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Es la una de la mañana del jueves 7 de septiembre de 2006. Una pick up y dos jeeps con 20 hombres armados recorren de madrugada las calles de Uruapan: se desplazan por la carretera que va hacia Pátzcuaro y se detienen bajo la marquesina de un bar con servicio de table dance, el Sol y Sombra.
A esa hora hay en el lugar un centenar de bailarinas y parroquianos. La música, los murmullos de la gente que ríe, llegan hasta el borde de la carretera.
Se desarrolla entonces una escena que sacudirá al país como si esa noche lo hubieran llevado hacia una silla eléctrica. Los tripulantes del convoy saltan de las unidades e ingresan en el bar. Van vestidos de negro, llevan oculto el rostro con pasamontañas, ostentan —estampadas en la espalda— las iniciales amarillas de la AFI, la Agencia Federal de Investigación.
Los testigos contarán a los medios que los intrusos llegaron disparando al techo y arrojaron sobre la pista de baile varias bolsas de plástico, adentro de las cuales había cinco cabezas.
Antes de regresar a los jeeps y la camioneta, los hombres de negro dejan una cartulina que dice: “LA FAMILIA NO MATA POR PAGA. NO MATA MUJERES. NO MATA INOCENTES. SOLO MUERE QUIEN DEVE MORIR. SEPANLO TODA LA GENTE. ESTO ES: JUSTICIA DIVINA”.
—¿Quién es La Familia? —le preguntan unos periodistas al día siguiente al entonces subprocurador de Justicia de la entidad.
—Desconocemos quiénes son. Estamos investigando —contesta el funcionario.
Un reportero enviado desde la Ciudad de México se presenta en el Semefo de Uruapan.
—¿Y los cuerpos? —inquiere.
El encargado de la morgue le da esta respuesta:
—Ya aparecerán. Hay que fijarse cuando los zopilotes anden haciendo rueda.
En el transcurso del mes anterior —agosto de 2006— habían sido ejecutadas en Michoacán 84 personas. El año cerraría con 500 ejecuciones en el estado y el debut de una nueva organización criminal, La Familia Michoacana.
Un manifiesto publicado semanas más tarde establece que La Familia ha surgido para “liberar” a Michoacán de los métodos brutales de Los Zetas, un grupo criminal que entró al estado como socio del grupo hegemónico local, el Cártel del Milenio, liderado por los hermanos Valencia, con intención de controlar la ruta de cocaína que une Lázaro Cárdenas con la frontera tamaulipeca.
Ilustraciones: Patricio Betteo
La historia de Los Zetas es de sobra conocida. Militares de elite son enviados a la PGR para reforzar el combate a las drogas. Ahí se dejan contaminar por las tentaciones del crimen organizado y terminar por cambiar de bando. Sirven primero como brazo armado del Cártel del Golfo. Pero un día comprenden que pueden operar por cuenta propia y se vuelven el azote del país.
Desatan una violencia que no se había conocido hasta entonces. A ellos se atribuye la creación de un nuevo modelo de operación criminal, que consiste en apoderarse de las rutas del narcotráfico y de los negocios ilícitos que funcionen dentro de éstas: de la “piratería” a la trata de personas, y todo lo que quepa entre ambas.
Los Zetas desarrollan también el modelo de “extracción de rentas” a la sociedad. La cadena de secuestros y extorsiones que terminará por constituir su marca de agua.
En 2006 los estragos que este modelo de operación había causado se hacían visibles en todas las regiones de Michoacán. Las historias de tropelías cometidas por Los Zetas eran interminables.
Varios narcotraficantes del Cártel del Milenio —Carlos Rosales Mendoza, Jesús Méndez Vargas y Nazario Moreno González, entre otros— se mostraron en desacuerdo con esos métodos y rompieron la alianza. De ese modo surgió la organización que sería bautizada como La Familia Michoacana.
Servando Gómez, La Tuta, ex maestro normalista que fungía como operador logístico del nuevo grupo, convenció a los cabecillas de que era necesario diferenciarse de Los Zetas estableciendo una “relación armónica” con las comunidades michoacanas. La Familia continuó con la venta de protección, el cobro de “derecho de piso”, el apoderamiento de las actividades ilícitas, pero también construyó hospitales y pavimentó calles en las comunidades en las que radicó su “base social”.
Como ha explicado Jaime Rivera Velázquez, la nueva “empresa” envolvió sus actividades criminales bajo la tersa envoltura de la superación personal, y de una doctrina evangélica “de liberación espiritual”.
De ese modo construyó sus lealtades.
La Familia adoptó la forma macabra de ejercer la violencia que poseían Los Zetas: métodos inhumanos de ejecución, grabación de videos que reproducen escenas inenarrables.
Las cabezas de Uruapan fueron el anuncio de la guerra que este grupo criminal iba a emprender contra Los Zetas.
La reacción del gobierno estatal consistió en admitir que el esquema de combate al narcotráfico “estaba agotado, no sólo en Michoacán, sino en todo el país”. El gobernador —el perredista Lázaro Cádenas Batel— aceptó que su gobierno se hallaba rebasado y pidió a la federación “una reingeniería total, otro sistema”.
Felipe Calderón lanzó el Operativo Conjunto Michoacán el 11 de diciembre de 2006, 11 días después de asumir la presidencia, luego de unas elecciones especialmente controvertidas. Siete mil efectivos llegaron ese mes al estado.
