Nada destaca tanto en Acapulco estos días como un bar abierto. Y hay unos cuantos. En playa Tamarindos, el club Copacabana funciona con una de sus palapas colapsada. Los jueves, los dueños ya preparan pozole para sus clientes. En El Morro, el bar La Cita aporrea el tráfico con corridos tumbados sin pausa ni orden. En playa Condesa, decenas de taquerías dan servicio a una mezcla extraña de visitantes alucinados y trabajadores de la compañía de la luz. Lo que sí es raro es un bar clausurado por la violencia en esta ciudad devastada. Pero existe.
A tres semanas de que el huracán Otis golpeara con fuerza Acapulco, el puerto vuelve a ver escenas del pasado. El miércoles, mientras las excavadoras sacaban toneladas de basura y escombros de las calles y la Guardia Nacional regulaba el tráfico histérico de la contingencia, alguien llegó al bar La Norteña, frente a La Cita, y acribilló a un hombre. ¿Por qué? No se sabe. La Fiscalía del Estado, que coordina estos días en el puerto las búsquedas de los más de 20 desaparecidos que dejó la tormenta, apenas informó de lo ocurrido. Luego, aseguró el local.
No ha sido el único caso, aunque sí el más vistoso: es posible que La Norteña ostente ahora mismo el récord mundial de clausura más rápido para un bar después de un huracán. El caso es que la violencia arrecia.
El viernes, hombres armados atacaron a balazos a tres personas en la puerta de la taquería Esquina Tarasca, a un kilómetro de la playa. De las tres, dos murieron. Una mujer embarazada resultó herida. El jueves, las autoridades encontraron el cadáver de un hombre en un carro en la colonia Renacimiento, muerto a balazos, atado de pies y manos.
Escombros y basura permanecen en las calles de Acapulco, en la zona conocida como el mirador de La Quebrada.
La tormenta ha servido de pausa, pero por poco tiempo. La realidad violenta se impone en Acapulco, acostumbrada desde hace años a la extorsión, los asesinatos y las balaceras. Pandillas y grupos criminales con intereses en la industria turística del mismo puerto y en los litorales del norte y el sur alimentan una guerra cíclica, sin un final claro. El Ejército y la Guardia Nacional han asumido la seguridad en la zona, custodiando hasta la gasolinera más pequeña. El futuro aparece con forma de interrogante. ¿Se puede reconstruir Acapulco sin atender el profundo problema de la violencia?
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Atardece en una playa sin nombre, en una cala olvidada de la ciudad costera. En la arena hay una mancha enorme hecha de envases de plástico y restos de dos palapas. En la montaña aún se observan las marcas de la crecida del arroyo, que carece igualmente de apelativo. En el Acapulco de la periferia, los nombres pasan de largo, como los carros y los turistas. Nadie se detiene, nada queda. Decenas de árboles languidecen en las laderas, raíces arriba, arrancados por Otis. Es difícil no pensar en la sombra perdida en una ciudad que vive la mayor parte del tiempo a más de 30 grados.
Policías de la Fiscalía buscan en el lecho del arroyo a tres desaparecidos del huracán, una mujer y dos adolescentes. El arroyo se llevó su casa, un cuarto de ladrillo, en realidad, levantada sobre el mismo cauce. Ya encontraron a otras dos mujeres sin vida, arrastradas igualmente por la crecida. El cuerpo de una apareció en el túnel colector que manda el agua hasta la playa, por debajo de la vía rápida que comunica Acapulco con Pie de la Cuesta. La otra apareció a 45 minutos de allí, al otro lado de la bahía. Los policías manejan dos teorías: o el mar la arrastró hasta allá, o el viento lo hizo.
La violencia se recrudece en Acapulco, a tres semanas del paso del huracán. En la imagen, un policía ministerial, en uno de los cerros que rodean el puerto.
Los agentes, cuyos nombres no aparecen aquí por seguridad, recuerdan los primeros días después del huracán. “Primero llegamos a dar seguridad a las bodegas que suministran a los comercios. Fue lo primero que saqueó la gente”, explica uno de ellos. Luego fueron los bancos. Criminales arrancaron cajeros e incluso llegaron a acceder a la bóveda de una sucursal, cuenta el agente. “Yo creo que hay líderes en las colonias que dicen, ‘vamos a saquear aquí, allí'. Y ya luego la gente aprovecha”, señala.
