¡Que nadie te diga que no puedes! ¡Tus obstáculos son mentales!
Andrés brinca frente a un grupo de ocho mujeres, entre ellas Yaris, su esposa. No es una clase de coaching motivacional, pero lo parece. Andrés no para de gritar:
—¡Ánimo chicas, vamos con todo!
Pone canciones desde un iPad conectado a una bocina y la salsa se escapa por la puerta, recorre la calle y llega hasta la avenida. Suena una bachata de Romeo Santos:
La mejor versión de mí / está a punto de llegar / porque estoy recuperando / toda mi seguridad.
Ahora se escucha La mujer del pelotero, de Merenglass. Cada canción va acompañada de un halago, de un “¡tú puedes!”, de un “¡vamos por más!”.
Andrés mueve el cuerpo como si fuera lo último que va a hacer antes de morir. Suda y sonríe. Los hombros, sensuales, invitan a las chicas a imitarlos; los pies tienen vida propia. –Hoy puede ser el último día de tu vida. ¡Vívelo!
¿Siempre es así de positivo? Le pregunto a Yaris.
–Sí. No sé cómo le hace, pero cuando uno está achicopalado, llega él y levanta el ánimo. Yo creo que es efecto del panteón.
Es enormísimo. El panteón es un terreno del tamaño de 142 campos de futbol juntos, enclavado en el corazón de la Tercera Sección de Chapultepec, al occidente de la Ciudad de México. Empieza en la Avenida Constituyentes y termina en una barranca que da a un lago ahora seco. Es un espacio que los románticos llaman “la última morada” y donde algunos supersticiosos lanzan monedas al salir, sin mirar atrás, a modo de pago para evitar llevarse un alma en pena.
Hasta este panteón, el más viejo de la Ciudad de México, Andrés Vázquez llega todos los días a las siete de la mañana. Él, el hombre de sonrisa alegre que se desvive en cada paso de baile, vive de cavar tumbas.
[Pacto con la huesuda]
En la década de los 80, cuando era niño, Andrés tenía los ojos más cerrados, apenas visibles entre el par de cachetes rosados. Por eso su papá, don Sebas, le apodó Botija, como se llamaba el personaje del programa de televisión Los Caquitos que interpretaba el actor Édgar Vivar.
El apodo no era precisamente un halago. El nombre completo de este personaje –creado por Roberto Gómez Bolaños– que actuaba con El Chómpiras y El Chapulín Colorado, varió de episodio en episodio. Pasó de llamarse Boti y apellido Ja a ser Gordon Botija Pompa y Pompa, para luego ser Gordon Botija y Aguado y luego Gordon Botija Mantecón. A cual peor.
—¿Te bullearon de chiquito?
—Sí, pero no era como el bullying de ahorita. El de hace años era horrible. No había nadie que dijera: “no hagas eso”. Te pateaban, te daban pelotazos. Y te amenazaban: “si dices algo, te voy a pegar más”. Nos callábamos por pena. Te cohibías.
Andrés suele hablar en segunda persona. Habla de sí mismo como refiriéndose a otro, un amigo o un hermano al que conoce muy bien y del que puede contar experiencias, sentimientos y traumas. Pocas veces habla desde el yo. Todo lo que parece la historia de otro individuo le pertenece, sin embargo, a él.
—Un chavo te vende un reloj que no sirve y por miedo lo agarras. Ya no puedes dormir del miedo. Un primo te dice “¿qué pasó? ¿qué tienes?”. Te atreves a decirle. El primo va y le da sus puñetazos. Ahora es al revés, el chavo se fue a la cárcel años después y ya te respeta. Te dice: “tú sí eres algo”. Eso es fuerte. Por eso ahora a mi hijo Andy, el más gordito, le digo: “no te preocupes, vas a crecer, échale ganas”.
Andy ha cumplido 12 años, la misma edad que tenía él cuando llegó junto con su papá a trabajar al Panteón Civil de Dolores de la Ciudad de México. Su padre había heredado la profesión de sepulturero también de su padre y en ese momento se la inculcaba a sus hijos. Había llegado el turno de Andrés, el penúltimo de cinco hermanos.
Andrés comenzó echando tierra con una pala a los difuntos. Pero lloraba, lloraba y lloraba mientras dejaba caer la tierra al hoyo.
—No llore, cabrón. Hágase para allá –le regañaba su padre.