Las cinco cabezas cercenadas con los ojos abiertos eran la metáfora exacta de lo que iba a suceder en México: con aquellos ojos desorbitados comenzó la década más sangrienta que México había vivido en los últimos cien años.
Los federales de Arteaga
El viernes 10 de julio de 2009 se anunció la detención de Arnoldo Rueda Medina, La Minsa, uno de los principales líderes de La Familia Michocana. Su nombre no se había hecho público hasta aquel día. Pero su importancia dentro del cártel no tardó en manifestarse: la unidad blindada que lo trasladaba fue interceptada por un comando. Aunque los sicarios lanzaron contra ésta una granada, no lograron detener su marcha. La Minsa fue llevado a la comandancia de la Policía Federal en Morelia.
En ese sitio se desató el infierno.
30 camionetas con hombres armados fueron enviadas a rescatar al dirigente criminal y barrieron a tiros la fachada del inmueble. Seis policías resultaron heridos. La Minsa, sin embargo, no estaba ya en la comandancia: iba rumbo a la Ciudad de México para ser puesto en manos de la SIEDO.
A partir de entonces se desencadenó de manera sincronizada una serie de ataques contra bases de la Policía Federal en diversas ciudades del estado: Huétamo, Pátzcuaro, Apatzingán, Lázaro Cárdenas, Zamora. En uno solo de esos ataques 12 federales murieron y 15 fueron heridos.
Faltaba lo peor. Y lo peor vino el 12 de julio en la Huacana, a un costado de la Autopista Siglo 21.
Ese día aparecieron al borde de la carretera los cuerpos de 12 policías federales. 11 hombres y una mujer. Estaban semidesnudos y con signos brutales de tortura. Los habían apilado. Formaban una especie de pirámide macabra. A su lado había un letrero que rezaba: “Para que vengan por otro… los estamos esperando”.
Los 12 agentes eran miembros de las Fuerzas de Inteligencia de la Tercera Sección de la Policía Federal. Habían sido comisionados para indagar, en Arteaga, los movimientos de Servando Gómez, La Tuta.
Lograron rentar una casa que colindaba con la de la madre de este narcotraficante y se hicieron pasar por estudiantes hasta que la propia madre del capo los descubrió: había visto entrar a uno de los federales con un arma larga, y se lo dijo a su hijo.
Años después, cuando La Tuta fue aprehendido, relató que él mismo se encargó de tocar en la puerta de los agentes y que todo pudo ser distinto. Porque la oficial Haydée Villalobos logró encañonarlo con una 9mm. Y sin embargo, la agente dudó en disparar.
Los sicarios esperaron dentro de la casa que los federales fueran llegando. Los sorprendieron uno a uno. La Tuta ordenó torturarlos y asesinarlos. La Familia Michoacana subió más tarde a YouTube el video de la ejecución. Una prueba palmaria de la existencia del mal.
El video dura seis minutos y consta de tres partes. En la primera, aparecen los agentes golpeados y ensangrentados, mientras suena un corrido cuyo tema es la traición. En la segunda, algunos oficiales yacen en el piso con un tiro en la cabeza y se ve a otros con vida, sentados en el suelo.
En la última toma los 12 agentes están muertos, acomodados en fila. Hay un hacha y un zapapico sobre los cuerpos. Un hombre armado con un R-15 muestra una cartulina en la que se lee: “Saludos Mauro Timez y César Estrada”.
Varias horas después de perder contacto con el grupo, sus superiores decidieron pedir apoyo a la división de Fuerzas Federales. Era tarde. Se había consumado la que era hasta entonces la peor embestida del crimen organizado contra una corporación policiaca.
El 6 de febrero de 2015 los servicios de inteligencia de la Policía Federal advirtieron que una persona cercana a La Tuta llevaba un pastel a un domicilio en Morelia. Ese día es el cumpleaños del capo. La casa fue vigilada a lo largo de tres semanas.
En la madrugada del 27 de febrero los federales vieron salir a varias personas de la casa. Una de ellas llevaba una gorra y el rostro cubierto. Era La Tuta. Lo aprehendieron sin hacer un solo disparo.
Un mes más tarde la Policía Federal regresó al kilómetro 188: el sitio donde los cuerpos fueron encontrados. Ahí se verificó una cermonia, “para cerrar el círculo”, en memoria de los agentes caídos en Arteaga.
En Michoacán, mientras tanto, las balas seguían tronando.
El rancho San José
Efectivos del Ejército y la Marina ingresan en el rancho San José, a 15 kilómetros de Ciudad Victoria, Tamaulipas, atraídos por versiones de que ahí ha ocurrido un tiroteto. Es el 13 de noviembre de 2010. En los alrededores del rancho sólo hay silencio. Los efectivos avanzan con las armas listas. Ven a lo lejos una casona completamente agujereada por impactos de bala. La fachada muestra también el estallido de varias granadas.
Frente a la casa hay cuatro muertos. Adentro, tras una ventana, aparece otro. Es un anciano con el cuerpo perforado a tiros.
Alguien avisa que en las inmediaciones del rancho hay dos personas heridas e inconscientes. Se trata de dos sicarios que sus compañeros dejaron atrás al darlos por muertos. El testimonio de los sobrevivientes permite saber lo que sucedió.
