Al llegar a la diminuta oficina de la entonces Unidad Especializada en Delincuencia Organizada iba escoltado por dos agentes federales. El hombre detenido se veía extremadamente delgado, era de baja estatura, usaba una larga y desaliñada barba, y no se veía golpeado ni temeroso, más bien desvelado e indiferente.
Ese hombre, que parecía un ciudadano común e inofensivo, era el mismo que durante largos meses había llamado a familias para advertirles de forma grotesca y soez, con un tono de voz grueso y violento, que primero le cortaría una oreja a sus familias y luego las mataría si no pagaban el rescate por su secuestro, y que ponía al teléfono a sus víctimas llorando. No importaba edad ni género, sólo que pudieran pagar de 300 mil hasta millones de pesos. Y sí, mató a varias de las personas que él y su banda, que incluía parte de su familia, habían privado de la libertad.
Se llama Daniel Arizmendi López, El Mochaorejas. Su captura fue una de las más importantes operaciones de inteligencia que el gobierno había montado. Un equipo integrado por elementos de la Policía Federal Preventiva, de la Procuraduría General de la República y del Centro de Inteligencia y Seguridad Nacional, trabajó día tras día para ubicar uno por uno a los integrantes de su familia y a sus cómplices, hasta llegar a él.
Después de su captura y ser interrogado, se autorizaron algunas entrevistas para medios, porque Arizmendi López había aceptado. Y allí estaba, sentado y sin esposas, sin agentes que lo miraran, respondiendo libremente a las preguntas.
En esa entrevista estábamos tres periodistas, de Reforma y El Universal. Teníamos poco tiempo y aprovechamos. Confesó todos sus secuestros, y contó parte de su trayectoria criminal, de policía judicial de Morelos a ladrón y luego a secuestrador porque “era fácil”.
Hablaba con calma y hasta con satisfacción. Dijo que secuestraba porque sus víctimas tenían dinero y su familia no, que él quería darle autos y casas a sus hijos y esposa, que eso era justo. También se justificó que tenía que hacer llamadas telefónicas para amenazar a las familias porque no querían pagar.
“No me arrepiento”, reconoció. Se dijo creyente de Dios, y se le preguntó al final si era de un católico cometer esos crímenes y respondió: “Dios perdona todo, así que me tiene que perdonar a mí”.
Enterró los millones de dinero que acumuló por los secuestros, algunas cantidades fueron localizadas, otras no. Varios estudios psicológicos revelarían después que tenía tendencias psicópatas. Fue sentenciado por todos sus crímenes, superó los 100 años de cárcel. Sus socios, que también confesaron, fueron sentenciados. Incluso su propio hermano, Aureliano, quien declaró detalle a detalle todo lo que hicieron.
Daniel Arizmendi, adicto a las drogas, no ha dejado de pelear por su libertad. Ha presentado, al menos, 18 juicios de amparo, casi todos los había perdido. Y ahora tiene como su aliada a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que dijo que revisaba posibles violaciones a sus derechos.
Ahora, el Segundo Tribunal Unitario en materia Penal en la Ciudad de México declaró inválida una de las condenas de 40 años de prisión de Daniel Arizmendi y su hermano Aureliano. Ordenó eliminar 14 declaraciones, supuestamente por haber sido obtenidas bajo tortura, y en las que confesaron su participación en cinco secuestros hace 25 años y se ordenó reponer el juicio.
El magistrado Manuel Bárcena Villanueva ha sido controversial. Sus resoluciones han detonado las exoneraciones del expresidente Luis Echeverría o los empresarios Carlos Ahumada y Gastón Azcárraga, y de Cándido Ortiz González, identificado como líder de Los Rojos y quien participó en varios secuestros, uno de ellos el de la hija de Nelson Vargas. Él emitió este nuevo fallo.
Pero si este juicio lo ganó Daniel Arizmendi, es porque no lo atendió la Fiscalía General de la República, a pesar de las abrumadoras pruebas contra el secuestrador y que en 20 años no se había probado alguna tortura.
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