Dice que sentía como un vacío en el pecho, como un hueco al ver llorar a los dolientes. Después del regaño, su padre suavizaba un poco.
—Hijo, no debes llorar, debes ayudar, darles aliento.
Así se fue acostumbrando a decirles a los que habían perdido a un amado:
—Ya está en un lugar mejor, ya está con Diosito, ya no llores.
Al final, pasaba con una gorra y les pedía para el refresco. Su papá se reía, le llamaba chantajista
—Pues sí, papá, somos pobres, hay que sacar dinero.
El panteón se volvió su mundo desde entonces. Tras años de trabajo informal, consiguió una plaza, como su padre. Comenzó de cargador, luego de barrendero y de chofer. Al final, terminó sepultando muertos.
Podría haberse dedicado al futbol si su vida hubiera sido otra. Cuando un señor lo “descubrió”, le dio un uniforme y lo llevó a jugar al Centro Asturiano de México. No tenía espinilleras, así que cortaba las botellas de shampoo y se las ponía debajo de las calcetas para disimular. Jugaba también en el llano, en el equipo del barrio. Ahí conoció a Yaris. Él tenía 23, ella 14. Un par de años después, se casaron y decidió dejar el deporte para dedicarse al panteón. Entre su sueño y el trabajo remunerado, se quedó con lo segundo.
Pero no le bastaba. Dice que en el panteón el silencio se rompe siempre: murmullos, el ruido de las hojas estremeciéndose con el paso del viento, el grito ahogado de una madre que perdió a su hijo. Siente que aquí no habita más que la tristeza, el sufrimiento.
—Ya no hay nada, es la ausencia de vida, pero yo estoy vivo, tenía que vivir.
Entre tumbas soñaba despierto, recostado en losas que recitaban las últimas palabras de amor para un ausente –“En recuerdo de…”–.
Alguna vez se imaginó stripper, practicó en la casa de familiares de Yaris, en reuniones de las que terminaban por echarlo tras haberse quitado lentamente la ropa, seducido por la música: creían que estaba borracho. Después comenzó a bailar de chambelán, se alquilaba para XV años.
Luego se volvió maestro de baile. Al panteón iba por las mañanas, junto con su papá y hermanos. Y por las tardes, a bailar en el patio de la casa familiar, junto con Yaris.
También se imaginó como luchador y, aunque le dijeron que ya era demasiado mayor para hacer carrera, le entró. Le llamaban Andy Vázquez, pero su personaje no era popular y con los años decidió cambiarse el nombre a “Heredero de la Muerte”, en honor a su abuelo Cleofas, a su padre Sebas y a sí mismo. Los Vázquez tienen un pacto con la huesuda.
[Espectros]
Es una de esas casas que crecen hacia arriba. Guarda entre sus muros generaciones completas que procrean a otras y éstas, a su vez, otras más. Así como cada generación construye su vida, se erigen muros, cuartos y pisos que elevan la casa, que la vuelven un monstruo de cemento. Ladrillos, varillas y pintura fresca revelan el nacimiento de una nueva familia de sepultureros que comparte ADN con su antecesora.
Andrés Vázquez nació aquí. Lleva 39 años habitando este espacio. Es el cuarto de cinco hermanos y, tras casarse, se le asignó la planta baja del inmueble que ya suma tres pisos. Sus padres viven arriba, un par de hermanos más arriba. Sus hijos, cuando crezcan y se casen vivirán, quizá, encima de todos.
Crecer hacia el cielo.
Las familias pudieron comprar un pedazo de tierra hace décadas y fueron repartiendo a sus hijos y luego, cuando se acabó la tierra para repartir, pensaron que el límite era el cielo.
—Es algo del barrio —dice Andrés.
Yaris, su esposa, nació y creció también en la misma colonia: San José de los Cedros, en Cuajimalpa de Morelos. Pero aquí no hay cedros. Cuando era niño era puro bosque, barrancas y tierra para sembrar, pero ante el olvido, creció solo, a su propio entender, hacia los lados y hacia arriba, se cubrió de cemento, arrasando con los árboles que sólo quedan, como espectros, en los nombres de las calles: Naranjo, Níspero, Nogal, Magnolia, Cedros.