El 12 de noviembre un comando de Los Zetas se presentó en el rancho San José y dio un ultimátum a su propietario, el empresario maderero Alejo Garza Tamez: tenía 24 horas para desocupar el inmueble, a partir de ahora era propiedad de Los Zetas.
Las versiones periodísticas coinciden: Garza Tamez les dijo que no, y que ahí iba a estar esperándolos.
Cuando Los Zetas se fueron, el empresario pagó el salario de los trabajadores y les dijo que al día siguiente no los iba a necesitar. Según se vio después, pasó el resto de la tarde y de la noche diseñando una estrategia de defensa.
Garza Tamez, de 77 años, fue desde su juventud un aficionado a la caza. Tenía en el rancho rifles de diversos calibres, así como algunas pistolas deportivas. Colocó armas detrás de cada puerta y cada ventana, para poder disparar desde distintos frentes. El caudal de casquillos percutidos que los militares hallaron dentro de la casa revela que el empresario dio una pelea larga aquella madrugada.
Una nota de la época refiere que los militares encontraron en la casa una botella de tequila a medio consumir y varias colillas aplastadas con el pie, el indicio de las horas que Garza Tamez pasó en la oscuridad, pensando quién sabe en qué mientras esperaba a sus atacantes.
Eran las cuatro de la mañana cuando los motores de un convoy sonaron a lo lejos. Los Zetas —unos 20— traquetearon hasta la entrada del rancho, se apostaron frente a la casona e hicieron disparos al aire. Creían que iban a encontrar el predio abandonado. Había ocurrido de ese modo varias veces.
Desde una ventana vinieron los primeros tiros. Cuatro sicarios cayeron.
El comando abrió fuego y se desplegó alrededor de la casona. Garza Tamez iba de una ventana a otra, disparando. Dos hombres rodaron por el suelo, heridos.
El estado en que se halló la fachada de la casa indica que Los Zetas echaron mano de un buen puño de granadas.
“Pensaban que era un comando allá adentro y no era ningún comando, era mi señor padre”, dijo luego la hija del empresario.
Vino al fin lo inevitable. Los tiros cesaron.
Pero al comando no le quedó más remedio que retirarse, porque era cuestión de tiempo para que el ruido de la balacera atrajera a la Marina o al Ejército.
El empresario maderero fue ungido como héroe en los medios de comunicación y en las redes sociales. Sin embargo, la suya no era sólo una historia de heroísmo. Era también una historia de fracaso, de complicidad, de abandono y desesperación.
Desde los primeros años del siglo Los Zetas se habían adueñado del noreste del país, disputando cada centímetro del territorio a sus antiguos amos: el Cártel del Golfo. Su violencia extrema les dejó franco el camino. Se apropiaron de policías y gobiernos municipales y, según probó luego el caso del ex gobernador Tomás Yarrington (1999-2004), también se infiltraron incluso en las altas esferas de la administración estatal.
Tamaulipas era en 2010 el caso más serio de ausencia del Estado. Los criminales imponían retenes, cobraban impuestos, expoliaban a su gusto propiedades y negocios.
En la cresta de ese horror llegó la madrugada del rancho San José.
Ataque al Casino Royale
El 25 de agosto de 2011, cerca de las dos de la tarde, varios hombres se encontraron en el restaurante de cabrito El Gran Pastor, en la avenida Gonzalitos de la ciudad de Monterrey.
Una cámara de vigilancia registró su salida una hora más tarde. Abordaron cuatro vehículos. Una segunda cámara documentó su arribo a una estación de gasolina, en la que llenaron algunos bidones.
15:48. El sistema de vigilancia del Casino Royale en avenida San Jerónimo 205, graba el arribo de una camioneta Chevrolet S150. El chofer de la camioneta pretende entrar en la bahía, pero se arrepiente, y finalmente se estaciona sobre la avenida San Jerónimo, frente a la mole del casino.
Al poco tiempo aparece un Mini Cooper de color blanco con franjas negras, seguido de una camioneta Equinox. El último vehículo del convoy es un sedán gris.
15:49. Entre ocho y nueve sujetos descienden de estas unidades. Empuñan armas largas. Algunos de ellos extraen de la batea de una de las camionetas tres o cuatro tambos. Se les ve correr hacia el inumeble.
15:51. La cámara muestra la salida masiva de los clientes del casino, que huyen del lugar despavoridos.
15:52. Los atacantes regresan a los vehículos y huyen por San Jerónimo, mientras un humo negro que sale del casino comienza a cubrirlo todo. En cuestión de segundos el humo es reemplazado por los rabiosos lenguetazos de las llamas.
En el Casino Royale había aquella tarde aproximadamente 100 personas. Los atacantes tiraron al aire, ordenaron a los clientes que se marcharan y rociaron cuatro bidones de gasolina en el área de bingo.
Sólo la mitad de los clientes alcanzó la salida. Las llamas hicieron pasto de la alfombra y las inmensas cortinas. En menos de un minuto el fuego se multiplicó. 52 personas (42 mujeres y 10 hombres) quedaron atrapadas. Las puertas de emergencia tenían llave.
Algunos clientes se refugiaron en los baños; otros, desesperados, lograron llegar al segundo piso. Allí los alcanzó el humo —este piso no tenía salidas.
Los medios de comunicación relataron el caso del mesero Rubén Morales, de 19 años, cuyo turno acababa de empezar a las tres de la tarde. Aquel era su primer día de trabajo. Checó tarjeta sólo 50 minutos antes de la llegada de los agresores.
