Hombre de cuna humilde, hombre trabajador y humilde, hasta un día antes de ser gobernador de Oaxaca, el exgobernador Murat es hoy dueño de varios departamentos de lujo en Estados Unidos. Él y su parentela. Hoy los Murat tienen en la Gran Manzana al menos dos departamentos de lujo. Tal vez cuatro. Uno solo de ellos vale alrededor de 5 millones de dólares. Así lo reporta el New York Times.
Mexico,D.F 15/Feb/2015 Cuando uno va a Oaxaca y luego va a Nueva York, podría uno hacerse con candor la siguiente pregunta: ¿La diferencia entre la ciudad de Oaxaca, hermosa pero sin rascacielos, hermosa pero con rincones repletos de indigentes, hermosa pero con una injusticia social rampante, y la ciudad de Nueva York, repleta de rascacielos, con un mínimo de indigentes, con una economía y una vida cultural boyantes, no será el señor Murat?
La respuesta es: depende de si hablamos en lenguaje simbólico o en lenguaje factual.
En lenguaje simbólico, sí, es indudable, la diferencia entre Nueva York y Oaxaca es el señor Murat. Para ser más precisa: los señores Murat: los sucesivos gobernadores de Oaxaca que han robado de lo público para su provecho. Todavía más: los 32 gobernadores de las 32 entidades de México que a lo largo de 85 años de priismo han vaciado las arcas públicas.
Digamos en cifras redondeadas, los 340 señores Murat de nuestra historia reciente, más sus hijos, sus yernos, sus cuates, los cuates de sus cuates, con la suma de sus ministros y sus parentelas y sus cuates. Digamos, de nuevo en cifras redondeadas, los 350 mil señores Murat de nuestra larga historia de corrupción.
La corrupción le ha costado a México, le sigue costando, billones de billones de dólares. Durante casi un siglo una casta política ha desfondado nuestro erario y ha llevado su dinero a Nueva York y a Houston y a Luxemburgo y a París y a Berna.
Ha financiado con generosidad de provincianos los grandes edificios allende nuestras fronteras, ha impulsado la vida comercial de esas ciudades, ha consumido, con entusiasmo de conejos lampareados, la cultura ajena, ha repletado sus bancos con recursos inexplicables.
Y sin embargo, lo más costoso de la corrupción para el país, no es la extracción directa de las arcas públicas: más costoso ha sido, es en este mismo momento, cómo la corrupción ha impedido en México los gobiernos propositivos, generosamente dirigidos al crecimiento del país, solidariamente comprometidos con la educación de los mexicanos y con la creación de nuevas empresas y nuevos empleos.
La corrupción ha impedido que cientos de miles de rascacielos se alcen acá. Ha impedido que decenas de bancos nuestros prosperen y se expandan internacionalmente. Ha impedido que sean mucho más de 10 las empresas mexicanas internacionales. Ha impedido el desarrollo de una ciencia y una cultura nativa de calibre.
Nueva York le debe a Oaxaca muchos rascacielos. Luxemburgo le debe a Monterrey buena parte de la bonanza de sus bancos. En los muelles de Miami se bambolea, en forma de yates, la educación excelente que no tenemos acá.
Podemos demorarnos en el caso Murat. Y debemos demorarnos. Como sociedad debe interesarnos dilucidar cuánto robó y cómo, y exigir el retorno de los dineros al país. Pero nos engañaríamos si nos atoráramos en ese caso particular. En su anecdotario. Porque, lo dicho, el señor Murat es sólo un ejemplo entre miles de señores Murat, algunos de los cuales se llaman Moreira, otros se llaman Granier, otros se llaman Salinas de Gortari, otros Sahagún, otros Aguirre.
Más ambicioso, más útil, es preguntarnos de cara al futuro qué hacer con todos los Murats. La pregunta de nuestra generación, y me refiero a los que hoy estamos vivos en esta geografía, es cómo deshacernos del sistema entero de la corrupción.
Cómo, sin destruir al país, sin destruir nuestras vidas, es decir: sin una revolución armada, inyectar al sistema crónicamente enfermo el elemento que siempre le ha faltado, la Justicia. De cierto, un sistema de Justicia como la Constitución prevé desde el siglo XIX: un tercer poder que vigile y persiga y sancione la corrupción y el crimen en general.
En España hay corrupción. En Brasil hay corrupción. Pero en España hay jueces y policías independientes del poder político, y en Brasil hay 10 mil fiscales autónomos. Eso resulta en que allá la corrupción no es sistémica, como en México. Eso resulta en que allá el sistema político tiende a limpiarse a sí mismo, mientras acá viene degenerándose: en México el Crimen y el Estado son ya vasos comunicantes. Eso resulta sobre todo en que allá, en España, en Brasil, en tantas otras democracias envidiables, la gente tiene confianza en la política, mientras acá hemos llegado a entender a los políticos como una casta tiránica y caótica.
¿Podemos los ciudadanos insertar la Justicia en el centro de la corrupción? Y es menester suponer que debemos ser los ciudadanos los que lo hagamos, desde afuera de los cauces políticos, porque nuestra casta política se ha probado incapaz de renunciar a sus privilegios de corso.
Esta es la pregunta de nuestra generación. La moneda que girando está subiendo por los aires.
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