Se casaron jóvenes. Andrés tenía 25, Yaris 16. En vez de pensar en hacer su vida lejos del barrio y la familia, siguieron la tradición: ocupar un poco del espacio que es del padre de Andrés, y que antes fue de su abuelo y antes del padre del abuelo. Como una matrioshka. Lo mismo que ocurrió con su profesión de enterrar muertos.
[Zumba de las siete]
Lo primero que se pisa al entrar en la casa es un patio azulejado color marrón. Los muros están pintados de un amarillo fuego. Al fondo, a modo de bienvenida y escrito con un plumón rosado, se lee en una ventana: “Club Fitness Heredero de la Muerte”.
El piso está tapizado por pelotas grandísimas y suaves de las que se usan para hacer pilates y por tapetes de yoga acomodados uno al lado del otro. Hay viejas bicicletas fijas recién acondicionadas, una barra semiolímpica de pesas, una escaladora. Cerca del medidor de luz, cajas de fusibles y un altar a la virgen de Guadalupe –tres imágenes, dos veladoras, un Cristo–. Enfrente, una larga escalera de cemento color blanco, a medio pintar. Sin barandal. Lleva al cielo o a las otras moradas familiares.
De una bocina pegada a la pared emerge el verso de una canción que grita: “¡Abuelitaa! ¡El aaguaaa!” y, como si se tratara de una señal, unos pies cobran vida. Punta, adelante. Punta, derecha. Punta, atrás. Brinquito con el otro pie. Talón derecho delante, talón izquierdo delante. Un, dos, tres, cuatro. Un giro perfecto, 360 grados. Sale volando por los aires el pie derecho de Andrés sólo para terminar pegado al otro. Quedan entonces bien plantados en el azulejo marrón, listos para volver a empezar.
Hace ya seis años que esa área, que era tierra y ladrillo gris, se fue transformando en un salón de baile. Sacaron la camioneta de papá y, entre el polvo, quinceañeras y chambelanes, danzaron tardes y noches hasta dominar coreografías que mostrarían en magnos eventos, según dicta la costumbre mexicana, la transformación de una niña en una mujer, ese ritual que pretende el fin de la inocencia a partir de la edad.
El panteón.
Luego, la tristeza de Yaris. Había ido a tomar una clase de zumba a un negocio cercano y le habían llamado gorda. Se sintió intimidada. Entonces a Andrés se le ocurrió usar su experiencia y darle clases de baile, también en el patio de la casa donde creció. Así se inauguraron las veladas de zumba de 7 a 8 los lunes, miércoles y viernes.
Esta noche la cumbia retumba y cubre el ruido de la lluvia con su tun, tun, tun. Es septiembre de 2020 y, en medio de la pandemia por Covid-19, esos pies danzan y guían a un pequeño ejército de ocho pares que les imitan. Están ahí moviéndose en lo que se presume gimnasio, en una era donde los gimnasios están prohibidos para evitar contagios del virus que se manifestó primero en China y que se esparció por el mundo entero.
No llevan mucho tiempo ejerciendo esta actividad. En marzo el gobierno mexicano decretó la cuarentena y el cierre de negocios, oficinas, gimnasios, parques, bares y restaurantes. El “Club Fitness Heredero de la Muerte” también cerró sus puertas. Con el decreto gubernamental por la pandemia, sus alumnas dejaron de ir.
Entonces, a su esposa Yaris, una mujer simpática, fuerte y más alta que la estatura media mexicana, se le ocurrió una idea: rutinas de ejercicio, horarios escalonados de 5 a 9 de la noche, poca gente repartida cada hora.
—Me abrió los ojos —recuerda Andrés.
Un amigo le vendió seis viejas bicicletas fijas, una escaladora, algunas pesas. En una pared puso sus reconocimientos de luchador amateur, sus diplomas y recortes de periódico donde aparece con una máscara acompañado de otros luchadores. Mandó hacer mantas con frases motivacionales, acondicionó un baño, colocó un tapete sanitizante en la entrada, una mesa con gel antibacterial y marcó distancia entre los aparatos. Casi a escondidas, retomó el contacto con las viejas clientas que fueron llegando de una en una a tomar –también a escondidas– clases con él.
De pronto fue insuficiente. Los horarios escalonados se convirtieron en un pretexto para esperar la cita anhelada con la zumba a las siete de la tarde. Con el tiempo, de una alumna, fueron dos, cuatro, ocho. A veces, son 10. El espacio mide unos 20 metros cuadrados y la distancia entre cuerpo y cuerpo podría medirse con el largo de un brazo.