La mayor parte de las víctimas falleció por aspiración de monóxido de carbono, pero otras fueron presa de las llamas. Fueron encontrados varios cuerpos toalmente calcinados.
La procuraduría local presentó días más tarde a los primeros detenidos. Habían llegado a ellos siguiendo la pista de los autos, así como las imágenes que dejaron impresas en diversas cámaras de vigilancia. Formaban parte de una célula de Los Zetas, a cuyo frente se encontraban tres sujetos apodados El Comandante Quemado, El Comandante Mataperros y El Toruño. Seguían las órdenes de un jefe regional conocido como La Rana (Carlos Oliva Castillo).
Los detenidos declararon que su objetivo “no era la gente”, sino dar un escarcamiento a los dueños del casino, a quienes Los Zetas exigían un pago semanal de 130 mil pesos por “venta de protección”.
La cosa “se les salió de control”, declaró uno de ellos. El fuego se extendió más rápido de la planeado.
Ocho meses después del incendio, en un enfrentamiento con el Ejército verificado en la carretera Nuevo Laredo-Piedras Negras, fue abatido un hombre que presentaba cicatrices por quemadura en el rostro. El arma de fuego que quedó a su lado tenía grabada esta palabra: Quemado.
El Ejército indicó que un análisis fotográfico y de señas particulares permitía concluir que el difunto era Francisco Medina Mejía, El Comandante Quemado.
Los miembros de la célula murieron o terminaron en la cárcel. Algunos de ellos fueron condenados a 60 años de prisión.
El último policía de Guadalupe
Es una tarde de domingo en Guadalupe, Chihuahua. Se desarrolla un partido de beisbol. A cargo de las labores de vigilancia del campo de juego está el jefe de la Policía Municipal, Máximo Carriles Limones.
En los últimos cinco años sólo él se ha atrevido a ocupar el cargo.
En todas las historias de la guerra contra el narcotráfico la muerte viaja en una camioneta. La camioneta de la muerte es esta vez una Silverado. La tripulan seis hombres. Tres de ellos van encapuchados; los otros, no (pero los asistentes al partido no los han visto antes).
Los recién llegados obligan a la gente a tirarse al suelo y suben por la fuerza a la Silverado a Carriles Limones. Su cuerpo aparece horas después en la carretera Ciudad Juárez-Porvenir, amordazado, atado de manos y tobillos, con la cabeza cubierta por una bolsa de plástico.
Los policías que se hallaban bajo su mando no se presentan al día siguiente a trabajar. Con el terror reflejado en el rostro el alcalde de Guadalupe anuncia la disolución de la Policía Municipal y pide la protección del Ejército. “No quieren que haya elementos de seguridad, ese es el mensaje. Pues bien, se los vamos a quitar. Y si las autoridades nos quieren ayudar, pues que lo hagan”, le dice a un reportero.
Guadalupe se queda sin policías. O mejor dicho, con un solo policía: un hombre al que Carriles Limones había reclutado personalmente poco antes de ser ejecutado: el único que se mantiene en su puesto.
Se llama Joaquín Hernández Aldaba y durante 19 días recorre en su patrulla un municipio sembrado de casas quemadas y cruces que indican el sitio en que alguien murió. Hernández Aldaba recorre esos parajes y luego, en la noche, al retirarse a su domicilio, cierra la comandancia con candado.
Se mueve sin armas, según dice, para evitar confrontaciones con el crimen organizado.
Los vecinos lo ven pasar y piensan en Erika Gándara.
Cinco años atrás, luego del asesinato del alcalde Jesús Manuel Lara, al que sicarios del crimen organizado acribillaron dentro de su casa, la policía entera se dio de baja y sólo ella quedó a cargo de la seguridad pública.
Erika Gándara puso en la comandancia dos imágenes de la Virgen de Guadalupe: su única protección en la Tierra —sin contar el fusil R-15 con el que salía a patrullar—. Al final, ni la virgen ni el fusil bastaron: un comando incendió su casa y se la llevó. El cadáver fue hallado en el desierto 10 meses después.
En 2008 el Cártel de Sinaloa entró en guerra con el Cártel del Juárez y su brazo armado: La Línea. Disputaban un corredor de drogas que atraviesa el desierto de Chihuahua a un lado del Bravo y permite cruzar fácilmente la frontera con Texas. La guerra de El Chapo Guzmán convirtió Guadalupe en un conjunto de casas quemadas y muros balaceados. De los 19 mil habitantes que había en 2008 hoy no quedan en el municipio más que dos mil.
Por ese paisaje de desolación y ruinas quemadas patrulló Joaquín Hernández Aldaba durante los 19 días en que se hizo cargo de la seguridad pública de Guadalupe.
El 8 de julio de 2015 el policía recibió una llamada. Había ocurrido un accidente en la carretera Ciudad Juárez-Porvenir. Subió a la patrulla, acompañado por su hijo de 24 años, y por un amigo al que intentaba convencer de que se diera de alta en la corporación.
Los estaban esperando en la carretera. Los cosieron a tiros.
Sólo sobrevivió el amigo de Hernández.