Se ha comentado mucho estos días los saqueos de las horas posteriores a la tormenta. No era tanto los robos de necesidad, por llamarlos de una forma. Rota la cadena de distribución, presos del pánico, muchos vecinos robaron comida, útiles de aseo personal, agua… Pero otra mucha gente asaltó bancos y centros comerciales, llevándose refrigeradores, pantallas de televisión, ropa. “Hasta refacciones de carro se llevaban de un Autozone”, dice el mismo agente, en referencia a una tienda de accesorios para coches.
La conversación transita a los problemas de la violencia en Acapulco, al bar La Norteña, el narcomenudeo, la extorsión. “La mayor parte de negocios aquí, o trabaja con ellos, o son extorsionados”, dice, en referencia a las pandillas que habitan la capital. El enredo es mayúsculo porque nunca está claro quién es quién, a quién representa, ante quién responde. Pone de ejemplo el caso de los dueños de una taquería que han denunciado extorsión hace unos meses en Acapulco. “Resulta que cuando lo investigamos, nos dimos cuenta de que ellos en realidad estaban trabajando con Los Capuchinos, el grupo contrario”, explica. “Es una estrategia, les calentaban la plaza a los otros, señalándoles de extorsiones, para mover el foco”, añade.
Los Capuchinos, conocidos también como Cartel Independiente de Acapulco, son una organización delictiva con presencia en el puerto. Sus enemigos serían Los Rusos. Unos y otros mantienen alianzas supuestamente con grupos criminales mayores, dedicados al tráfico de droga a gran escala. No en vano, estas organizaciones usan la costa de Guerrero, sobre todo la Costa Chica, para recibir cargamentos de cocaína, en ruta hacia el norte. Como centro de entretenimiento, reunión y negocio, Acapulco aparece justo en el centro de sus intereses.
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Wencho sobrevivió al huracán en su cabaña, en la playa de El Morro. Él, su velador, los dos perros y Kiko, el loro, se cubrieron con una lona, se acurrucaron debajo de una mesa de plástico y aguantaron. Toneladas de arena les cubrían por la mañana. “Les tuvo que rescatar el capitán del edificio Kassandra”, dice la esposa de Wencho, Victoria López, que lava unas toallas en la cabaña. Wencho no escucha nada, chapotea en el mar con uno de los perros, Loborio, que masca un trozo de coco. El loro pasea en la bandeja de una nevera vieja.
El señor Gaudencio Solano, dueño de La isla de Wencho, quien sobrevivió al huracán 'Otis'.
La Isla de Wencho es uno de esos establecimientos ajenos al tiempo, un oasis de palmeras y árboles frutales que funciona al margen del turismo vertiginoso de la costera. Gaudencio Solano, Wencho, tiene 69 años y ha pasado aquí las últimas décadas. “Yo soy de monte, de guerra, ¡con tres tortillas aguanto!”, dice el hombre, esbelto y fibroso como el tronco de un tamarindo.
Desde el huracán, Wencho trabaja en levantar el lugar, un punto de encuentro bohemio, un espacio verde entre el mar de concreto y el océano. El viento de Otis arrancó varias palmeras, aunque las cabañas aguantaron, increíblemente. El hombre recuerda la tempestad, su insistencia en quedarse allí durante la tormenta pese a los consejos de su esposa. Viéndolo ahora, con su sombrero de paja, levantando escombros y limpiando su jardín de arena, el mundo parece un lugar mejor.
No han sido tiempos fáciles para Wencho y Victoria. El huracán destruyó su oasis playero, pero la violencia amenazaba con hacerlo de todas formas. En septiembre, criminales mataron a su hermano en la isla, mientras pasaba el rastrillo por el jardín. “Esto del huracán debería servir para recapacitar”, dice el hombre, “debería servir para ayudarnos el uno al otro, no estar asesinando”, añade.
Wencho pagaba extorsión. Lo cuenta como quien habla de cualquier tema relacionado con la administración: un trámite. “Los chavos venían y yo les daba 400 pesos [20 dólares] a la semana, pero luego estaban un tiempo sin venir”, cuenta. “Por eso, yo no sé por qué lo mataron a él, si yo les daba”, añade. El hombre no sabe de qué grupo eran los que pedían dinero. Tampoco si fueron los mismos que mataron a su hermano. No hay detenidos, tampoco esperanza de que los haya en un futuro.
El ataque ocurrió como ocurren tantos en todo México, adaptado aquí a la idiosincrasia costeña. Los asesinos llegaron a la Isla de Wencho a eso de las 13.00 del 23 de septiembre, a bordo de dos motos de agua. Solo uno enfiló la orilla y subió la escala de madera hasta el jardín. Allí estaba Jesús Solano, de 65 años, con su rastrillo. Allí le dispararon.
