaciones transgresoras de la ley que operan en la ciudad, a falta de clasificaciones más precisas. Ha habido y hay sin duda presencia y actividades de diversos grupos de la delincuencia organizada y común en la capital del país, como lo muestra la cantidad de detenciones de miembros o presuntos miembros de organizaciones delictivas transnacionales y de atentados y homicidios. Por ejemplo, entre muchos otros, el atentado cometido por los hermanos Arellano contra Amado Carrillo en un restaurante en 1993, la detención de un hijo de Amado Carrillo en 2009, la de un hijo (2009) y un hermano de Ismael Zambada (2008) y la de Dámaso López (2017), quien fuera miembro importante de la organización Guzmán-Zambada y luego enemigo en busca del liderazgo. La discusión no debería ser sobre la etiqueta, que no tiene sustento como se entiende el concepto en la economía ni jurídico, sino acerca de las características particulares y de las diferencias entre las organizaciones delictivas, de sus vínculos con los campos político, empresarial y social, que hacen posible su reproducción y fortaleza. Ponerles una etiqueta como fetiche no significa saber qué son, cómo están compuestas, cómo desarticular esas interrelaciones ni aplicarles la ley con eficacia a quienes la transgreden.
Desde que era Gobernador del Estado de México, Enrique Peña mostró apoyo a las acciones del Gobierno de Calderón y a la intervención de las fuerzas armadas para combatir a la delincuencia organizada, pero agregó que su papel no podía ser permanente en esa tarea. Y como en los gobiernos anteriores, desde Ernesto Zedillo, tampoco puso una fecha probable para su retiro en caso de ser electo presidente. También tenía una opinión favorable acerca de lo realizado por el Presidente Uribe en Colombia contra las organizaciones delictivas. No estaba de acuerdo con la legalización de las drogas, pues para él era abandonar la tarea del Estado de combatir a la delincuencia organizada. Negó varias veces que si resultaba electo como presidente su gobierno realizaría "pactos" con la delincuencia organizada.
Los problemas de seguridad a los que se enfrentó el Gobierno del Presidente Enrique Peña no fueron distintos a los del Gobierno de Calderón. Y, en términos generales, tampoco las estrategias para contenerlos y tratar de resolverlos, y con peores resultados. Lo diferente fue la generación de un discurso que retomó las críticas a la política de seguridad del Gobierno de Calderón; las integró, presentó y difundió como lo central de su propia política idealizada. También las transformaciones institucionales, que volvieron a concentrar las atribuciones en asuntos de seguridad en la Secretaría de Gobernación (Segob). En términos operativos, la Sedena, la Semar y la Policía Federal siguieron teniendo la responsabilidad principal.
El discurso oficial de la Administración Peña redujo las referencias a la violencia y se concentró más en el pacto político, en varias reformas, como la educativa, energética, financiera y de telecomunicaciones. A pesar de resultados peores que en la administración Calderón en términos de homicidios dolosos y otros delitos, y reforzamiento y proliferación de organizaciones delictivas, los críticos acérrimos de Peña no insistieron en calificar de manera sistemática su política de seguridad como "la guerra y los muertos de Peña", como sí lo hicieron con la de Calderón. Se concentraron en la crítica a las reformas estructurales, la corrupción en su administración, y en que la desaparición forzada de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa había sido culpa del "Estado". Esos mismos críticos acérrimos han optado por un silencio sepulcral ante la concentración de poder en el presidente sucesor de Peña, sus intentos frecuentes de subordinar los poderes Legislativo y Judicial al Ejecutivo -al estilo de los tiempos de hegemonía del PRI-, el papel central de los militares en asuntos de seguridad pública, en la realización de obras del Gobierno federal y la administración de las mismas, y los resultados aún peores en los primeros tres años de la Administración López no sólo en términos de seguridad, sino en economía, salud, y educación, además del desmantelamiento sistemático de los contrapesos al poder presidencial. Esos antiguos críticos han concentrado sus energías en potenciar un nuevo discurso, más fantasioso que los discursos de administraciones anteriores y basado en el culto a la personalidad de un líder con autoimagen de impoluto y providencial, compartida por sus seguidores. Tienen una memoria selectiva y no hablan de "la guerra y los muertos de López", ni de la militarización de la seguridad pública, y tampoco del retiro de los militares de esas y otras funciones. Han perdido la memoria y optado por el cinismo y el regreso y apoyo al presidencialismo todopoderoso.
Las autoridades mexicanas no tienen un censo conocido por la sociedad ni una clasificación adecuada de las organizaciones delictivas existentes en el país. Así lo reflejan las solicitudes de información precisa acerca de las mismas en las cuales señalan sólo algunas que consideran prioritarias bajo el nombre genérico de "organizaciones" y de grupos asociados etiquetados como "células", palabra sin sustento jurídico y sin explicación alguna acerca del significado que le otorgan las autoridades. Las organizaciones son mencionadas con las etiquetas que las propias autoridades las han dado, con las que han inventado los medios de comunicación y las propias organizaciones delictivas.
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Al Gobierno del presidente Peña le gustaba decir, cuando sucedía, que la detención de algún líder delictivo importante se había realizado "sin disparar un solo tiro", o su variante, "sin un solo disparo". Y que su estrategia de seguridad era diferente a la del gobierno anterior, que había trabajo de inteligencia, cooperación y coordinación entre los tres niveles de gobierno. Hubo detenciones importantes y extradición o muerte de los que llamaron "objetivos prioritarios", pero esas acciones no se reflejaron en mejores niveles de seguridad, disminución del poderío de las principales organizaciones delictivas, de sus negocios ilícitos, ni en las tasas de homicidios dolosos. Más allá de los operativos policiales y militares contra las organizaciones delictivas, como en el Gobierno de Felipe Calderón, no hubo investigaciones ni estrategias para desarticular las redes de complicidad y protección entre las organizaciones delictivas y el poder político y económico y la base social. El resultado fue un balance peor que el del gobierno que criticaron. Tal vez no se dispararon tiros en algunas ocasiones por las fuerzas federales, pero en otras sí, y en mayor cantidad y letalidad que lo que admitieron.
Esa sería la herencia para el presidente siguiente y su gobierno, que no encontró mejor "estrategia" que la rima "abrazos, no balazos", a la manera de un predicador, y no como presidente de un Estado laico que al tomar posesión de su cargo hizo la protesta de "guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen" (artículo 87). Además, se ha apoyado mucho más que los anteriores en las fuerzas armadas que tanto criticó como candidato. Pero esa es otra historia para el siguiente libro.