No es una historia del viejo Oeste. Es una historia de hoy, en el mismo pueblo en donde las cabezas de algunos funcionarios fueron cortadas y colocadas en la glorieta principal a manera de advertencia, el día en que comenzó la guerra entre el El Chapo Guzmán y el jefe del Cártel de Juárez.
Guadalupe, Chihuahua, se quedó de nuevo sin policía.
El sicario más sanguinario del CPS
El viernes 3 de diciembre de 2010 la 24 Zona Militar convocó a una conferencia de prensa. Se iba a anunciar la captura del “castrador y decapitador del Cártel del Pacífico Sur”, Édgar Jiménez Lugo. Los reporteros que atendieron el llamado fueron llevados en vehículos artillados a la delegación de la PGR.
Lo que encontraron al llegar a la conferencia fue a un adolescente de apenas 14 años al que efectivos militares habían detenido el día anterior, cuando se disponía a tomar un vuelo a Tijuana.
—¿Cuál es tu apodo?
—El Ponchis.
—¿A cuántas personas has matado?
—A cuatro.
—¿Cómo lo hacías?
—Las degollaba.
—¿Qué sentías al hacerlo?
—Muy feo.
—¿Cómo te involucraste en esta organización criminal?
—Me levantaron. Decían que iban a matarme.
El Ejército lo había detenido alguna vez al lado de varios sicarios del Cártel del Pacífico Sur. Lo dejaron ir, sin embargo, porque creyeron que aquel niño no tenía que ver con la organización.
Al poco tiempo se publicaron en YouTube unos videos en los que “el niño” aparecía torturando y asesinando personas. Intentaron ubicarlo. Pero se lo había tragado la tierra.
Un informe militar firmado por un “Teniente Barrales” indica que una llamada anónima recibida en la Zona Militar le hizo saber que El Ponchis estaba en el aeropuerto de Temixco, a punto de volar a Tijuana: 16 soldados del 21 Batallón de Infantería salieron a buscarlo. Lo hallaron en la sala de espera de Volaris, en compañía de su hermana. Planeaban pasarse a San Diego, para reunirse con su madre, a la que El Ponchis no veía desde los cinco años.
En la maleta llevaba dos pistolas abastecidas con cartuchos útiles. Su celular conservaba un video en el que se veía a un hombre desollado, y otro en el que el propio adolescente golpeaba con un palo a dos hombres colgados en un cuarto.
El Ponchis nació con cocaína en la sangre. Sus padres, que vivían en el barrio Logan de San Diego, terminaron recluidos. A los cinco años de edad Jiménez Lugo fue entregado a su abuela, quien lo llevó al estado de Morelos.
Tenía 11 años, según relató en el Centro de Ejecución de Medidas Cautelares para Adolescentes, cuando fue “levantado” por El Negro Radilla (Julio de Jesús Radilla Hernández), operador en Morelos de Édgar Valdez Villarreal, La Barbie, líder del llamado Cártel del Pacífico Sur.
La Barbie fue detenido en 2010. El Negro Radilla siguió operando por su cuenta y a él se debe una de las fases más negras y violentas en la historia de Morelos. Lo inhumano fue la marca del Cártel del Pacífico Sur. Un salvajismo sin límites, sin freno.
“Ya tienes casa y trabajo”, le dijo El Negro Radilla. El Ponchis fue preparado para convertirse en “halcón” y avisar de la presencia de autoridades y gente sospechosa en Morelos. El Negro lo hizo adicto a las drogas. A cambio de acceso irrestricto a la marihuana y otros enervantes aceptó el puesto de sicario —en el que recibió una especie de entrenamiento militar: marchar, formarse con otros “halcones” adolescentes, ser “tableado” cuando cometía errores y adiestrarse en el uso de armas de fuego.
“Mi labor era robar, detener rivales, sacar información a las víctimas y después asesinarlos”, declaró.
Ocho cómplices detenidos por el Ejército, los cuales confesaron 350 ejecuciones perpetradas en Morelos, lo señalaron como el sicario más sanguinario del cártel.
El Ponchis admitió sólo cinco homicidios (cuatro degollados y una persona asesinada de un tiro en la cabeza), aunque aceptó que había presenciado 36. A la última víctima le abrieron el cráneo, le sacaron el cerebro y le pusieron carne molida. Luego, la fueron a tirar a la autopista México-Cuernavaca.
El 3 de diciembre de 2010 Jiménez Lugo y su mentor criminal se reunieron en la fuente de Civac. Ahí se solían encontrar los miembros del grupo criminal. Radilla le dijo: “Vete porque aquí está feo, te van a agarrar”. El Ponchis fue a buscar a su hermana. Alguien lo delató.
Fue sentenciado a tres años de prisión, la máxima pena que podía recibir según la Ley de Justicia para Adolescentes del estado de Morelos.
Siete días antes de que esa sentencia se cumpliera, fue sacado en secreto del centro de reclusión, para que no se enteraran los medios.
Esa vez sí abordó el avión. Se sabe que se encuentra en Texas.
Un Drácula moderno
Era uno de los 20 criminales más buscados por el FBI. El Ejército lo aprehendió a mitad de una francachela, en una redada de la que su jefe directo, el narcotraficante Teodoro García Simental, apenas pudo escapar.
Él también intentó huir, corriendo por la playa, pero no llegó muy lejos. La cocaína que traía en la sangre habría logrado animar varias fiestas. “Perdón, perdón”, repetía dentro de la Humvee militar en la que lo trasladaron a la PGR.