En agosto, algún vecino llamó a la patrulla y un policía llegó sin dudar hasta la reja blanca de la casa de tres pisos, atraído por la música que dentro hacía vibrar entre notas a unos cuantos cuerpos.
No era mentira. En el patio un hombre de 39 años enseñaba a un grupo de mujeres el arte de bailar cumbias, salsas, bachatas, reguetón y rock & roll. Movimiento de hombros y caderas, brazos al aire, brincos y gritos salían de ese pequeño espacio, aislado de la calle apenas por una valla y un par de lonas color naranja y gris.
—Yo sólo le dije: jefe no estoy haciendo nada malo, sólo estoy trabajando, no podemos quedarnos encerrados por siempre, nos hace mal —recuerda.
Lupis, una de las alumnas y también profesora de zumba, dice que el policía nada más las miró a través de la reja, se subió a la patrulla y se fue.
—Nada más bájele a la música —fue la orden.
Andrés reflexiona sobre lo que ocurrió aquella noche. Dice que el policía entendió su pensar, que, como él, sabe que es más peligroso el miedo que el mismo Covid-19, porque la muerte siempre ha estado ahí, como la única certeza que tiene todo ser vivo que nace en este planeta.
—No estamos en un panteón donde es el final, la última morada, donde se acabó y ya no hay vuelta de hoja. Estamos aquí y podemos vivir. Por eso hay que vivir.
[Mirabilis jalapa]
Un letrero amarillo alerta: “¡Cuidado! Está usted entrando en zona de alto contagio”. El acceso principal del Panteón Civil Dolores está cerrado, pero hay una puerta a un costado –me indica uno de los cuidadores– por donde puedo ingresar brevemente. El acceso al público en general está prohibido.
Es septiembre y ha llovido. Dentro huele a manzanilla con humedad y las hierbas alcanzan el metro de altura, dominan; con el Covid el gobierno de la alcaldía Miguel Hidalgo ha reducido la plantilla de los trabajadores a un 30 por ciento y no alcanzan las manos para limpiarlo.
En este panteón, determinó el gobierno de la Ciudad de México, debían cavarse fosas individuales para albergar los restos de personas contagiadas que no fueran reclamadas por un familiar.
Fueron poco más de 100 hoyos. La mitad se hizo en un lote baldío que en vez de tierra tiene tepetate, esas piedras blanquecinas porosas que, amalgamadas, crean entre sí un suelo duro, difícil de remover. Trabajadores de la alcaldía trajeron maquinaria e invitaron a los medios a fotografiar. El resto se cavó en el límite del camino norte del panteón, a menos de un kilómetro de la Rotonda de las Personas Ilustres, un espacio creado en 1872 para resguardar los restos de aquellas personas que –a consideración de las autoridades– dejaron un legado importante a México. Ahí están los nichos –algunos con huesos, otros vacíos– de Rosario Castellanos, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Agustín Lara, Dolores del Río, Ricardo Flores Magón, entre otros artistas, escritores, gobernantes, militares y algún periodista.
Restos humanos afloran.
Pero nada. Aún con la orden establecida en el Lineamiento de manejo general y masivo de cadáveres por Covid-19, publicado por la Secretaría de Salud el 21 de abril, aquí no hay muertos. En el primer terreno, apenas quedan cuatro fosas abiertas en la parte superior izquierda y otras dos en la parte inferior derecha. El resto se cubrió de tepetate.
En el segundo terreno, los hoyos se pierden entre la maleza. Apenas un cordón de plástico amarillo, viejo y roído, con la leyenda “precaución” alerta sobre el peligro del terreno que se pisa. No hay rastros de tumbas ni del cemento que debía cubrirlas para evitar un posible contagio –un método de prevención porque no hay estudios que prueben la transmisión a través de los muertos–; en cambio, los hoyos individuales esperan vacíos la especulación funeraria, para que terminando la crisis alguien invierta en apartar ese hueco y ocuparlo el día de su muerte.
Los sepultureros que están de guardia me dicen que al fondo se enterraron 20 personas, todas con familia y con nombre, ningún no identificado, ningún no reclamado. Entonces, ¿a dónde van?
