Entre periodistas siempre ha circulado una cita que se le atribuye a Phil Graham, alguna vez dueño de The Washington Post: “el periodismo es el primer borrador de la historia”. En 10 años de guerra contra el narcotráfico —si se utiliza el marco temporal consensuado de que la guerra inició formalmente en diciembre de 2006—, periodismo e historia se han tenido que entremezclar. En las páginas de esta revista, como en otras, han convivido análisis de datos, crónicas al ras y mucha, mucha tinta con el propósito de explicar la realidad.
Estos intentos se han tenido que hacer al vuelo por la rápida mutación del país y de la profesión. La información siempre ha sido moneda de cambio, pero los clientes ya no son los mismos. A nivel local antes eran gobernadores, diputados, presidentes municipales quienes pagaban por coberturas. Ahora son otros los que dan dinero con una mano mientras empuñan una pistola con la otra, y que pagan por justo lo contrario, por el silencio.
Sueldos miserables, miedo a la muerte, seguridad inexistente. Tres factores, entre muchos, que hacen que la información se comparta pero sólo de boca en boca, ya nunca en papel.
Las redacciones locales, pensando en el bienestar de sus editores, fotógrafos, reporteros y familiares han cambiado de giro. Las noticias ya no hablan de lo que sucede. Ocurre, entonces, una paradoja: para seguir existiendo los medios dejan de cumplir con su propósito. La obligación principal ahora es no informar.1
Los medios nacionales también han cambiado. Varios han desaparecido, otros han modificado su línea. Muchos abandonaron la cobertura del narcotráfico y apenas hoy regresan, ya que la realidad los ha vuelto a alcanzar. Otros tantos se fueron por la senda del morbo desde hace varios años, y han avanzado tanto por ese camino que su cobertura es imposible de seguir salvo que se tenga amplio conocimiento de apodos, cárteles y plazas.
Un caso anómalo han sido las editoriales, que ahora fungen como híbridos. Desde el inicio de la guerra su producción ha crecido a paso galopante; es común ver las mesas de novedades en librerías —y en particular aeropuertos— copadas de textos escuetos, con portadas en relieve, que profesan presentar lo necesario para comprender el complejo fenómeno del narcotráfico.
Ahí periodistas que han transitado por redacciones —algunos todavía en ellas— “revelan” —las comillas son necesarias, lamentablemente— los bastidores del conflicto. A lo largo de pocas páginas los autores enjuagan y repiten lo que se dice o se sabe de oídas sobre la guerra, y esto lo sustentan, en su mayoría, con fuentes anónimas. En casos extremos, en frases impersonales y tan contrarias al oficio como “hay quienes insinúan…”.2
Estos libros, sostén principal de la economía editorial, son a la vez fáciles y difíciles de encontrar. Fáciles porque hay muchos. Difíciles porque se reemplazan. Los grandes éxitos de principio de año se convierten en pulpa para Navidad. Localizar el material que promete en portada la verdad se vuelve imposible. Con el paso de los meses el papel en el que se imprime se aprecia más que las palabras que contiene, devaluadas tan sólo con salir del taller de imprenta.
Las editoriales se convierten en híbridos por eso mismo, por lo desechable de sus contenidos. Son como periódicos o revistas plus, aquellas que ya no tienen presupuesto para operar o cuyo espacio es demasiado limitado. Para eso se hacen los libros al vapor: para satisfacer a lectores que quieren algo más. Pero también existe una falacia de autoridad en el asunto: citar un libro da más peso que citar un artículo periodístico o un reportaje de revista.
Sin embargo, a pesar de tan prolífica producción de material desechable, sí es posible armar una historia del narcotráfico con base en ciertas obras que han pasado inadvertidas —en su mayoría— por no ser de autores tan conocidos o por no prometer sangre desde el primer párrafo. Algunos de los textos utilizados como bibliografía para este ensayo son difíciles de obtener, en particular los más viejos.
Periodistas en tierra de fuego
Para comprender la relación del periodismo con el narcotráfico, por lo menos a nivel local, es necesario entender qué sucede dentro de una redacción. Y para eso hay que hablar con quienes ahí trabajaron o, en reducidos casos, ahí se mantienen y están dispuestos a hablar.
En un libro publicado hace pocos meses, Javier Valdez Cárdenas, cofundador del semanario sinaloense Ríodoce, hace justo eso: entrevistar a periodistas en las redacciones más complicadas del país, las del norte que tanto se desconocen en el resto de la República. Valdez habla con ex reporteros para intentar explicar, por parafrasear al clásico, en qué momento se jodió el periodismo en México.
A lo largo de varias conversaciones —desiguales en contenido y manera de presentarse; el libro se titula Narcoperiodismo (Aguilar) y una parte importante se dedica al despido de Carmen Aristegui— Valdez reconstruye la indefensión del periodista y del editor.