Su perfil criminal resultó completamente inédito. Había disuelto 300 cuerpos humanos en sosa cáustica. Le decían El Pozolero. Había formado parte del Cártel de los Arellano Félix, y luego, cuando Teodoro García Simental rompió con éstos, se mudó con él al cártel de El Chapo. Llevaba 10 años convirtiendo a los muertos en “pozole”.
Un día después de su captura los militares lo llevaron, con la cabeza tapada con una cobija, al rancho en el que ejercía su oficio macabro. Se le ordenó que atendiera a los reporteros:
—¿Cuántas personas deshiciste?
—Unas 300.
—¿A quiénes deshacías aquí?
—No sé quiénes eran. A mí sólo me los daban.
—¿Tú los matabas?
—Me los traían muertos.
—¿Los despedazabas?
—No, los echaba enteros en los tambos.
—¿Cómo lo hacías?
—Yo los echaba en un tambo con ácido y ahí se desintegraban.
—¿Cuánto tardaban en deshacerse?
—14 o 15 horas.
—¿Qué hacías con lo que quedaba?
—Lo enterraba.
—¿En dónde?
—Aquí.
En aquel rancho (en realidad se trataba de un predio bardeado en el que había un cuartucho sin puertas) había profundos agujeros cavados en la tierra. De los cadáveres disueltos en sosa cáustica sólo quedaba uñas y dientes. Uñas y dientes que asomaban monstruosamente en la tierra seca.
Santiago Meza López, conocido como El Chago, había llegado al Cártel de Tijuana haciendo trabajos de albañilería. Declaró en la SIEDO que “ser fiel y trabajador” le valió que lo ascendieran. Un hermano de Teodoro García Simental le entregó los primeros cuerpos.
“Aprendí a hacer ‘pozole’ con una pierna de res, la cual puse en una cubeta, le eché un líquido y se deshizo… Le agarré la movida y ese fue mi error”, relató.
Con los años dominó la técnica. Dos tambos de 200 litros, 40 o 50 kilos de sosa, guantes de látex y máscaras antigases.
Meza López dijo que los cuerpos le eran entregados con la cara cubierta con cinta “canela”. Algunas veces el propio García Simental lo citaba de noche en alguna calle: “Me hacían el cambio de luces y se hacía la entrega”.
Le ayudaban “dos chavalos”: El Chalino y El Yiyo. Su sueldo era de 600 dólares a la semana.
No sólo deshizo a los rivales de El Teo. También se encargó de desaparecer a la gente que el cártel secuestraba y asesinaba luego de cobrar el rescate.
“Entre El Flama y yo les colocamos cinta adhesiva color canela en la cara para que dejaran de respirar y murieran por asfixia… después, otra persona conocida como El Chago se llevó los cuerpos a un lugar que desconozco, pero me enteré que los hicieron ‘pozole’”, relató un sicario detenido en 2005.
La historia de El Pozolero le dio la vuelta al mundo. Meza López fue presentado como una suerte de Drácula moderno. Él insistía, sin embargo, en que no había hecho nada malo. Sostenía que su trabajo “era normal”:
“¡No maté a nadie! ¡Mi única función era deshacerme de los cuerpos!”, declaró.
Los golpes que recibió el día de su captura —y que según la crónica de una reportera apenas le dejaban abrir los ojos— podrían ser la puerta para que Meza se quite de encima el único cargo que, ocho años más tarde, se sostiene en su contra: delitos contra la salud en la modalidad de posesión y portación de armas de fuego de uso exclusivo del Ejército.
Un día las rejas se abrirán y la oscuridad no habrá cambiado. Tijuana es hoy tan violenta como la ciudad que “Drácula moderno” conoció en 2009.
Operativo de exterminio
La orden bajó desde el alto mando de Los Zetas y desencadenó el operativo criminal más siniestro que se recuerde en México. La dieron el 18 de marzo de 2011 Miguel Ángel Treviño Morales, el Z-40, y su hermano Omar, cuya clave era Z-42.
Había que peinar el municipio de Allende, Coahuila, y “levantar” a los familiares de José Luis Garza Gaytán y a toda persona que llevara el apellido Garza.
Un convoy de entre 40 y 50 camionetas repletas de hombres armados se internó en Allende. Nadie hizo el menor intento de detenerlos. Los Zetas pagaban 60 mil pesos cada mes para que la Policía Municipal ignorara las denuncias de los vecinos y avisara sobre operativos federales y el arribo de gente sospechosa.
Los municipales recibieron la orden de acuartelarse. A los bomberos se les dijo que sus familias serían aniquiladas si salían a apagar algún incendio.
Una parte del comando se dirigió al rancho de José Luis Garza y se llevó a los hombres, las mujeres y los niños. Otra parte se encaminó a la alcaldía y revolvió los registros del catastro buscando pistas de más personas apellidadas Garza. Los sicarios buscaban también a familiares de un tal Héctor Moreno Villanueva.
El operativo se prolongó durante todo el día. A “los condenados” los pusieron en manos de un sujeto conocido como El Comandante Pala y los concentraron en dos ranchos. Sus casas fueron robadas e incendiadas. Ni el Ejército, ni la Marina, ni la Policía Federal se asomaron por el municipio. El alcalde declaró que después que no había tenido “conocimiento de la situación”.