Ando por la vereda que da a la laguna seca. En este rincón olvidado del panteón, los huesos ajenos guían el andar solitario. Uno va apenas acompañado por el viento que se pasea entre los árboles y la maleza. Encima rugen los aviones y un lejano crujir de la tierra intenta resistirse a una pala que rasca sus entrañas.
Huesos. Cachos de restos. Fémures partidos por la mitad, tibias salidas de entre la tierra, falanges regadas a lo largo del pasillo húmedo. Hay que andar con cuidado si no se quiere pisar lo que queda de un ser humano.
Aquí donde están las fosas comunes, jamás se ha escuchado a un mariachi tocar. Las flores no vienen de la Florería Hilda de avenida Bosques: son mirabilis jalapa, dompedros silvestres que cubren de vida las escasas tumbas cercanas de los pocos –muy pocos– encontrados por un familiar.
Ésta no es la norma. Quien llega aquí tiene como destino el olvido y lo que queda después de cinco años dentro de un hoyo profundo, cuerpo a cuerpo con otro olvidado, es que la tierra se trague la piel y escupa los huesos.
Incluso a los sepultureros la fosa común les perturba. Por eso esta área tiene a un solo encargado. Es por el silencio del olvido: lo que para algunos son almas en pena de cientos y cientos de cuerpos que nadie reclamó y que nadie recuerda.
En pandemia, el personal del Instituto de Ciencias Forenses (Incifo) ha duplicado las visitas semanales al panteón. Traen el doble de cuerpos, aumentó la cantidad con los olvidados del Covid. Entran por este terreno con una camioneta y sacan de bolsas negras los cadáveres de quienes tuvieron un nombre para dejarlos caer en alguno de los cinco hoyos extra que los sepultureros cavaron en abril. Miden seis o siete metros de profundidad, están separados entre sí por costales blancos y amarillos rellenos de tierra y piedra, apilados uno sobre otro para formar muros, como paredes que separan diferentes habitaciones. Cada cuarto tiene la capacidad de albergar 100 cuerpos.
La última vez que se hizo una maniobra similar fue en 2017, cuando por el sismo magnitud 7.1 grados, evocando la experiencia del terremoto de 1985, las autoridades pensaron que muchas personas morirían como no identificadas o reclamadas en la Ciudad de México, aunque no fue así: la cifra oficial marcó 192 decesos y las fosas comunes no se utilizaron entonces. Este año, la historia es diferente.
—No me da miedo morir. Cuando estás muerto, pues ya qué. Lo feo es el proceso. Lo triste es para los que se quedan —me dijo Andrés unos días antes.
También me dijo que el Covid-19 existe, aunque él, que lleva trabajando toda la pandemia en el panteón, no ha enterrado a un solo muerto de Covid o de sospecha.
—Puras neumonías atípicas, ataques de ansiedad, infartos.
Andrés se divide entre el panteón y el baile.
[Tormenta]
Andrés, junto con dos de sus hermanos, sigue trabajando en el panteón. Su papá, a sus 65 años, optó por descansar, pero si fueran tiempos libres de virus –y menos dolorosos–, seguiría ahí, andando entre tumbas en compañía de sus hijos.
—Eso es lo que no se debe hacer. Si vieras cuántos compañeros se han muerto así, en sus casas. Pero no es por el Covid, es por la tristeza. Les quitas el trabajo y les quitas la vida.
Hace unos años don Sebas terminó en el hospital. Es diabético y perdió un ojo.
—Pensé que mi papá se iba a morir, pero en el hospital todavía hay vida, en el panteón ya no.
Cuando Andrés lo fue a visitar, recuerda que sintió miedo de perderlo, apenas le iban a extirpar el ojo y lo vio ahí, en la cama, vulnerable y casi vencido.
—Yo le dije no, jefe. Usted no se va. Vengo al rato por usted para llevarlo a la casa.
Luego, lo sedaron. Luego, despertó. Y Andrés lo llevó a ese monstruo de concreto que crece cuando nace una nueva ramificación de la familia.
Ya es octubre y también llueve. Hay un arcoiris en un cielo que truena, salvaje. Dura segundos. De pronto, la tormenta. El viento azota árboles y arrastra hojas de forma violenta por las calles. Andrés escribe un mensaje por Whatsapp: “Me siento mal, mi papá está en el hospital. Estamos tristes por todo esto de la pandemia, pero vamos a darle, con actitud y positivismo”.