En el caso más vergonzoso que se narra el responsable de un diario fronterizo recibe la llamada de un narco, que le pregunta por qué publicó algo que no debía. El editor responde que él estaba de descanso ese día. Al darse cuenta de lo que conlleva la frase —la probable muerte del editor que cometió el error— piensa en la solución más rápida y a la vez la más bochornosa: acude a un café con el narco y el otro editor, al cual procede a regañar por equivocarse en su trabajo. El escarnio público sirve como disculpa frente al narco, quien la acepta. La escena es surreal: se simula un regaño frente al narco para que no haya mayor consecuencia que la vergüenza del momento.
En otra entrevista un reportero relata cómo es el contacto entre crimen y periódico: hay un “halcón” incrustado en la redacción. El halcón, cuya identidad no es secreta para los demás, es el encargado de recibir la información, de decir qué se puede cubrir y qué no. De cuándo cubrirlo y cómo hacerlo. Al grado de que cuando reporteros y fotógrafos llegan a una escena del crimen deben esperar a obtener autorización para cubrirla. No de la policía, de los narcos. El narco es la autoridad. Es quien ejerce el poder. Quien, de manera perversa, regula el derecho a la información.
Hay dos grandes ausentes en las historias que narra Valdez: los dueños de los medios y el gobierno —en cualquier modalidad—. En ningún momento los entrevistados mencionan algún tipo de protección o solidaridad. Están solos frente al crimen, y sus pequeñas redacciones son la última línea de defensa que poco puede hacer. Como dice otro periodista entrevistado, hoy los medios locales cubren todo menos lo que sucede en donde viven.
Lo que muestra Valdez es sólo parte del problema: en la profesión todos lo saben, pero no hay estudios serios sobre las condiciones en que laboran los periodistas mexicanos. Del narco se conoce mucho, de las amenazas también. Pero la pinza se cierra del otro lado. Aunque algunos jefes son solidarios, son pocos quienes dan el apoyo necesario en esta y otras circunstancias. Hay reporteros —de periódicos nacionales, incluso— que han tenido que viajar a coberturas de narcotráfico con su propio dinero, a la espera de que sus jefes se dignen a reembolsarles el gasto. Otros no tienen ni el tiempo ni el equipo para cubrir los temas, por eso muchos de ellos terminan transcribiendo boletines.
Por ello resulta tan difícil contar la historia del periodismo y el narcotráfico desde donde debe hacerse, donde sucede. Quienes pueden hacerlo están abandonados a su suerte.
“Press, don’t shoot!”
Esto nos lleva al triste hecho de que la mejor cobertura del narcotráfico en el país la hacen periodistas extranjeros. No es malinchismo; sucede porque los corresponsales no tienen las ataduras de los periodistas mexicanos, en la mayoría de los casos cuentan con mucho más presupuesto y con una especie de salvoconducto dentro de tan complicada profesión: el crimen organizado no se mete con ellos.
Tal es el caso de Ioan Grillo, autor de quizás el libro más útil para explicar el narcotráfico en México. Grillo, periodista británico, trabaja como corresponsal en México de varias publicaciones desde hace ya varios años. El narco (Tendencias), publicado en 2011 en Estados Unidos y 2012 en nuestro país, ofrece el contexto necesario para entender el conflicto desde cero. El problema es donde termina. Para 2012 algunos vislumbraban un cambio de estrategia frente al conflicto, lo cual evidentemente no ocurrió.3 Entonces el libro se encuentra desactualizado. El último lustro, bajo Enrique Peña Nieto, está todavía por suceder cuando el autor pone el punto final.
Aun así, el recuento de Grillo es necesario. Es en El narco donde uno entiende que la guerra ya se estaba fraguando desde mediados del sexenio de Vicente Fox, sólo que no era pública. Para Grillo el evento decisivo ocurre en 2003, cuando Osiel Cárdenas es detenido y luego extraditado a Estados Unidos.4 Es ahí donde el Cártel de Sinaloa ve una oportunidad de hacerse con el territorio del Cártel del Golfo y de Los Zetas. Pero como bien explica Grillo, Joaquín El Chapo Guzmán subestima el poder del enemigo. Guzmán no logra quedarse con Tamaulipas y las secuelas del resultado son visibles hasta hoy.
Otra cosa que se agradece del libro de Grillo es el contexto, que casi siempre está ausente de los libros especializados en el tema. Es sólo cuestión de ver las páginas finales de muchos. En lugares donde debería haber notas o referencias no hay nada. Gran parte de los volúmenes publicados sobre la historia del narcotráfico en México se presentan, sin decirlo, como historias definitivas. Sin mencionar trabajos previos o concurrentes, los autores dejan claro que no consultan o no respetan la obra de los demás. La historia narca empieza en el primer capítulo —o, con suerte, en un prefacio encargado a un autor más célebre— y termina en la contraportada, donde se anuncia que con este texto no se tendrán que leer otros.