El domingo 20 las víctimas fueron llevadas a una bodega. El Z-40 y el Z-42 presenciaron su ejecución. Los cadáveres fueron introducidos en tambos de basura e incinerados con diésel y gasolina. “Después de cinco o seis horas se cocinaron los cuerpos, quedaba pura mantequilla”, declaró un sicario.
Los Zetas se habían apoderado de Allende en 2004. Sus operadores en la región eran José Luis Garza, Héctor Moreno y Mario Alfonso Cuéllar. Colocaban en Texas tres toneladas de cocaína al mes y recibían cuatro millones de dólares cada 10 días.
En 2011 un testigo protegido comenzó a entregar a la DEA información sobre Los Zetas. Los tres operadores comprendieron que el negocio iba a terminar. Se llevaron con ellos las ganancias de un mes y un libro de contabilidad que contenía los pagos a funcionarios del gobierno priista de Humberto Moreira.
Fue por eso que los hermanos Treviño ordenaron el operativo. Un operativo de exterminio.
Héctor Moreno Villanueva declaró en una corte estadunidense que el número de víctimas ascendió “a 200 o 300”. Los vecinos de Allende reportaron 80 casas incendiadas. De quienes vivían en ellas no se volvió a saber.
Un informe que El Colegio de México elaboró sobre el caso revela que el goberndor interino Jorge Torres López —hoy prófugo— ocultó la desaparición masiva durante más de un año. La Policía Investigadora apareció en el municipio seis días después de los hechos, y sólo tomó conocimiento del caso: no llevó a cabo acción alguna. La primera inspección en las casas destruidas no se realizó sino dos años y medio después. El primer peritaje se realizó tres años más tarde: sólo se recogieron muestras de ceniza y se hallaron 66 fragmentos óseos que no fue posible identificar.
El operativo de exterminio no terminó aquel fin de semana. Se cree que se prolongó durante 14 meses y además de Allende abarcó Acuña, Morelos y Piedras Negras
Cinco años más tarde aún se desconoce la cifra de muertos y desaparecidos.
Un pueblo entero se fue. Todavía ignoramos a dónde.
72 cruces
Un ecuatoriano herido de arma de fuego se aproximó al puesto de control carretero que la Marina había montado en las inmediaciones de San Fernando, Nuevo León. Dijo que unos hombres armados lo habían retenido en un rancho donde varias personas habían sido asesinadas. No le creyeron. Los marinos, sin embargo, fueron a investigar.
Tropezaron con unos hombres armados que los recibieron a tiros. Un marino y tres de los integrantes del grupo agresor perecieron en la refriega. Los atacantes lograron darse a la fuga. En el rancho al que llegaron siguiendo las señas del migrante ecuatoriano los marinos presenciaron un espectáculo dantesco: 72 cuerpos sin vida, alineados en una bodega. Era el 22 de agosto de 2010.
La versión del migrante ecuatoriano, a la que luego se sumó la de otro sobreviviente, de origen hondureño, indica que la noche anterior dos camiones en los que viajaban 77 migrantes procedentes de Ecuador, Honduras, Brasil, Guatemala, e incluso la India, fueron secuestrados por una célula de Los Zetas: ocho hombres armados, y con el rostro cubierto por pasamontañas, los llevaron al ejido El Huizachal. Lo que ocurrió con los choferes de los camiones se desconoce hasta la fecha.
A los migrantes los concentraron en la bodega y les quitaron las camisetas en busca de tatuajes. Los Zetas le dieron a los hombres la opción de trabajar para ellos; a las mujeres les ofrecieron empleo como domésticas. Todos, a excepción de una persona, rechazaron la oferta. Una mujer y un niño fueron separados del grupo. De ellos no volvió a saberse más.
Según los testigos, a los migrantes (58 hombres, 14 mujeres) los tendieron en el piso. Un sicario que se paseaba entre ellos los fue matando, uno a uno, de un tiro en la cabeza. Al migrante ecuatoriano la bala lo hirió en la quijada: se hizo pasar por muerto hasta que la masacre hubo terminado.
El ciudadano hondureño logró ocultarse en la maleza. Caminó varias horas hasta Matamoros y al llegar a la Casa del Migrante narró lo sucedido.
La matanza se pudo evitar. Más tarde se comprobó que la CNDH había alertado sobre los secuestros de migrantes que Los Zetas perpetraban en la zona. Nadie atendió la recomendación.
Lentamente quedó al descubierto la cascada de complicidades y omisiones que hicieron posible la barbaridad cometida en San Fernando. Los 36 policías del municipio estaban en la nómina de Los Zetas. Cuando los cuerpos fueron encontrados el presidente municipal alegó que no tenía conocimiento de que en la zona hubiera un grupo criminal. La procuraduría del estado no investigó los hechos. Un estudio de El Colegio de México señaló que al levantar los cadáveres actuó con negligencia y que no preservó adecuadamente el lugar.
El gobernador del estado evadió cualquier responsabilidad y dejó el asunto en manos de la federación.
La federación, desde luego, respondió enviando más marinos, más policías federales, más soldados.
Y sin embargo seis años más tarde Tamaulipas sigue hundido en el terror.
Un móvil oscuro
La tarde del 26 de septiembre de 2014, en la Normal Rural “Isidro Burgos”, le ordenaron a un centenar de alumnos de primer año que se alistaran para salir. Sólo les informaron que iban a “una misión”. Nadie sabía en dónde, ni en qué iba a consistir.