Wencho preparaba unas micheladas para unos clientes cuando escuchó los disparos. Al acercarse, el atacante corría ya hacia las motos de agua. Él y sus compinches huyeron en dirección hacia el otro lado de la bahía. “No sabemos qué pasó”, dice Victoria López, que no estaba en el bar a esa hora. “A mí me hablaron para decirme que le habían herido de muerte a Wencho. Digo yo que se confundieron”, señala. López apunta aquí una explicación doble. Quien fuera que le llamara se confundió y pensó que el muerto era su marido. ¿Existió también una confusión por parte del atacante? ¿Iban contra Wencho y confundieron a su hermano?
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Desde el paseo del Pescador apenas se ve la esquina derecha del local de Guido Rentería, un pequeño espacio entre la pared y la cámara frigorífica. Sillas y mesas forman una barricada en la puerta. El suelo está lleno de vidrios rotos, dentro y fuera. A pocos metros, algunos corredores trotan cansinamente entre palmeras muertas tiradas en el piso, trozos enormes de corcho, neumáticos… A lo lejos se ven yates arrumbados, como juguetes destruidos, ballenas varadas en la arena. “Mira”, dice Rentería, sentado en la puerta del local, “yo sí creo que Acapulco es más grande que sus problemas”.
Guido Rentería, dueño de Palao, en el lugar en donde se resguardó durante el paso del huracán 'Otis'.
La fe de Rentería es casi militancia, optimismo patológico. Otis hizo añicos un lugar que necesitaba repensarse, un espacio profundamente desigual, donde miles de familias que viven al aluvión, en los cerros, comparten espacio con turistas que gastan miles de dólares por pasar un puñado de horas en yates de lujo; una ciudad inmersa en una crisis de inseguridad desde hace más de 15 años, que en los últimos dos ha visto pasar a tres jefes de policía distintos, siempre en la mira por la corrupción.
Pero ahí están Rentería y su optimismo, actitud que, quizá, le libró de la muerte el día del huracán. Allá, en la esquina derecha de su fuente de sodas, uno de sus negocios en la ciudad, se refugió durante la tormenta. “Agarré un sillón de escritorio y lo coloqué delante de mí. Las olas embestían y con la silla me protegía de los vidrios y así. Mi sobrino y su novia se subieron a la cámara y aguantaron. Ahí estuvimos desde la noche hasta las 6.00 del día siguiente”, narra.
La fuente de sodas funciona junto a las oficinas administrativas de Palao, su gran negocio, un emblema del Acapulco tradicional. Palao es el único restaurante que funciona en la isla de La Roqueta, frente a las playas de Caleta y Caletilla. Su padre, un hombre que tenía cierto parecido con el actor Mauricio Garcés, construyó Palao en la isla cuando Acapulco era apenas un puerto de pescadores. “Luego”, cuenta orgulloso, “el presidente López Portillo declaró La Roqueta parque natural”.
Su padre murió a mediados los años 80 en un accidente de coche. Acapulco cambió. Desde hace años, Rentería y su familia gestionan Palao, visita obligada en la zona, igual que las lanchas con fondo de cristal, el hotel Flamingos, la quebrada de los clavadistas… Al menos así fue hasta Otis. Rentería calcula que las pérdidas en Palao, entre las palapas, los barcos para llevar a los turistas y demás, ascienden a unos 12 millones de pesos. “¿De dónde saca uno una cantidad así?”, pregunta al aire.
La frase del principio, esa de que Acapulco es más grande que sus problemas, venía a cuento por las preguntas que enmarcan esta historia y que apuntan a la violencia y al modelo de ciudad. Rentería, que ha sido regidor y coordina la organización Voces de Acapulco, reconoce que él mismo no se ha librado de la extorsión. “Fue en 2018. Estaba yo aquí y me llegó un joven. Me dijo que querían 1.500 pesos por embarcación al mes. Nosotros teníamos cuatro”, cuenta.
Rentería fue hábil. Hizo pasar al muchacho a la oficina, donde tenía una cámara y le dijo, “¿cómo sé yo que, si te doy, no vendrá alguien más a pedirme?”. El muchacho se fue, la negociación debía seguir, pero el hombre fue con el vídeo a la Fiscalía. Sin denuncia de por medio, el muchacho, cuenta, cayó por un tema de drogas y armas días más tarde. “Hay inseguridad aquí, hay cuatro o cinco grupos criminales, la policía preventiva no acaba de funcionar, tenemos 850 cámaras de seguridad, pero no se usan para inteligencia”, critica. “Otis debe ser un antes y un después para la ciudad”.