Grillo cita, y mucho. Se basa en estudios previos, en reportes oficiales y en lo que dicen sus fuentes. Con ello arma un panorama que —y esto se dice a manera de elogio— sirve como un for dummies que deberá actualizarse terminado este sexenio, así sea para decir que la gran estrategia derivó en una pulverización incontrolable que ha regresado los niveles de violencia a los de la década pasada.
Para complementar el metódico análisis en El narco puede leerse Medianoche en México (Debate), las memorias de Alfredo Corchado, corresponsal de The Dallas Morning News en el país desde hace más de una década. Aunque el texto de Corchado es estrictamente personal, sus vivencias se entrelazan con la guerra contra el narcotráfico.
Uno de los eventos más escalofriantes del libro es cuando el autor consigue una entrevista con Vicente Fox a horas de haber sido electo presidente y de haber iniciado la transición. Corchado le pregunta a Fox sobre el sexenio que viene, y a Fox parece tenerle sin cuidado. Dice el presidente electo a pregunta expresa que su trabajo ya está hecho, que logró sacar al PRI de Los Pinos y con eso se da por bien servido. Visto en retrospectiva, la guerra inició mucho antes de lo pensado, por culpa de la omisión de un personaje que jamás entendió y jamás entenderá que ser presidente era el principio, no el fin.
En Medianoche en México el narco siempre está presente. No de frente, pero sí alrededor, como una especie de niebla que envuelve desde las políticas gubernamentales hasta las relaciones interpersonales. Más allá de las anécdotas —valiosas por sí mismas, como por ejemplo la vez que entrevistó a Santiago Vasconcelos, subprocurador de la entonces SIEDO, en su oficina—, el libro de Corchado es un fiel recordatorio de que el narcotráfico está tan arraigado en la sociedad mexicana que a veces uno deja de verlo.5
De México para el mundo
Al hablar de narcotráfico muchos libros se centran en la microhistoria nacional: comunidades o zonas que han sido destrozadas por el narcotráfico y su consiguiente guerra. Pero estas historias, relevantes dentro de sí,6 forman parte de algo global. Un libro que mezcla los dos aspectos es Morir en Malasia (Océano Exprés), de Víctor Hugo Michel. Michel, durante mucho tiempo reportero de investigaciones especiales en Milenio y actual director editorial en El Financiero Televisión, fue el único reportero que se interesó en la complicada historia de los tres hermanos González Villarreal, ladrilleros sinaloenses que terminaron fabricando metanfetaminas del otro lado del planeta. Los González, Alfonso, Simón y José Regino, fueron condenados a muerte en 2012, tras ser detenidos cuatro años antes en uno de los más grandes operativos que haya realizado la policía malaya.
La historia, contada a modo de crónica —Michel se entera tres años después del arresto, y tan sólo de escarbar un poco se da cuenta que en México nadie conoce el caso y que el gobierno mexicano ha hecho lo mínimo para ayudar a los González— no necesita explicar a fondo el problema global del narcotráfico, simplemente mostrarlo. Los González, que ganan mil pesos por producir mil ladrillos, son llevados a Asia bajo la promesa de que allá conseguirán más dinero para mantener a su familia. En un inicio, dicen, se les promete trabajo como operadores de grúa, pero esto resulta una mentira.
Michel no abunda ni está interesado en la posible culpabilidad de los González. Lo que busca es entender cómo llegaron a Malasia y qué sucede en un caso como éste, en el que los detenidos no hablan el idioma, no tienen traductores y ni siquiera saben a qué se enfrentan.7 La globalización del mercado de drogas —cuyos estimados de ganancia varían; según un estudio de 2009 de la ONU, el negocio de las drogas equivale a casi un punto del PIB global—,8 mezclada con la pobreza mexicana, llevó a tres hermanos al patíbulo malayo, donde, al día de hoy, están a la espera de ser llevados a la horca en cualquier momento.
Una visión más amplia y a la vez complementaria del tema puede encontrarse en Narcoamérica (Tusquets), escrito por el colectivo Dromómanos (Alejandra Inzunza, José Luis Pardo y Pablo Ferri), que a principios de esta década recorrió el continente para explicar la amplitud de la crisis del narcotráfico.