Al frente del grupo quedó un alumno de tercer año apodado El Cochiloco.
Los alumnos fueron trasladados a Iguala, distante casi 200 kilómetros de la normal. En el camino les dijeron que iban a “botear” y a secuestrar camiones con los cuales asistir a la marcha conmemorativa del 2 de octubre en la Ciudad de México.
Llegaron a Iguala de noche, a una hora en la que los normalistas no suelen realizar esa clase de actividades. ¿Por qué fue así? Nunca se aclaró.
Llegaron, por lo demás, a una ciudad que desde el año 2008 se hallaba bajo el dominio de un grupo criminal, los Guerreros Unidos, quienes mantenían bajo vigilancia cada avenida y cada calle.
En ese momento acababa de terminar un acto en el que María de los Ángeles Pineda Villa, directora del DIF de Iguala —y esposa del presidente municipal, José Luis Abarca—, presentó los logros obtenidos por el organismo a su cargo. Había música y fiesta.
Los alumnos se dirigieron a la central camionera de Iguala, tomaron varios autobuses e intentaron salir de la ciudad.
Eran las 21:30 aproximadamente cuando la Policía Municipal los interceptó. Los normalistas bajaron de los autobuses y se enfrentaron a pedradas con los policías. Los municipales contestaron a tiros. El alumno Aldo Martínez cayó con una bala en la cabeza. Los normalistas se dispersaron. La policía arrestó a varios de ellos, sobre todo a los que viajaban en el autobús 1568.
Iguala se llenó con el ruido de las sirenas. Cerca de las 11 de la noche, quienes habían logrado escapar del arresto se reagruparon en Periférico y Juan N. Álvarez. Los acompañaban maestros de la CETEG que habían acudido a Iguala a apoyarlos. En ese instante ocurrió un segundo ataque, que culminó con la muerte de dos alumnos más. Varios testigos dieron que fue realizado por encapuchados vestidos de negro. Todo era confusión.
Al amanecer, 43 estudiantes habían desaparecido y había aparecido en cambio el cadáver de uno de ellos, cuyo rostro tenía posibles rastros de desollamiento (la CNDH demostró más tarde, con un peritaje, que el rostro había sido devorado por fauna nociva).
El horror de Iguala era desconocido para el país. Fue emergiendo lentamente en los días, las semanas que siguieron. Un sicario de Guerreros Unidos, Marco Antonio Ríos Berber, condujo a las autoridades a una fosa en la que se encontraban 28 cuerpos. Ninguno era de los normalistas, pero el cerro al que Ríos Berber condujo a la policía marcó el hallazgo de una serie de fosas en las que Guerreros Unidos inhumaban clandestinamente a sus rivales.
La búsqueda de los alumnos no arrojó resultados. Un mes después, una llamada anónima fue recibida en la PGR. “Se escuchó la voz de una persona del sexo masculino, de aproximadamente 45 años de edad, quien manifestó que por seguridad no proporcionaría datos de su identidad”, anotó una agente del Ministerio Público. “El motivo de la llamada era para informar a esta autoridad” que los estudiantes “ya estaban muertos y que los restos los habían tirado en el lugar conocido como el basurero de Cocula, en el estado de Guerrero”.
En una “entrevista psicológica” que fue videograbada poco después de su captura —enero de 2015—, el jefe de sicarios de Guerreros Unidos, Felipe Rodríguez Salgado, El Cepillo, admitió que agentes de la Policía Municipal le entregaron a los alumnos en un lugar llamado Loma del Coyote y que uno de sus jefes (un ex militar apodado El Fercho) le dio la orden de que los llevara al basurero de Cocula.
El caso Iguala iba a convertirse en el más espinoso del sexenio de Enrique Peña Nieto y en uno de los más oscuros en esta década de sangre.
No ha quedado del todo claro el móvil de la agresión, sobre todo porque la PGR dejó amplias zonas sin investigar (entre ellas, a los responsables de enviar a los alumnos al matadero). No ha quedado clara tampoco la participación del Ejército, que aquella noche interrogó a varios alumnos heridos en el hospital Cristina, y luego desapareció sin ayudarlos. No se ha explicado el hecho de que el Ejército tomó fotografías de los sucesos y luego las ocultó.
En los momentos posteriores al ataque no parecía existir la intención de desaparecer a los normalistas. Los policías llamaron a las ambulancias para que atendieran a los heridos y trasladaron a un buen número de ellos a la comandancia de Cocula, en donde fueron puestos a disposición del juez de barandilla. Más tarde hubo, sin embargo, un cambio de orden, y los sacaron de ese sitio.
La pregunta crucial sigue siendo por qué se adoptó esa decisión.
El expediente del caso sobrepasa los 200 tomos. Los defensores de la versión oficial han ocultado y desfigurado cosas, y sus detractores también. Un endeble peritaje realizado por el GIEI indicó que en el basurero de Cocula no podría haber sido quemada una sola persona.
El grupo de peritos que integran el EAAF halló en ese mismo sitio los restos calcinados de 19 víctimas.
A orillas del río San Juan aparecieron los restos de dos alumnos. El GIEI sugirió que habían sido “sembrados”.
Hoy el caso está en el centro de una disputa política. La búsqueda de la verdad ha quedado en segundo plano.
Fuente.-Héctor de Mauleón
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