Está internado en el Hospital del ISSSTE Fernando Quiroz en la alcaldía Álvaro Obregón. Intubado, pero estable. Es sospechoso a Covid.
—Tengo fe. Voy a ir por él para llevarlo a casa.
[Último deseo]
La primera persona a la que Andrés acompañó hasta el Panteón Dolores con un acta de defunción que reza como causa de muerte “Covid-19”, fue su padre. Don Sebas murió un domingo 18 de octubre de 2020 a los 65 años, la misma edad que tenía don Cleofas –su abuelo– cuando dejó el mundo hace más de 15 años.
—¿Sabes qué fue lo que pasó? —me dice Andrés por teléfono veinte días después del fallecimiento—. Se sugestionó.
Don Sebas, un hombre macizo, alegre y bailarín que heredó la profesión de sepulturero de don Cleofas y que llegó al Dolores desde muy pequeño, se había resguardado desde el inicio de la pandemia porque era población vulnerable. Acumulaba males: hipertensión, cirrosis, diabetes, la pérdida de un ojo que le dejó un hueco por el que –según su hijo– se le escapaba el 50 por ciento del aire que respiraba. Pero un día de septiembre bajó al trabajo junto con sus hijos, quería darse una vuelta por el viejo cementerio y escuchó los rumores más recientes: cinco compañeros muertos de un jalón, nadie de Covid, pura hipertensión, neumonía atípica, una hernia reventada y dos por depresión. Todos de la tercera edad.
—Ya me toca a mí, empezó a decir.
En tres días su salud se deterioró.
—Un resfriado mal cuidado —asegura Andrés.
Lo llevaron al hospital y les dieron el diagnóstico: tiene la presión alta, diabetes, el hígado dañadísimo por la cirrosis, los pulmones afectados, los riñones mal.
—Su papá viene al 50 por ciento de vida. No hay esperanza —recuerda haber escuchado. Una semana después, tras haber sido intubado, murió. De las tres pruebas para identificar al SARS-CoV-2, le hicieron dos que salieron positivas. Lo único con lo que el hospital no pudo acreditar la presencia del virus fue con la tomografía de los pulmones, porque no había equipo.
—Nos alcanzó el Covid, porque así lo manejaron con el acta, como si fuera Covid, pero mi papá ya venía mal desde antes —defiende Andrés.
Aun con eso, don Sebas tuvo tiempo de decir adiós. Mandó a llamar a sus hijos para despedirse.
Para Andrés, la orden fue: sigue bailando, sigue sonriendo, sigue alegre, vas muy bien. Así entendió cómo llegó a ser quién es hoy.
—Mi papá siempre me decía: si hay un problema, disfrútalo; si hay una alegría, disfrútala, porque nada regresa, todo son enseñanzas que tienes que llevarte. Yo quería que me enseñara a bailar, pero me enseñó la realidad. Me hizo madurar, crecer. Era de te me paras y sigues, aquí uno se limpia las lágrimas y sigue.
El último deseo de don Sebas era que sus cenizas fueran esparcidas en el panteón donde creció y vivió, un ciclo perfecto de la vida, pero sus hijos le quedaron mal.
—¡Cómo vamos a tirar las cenizas de mi papá! —justifica riendo Andrés, que resguarda los restos de su padre en la casa de concreto donde habitaron siempre, un hogar aún sin terminar, pero con la promesa hecha a su padre en sus últimos momentos de que la obra iba a continuar. A veces, hacer una promesa es más importante que cumplirla.
Es aquí, en el fin de una vida donde nace otra.
—¿Sabes qué, cabrón? Ya no aguanto.
Ésta es una frase dicha en los últimos momentos de un padre a un hijo, como si ese hijo fuera más que ese lazo familiar y se convirtiera en un amigo. Y un legado que pone nombre, “Heredero de la Muerte”, no sólo por la profesión familiar.
—La muerte es sólo un recordatorio presente de los momentos y las personas que ya no están.
Andrés baila, emula los pasos de su padre, un enamorado del mambo. Mueve el cuerpo como si fuera su alma, su espíritu y proyecta algo que no tiene nombre. Un vacío, quizá. La ausencia disfrazada de sonrisa. Una metamorfosis, le llama. Agradecimiento, miedo, oportunidad.
Una certeza: está vivo.
—Lo que me dejó mi papá soy yo. Ahora tengo mi propia historia.
Fuente.-@AleCrail/