Los Dromómanos —dromos, carrera; manos, manía—, en su larga crónica del continente, tocan un punto fundamental que gobiernos mexicanos y mundiales se rehúsan a aceptar: el narcotráfico no es un problema de seguridad, es un problema social y multidisciplinario.9
A manera de ejemplo, al inicio de Narcoamérica, Inzunza, Prado y Ferri narran su visita a una favela brasileña, donde la economía local se mueve alrededor del crack o la piedra. Pobres, ricos, locales y foráneos van a pequeños kioscos donde por menos de un dólar se obtiene una dosis. Al igual que en el libro de Valdez sobre el narcoperiodismo, en la favela brasileña el principal ausente es el Estado: para entrar, los Dromómanos necesitan permiso del presidente municipal de facto, el líder de la banda que controla el territorio.
Nada nuevo, podrá decirse. Desde películas como Cidade de Deus, que este año cumple 15 de estreno, uno siente que ya ha visto la historia. Pobres que se pelean por droga sintética, europeos clasemedieros —como los que los Dromómanos encuentran en la cárcel de Lurigancho, en Perú— que sólo quieren ganar dinero fácil a cambio de mover cocaína.
Y sí, la historia se repite y poco cambia. Tal vez los nombres de los personajes, tal vez el número de muertos, pero los textos terminan por desembocar en lo mismo, en una historia circular. La pobreza aumenta, y entonces lo hace el consumo de estupefacientes. Los precios suben, y entonces es más lucrativo producirlos. Las rutas de transporte se cierran, entonces se abren otras. Ésas también se clausuran, y entonces se regresa a las viejas. El aumento en homicidios y en consumo hace que los gobiernos se preocupen, y entonces responden como siempre lo hacen, con más violencia.10
Eso a la larga genera un sentimiento de hastío. Al terminar de leer Narcoamérica, en efecto se siente que el cuento ya ha sido contado, porque así fue hace cinco, hace 10 y hace 15 años. El libro, por decirlo de alguna manera, es la actualización de lo que hemos vivido desde finales del siglo pasado, cuando las grandes epidemias de droga se globalizaron. Es la sensación de que nada cambia. Y eso no es culpa de los autores, sino del cansancio y la normalización: el umbral de tolerancia cada día se hace un poco más alto, las cifras de muertos se aceptan más, salvo cuando nuestros estándares nos dicen que todavía son extraordinarias.
Mantener el interés en el tema se vuelve una carga para el lector. Es leer para no olvidar, o para no normalizar. Libros como Narcoamérica se convierten en una tarea cada vez más difícil pero cada vez más necesaria.
Epílogo: La advertencia de Honduras
Quizá por eso todavía hay libros sobre la metástasis del narcotráfico11 que logran generar algún tipo de sorpresa necesaria. Es el caso de Honduras a ras de suelo (Ariel) de Alberto Arce, único corresponsal extranjero en el país hace un lustro y ahora editor en The New York Times en español. El recuento de Arce sobre los peores años de Honduras, la capital mundial de la violencia, retrata una situación de la que no parece haber escapatoria. La única respuesta, a nivel mundial, ha sido el olvido. Al igual que con la crisis en Siria, Honduras ha dejado de cubrirse o ha dejado de importar, pero en el pequeño país centroamericano es donde puede vislumbrarse el futuro de la estrategia actual.
Honduras es lo que pasaría en nuestro país si se perdiera el control absoluto del territorio: un Estado fallido donde las instituciones no pueden hacer el trabajo más elemental y los que pueden se mudan a otro país o viven en burbujas fortificadas con seguridad privada. A decir verdad, lo que sucede allá es muy similar a lo que ocurre aquí y el camino que se está siguiendo: Tegucigalpa, por como la describe Arce, se asemeja a una mezcla de Guerrero, Tamaulipas y la Ciudad de México.
En diciembre se cumplieron 10 años del inicio formal de la guerra y, a juzgar por las cifras más recientes de homicidios en el país,12 no parece haber un fin en el horizonte. Una posibilidad es que se vuelvan a estabilizar las cifras, otra es que Honduras esté en nuestro futuro.
En términos de la industria editorial, esto dará pie a que los libros sobre el narcotráfico se sigan editando a paso prolífico, aunque el mercado de textos sobre el tema se haga más pequeño. En meses comenzaremos a ver los primeros análisis sobre la política gubernamental actual; algunos contradirán los libros previos, si es que los citan o los recuerdan, y otros elaborarán respecto a lo ya dicho, si es que lo citan o lo recuerdan.
De ésos, unos cuantos serán rescatables, y de serlo serán difíciles de obtener antes de que se conviertan en la pulpa necesaria para producir más. Pero habrá que buscarlos y leerlos. No por curiosidad o interés, sino para intentar detener a toda costa un proceso que con toda probabilidad es casi irreversible: la indiferencia ante la realidad.
Esteban Illades
Periodista y editor.