López Obrador gobernará un país atenazado por el crimen organizado y con un Ejército cuestionado dentro y fuera de México por sus abusos de fuerza. |
La permanencia de los militares en tareas de seguridad, anunciada por Andrés Manuel López Obrador (AMLO), era de esperarse. No es una buena noticia porque indica que el crimen seguirá causando violencia y ante esta realidad no hay forma de regresar a las Fuerzas Armadas a sus cuarteles. Marinos y soldados lo saben de sobra, pues llevan cuatro sexenios tratando de contener, sin éxito, la exacerbada violencia que deriva del choque entre bandas del crimen organizado y que desde hace décadas mantienen capturado al Estado mexicano.
De ahí que sigue sin entenderse la promesa de López Obrador de sacar a los militares del combate al crimen organizado, durante meses y quizá años anunciada a lo largo y ancho del país. O AMLO desconocía esta cruda realidad o bien los militares y marinos –con cuyos titulares se entrevistó en días pasados –le mostraron la realidad real: que el país está sumido en un caos que alcanza los niveles de tragedia nacional y que no hay estructura policiaca capaz de contenerla. Por eso los militares deben seguir, se quiera o no, persiguiendo narcos, asesinando y quizá desapareciendo personas en aras de la seguridad nacional. Nadie les ha exigido cuentas. ¿Lo hará el nuevo presidente? En aras de la justicia que tanto pregona, sí. De no hacerse se corre el riesgo de que las violaciones masivas a los derechos humanos continúen y, como siempre, queden impunes.
López Obrador gobernará un país atenazado por el crimen organizado y con un Ejército cuestionado dentro y fuera de México por sus abusos de fuerza. Pero AMLO sabe que no tiene otra alternativa más que asumir la realidad: del Ejército depende que la maltrecha gobernabilidad se sostenga con alfileres, como hasta ahora, porque ningún presidente ha tomado la decisión de enfrentar a la verdadera hidra de la mafia: la narcopolítica y su clase empresarial coludida. Esta sería una verdadera batalla contra el crimen organizado. Pero quizá estemos hablando de una utopía. Los poderes fácticos siguen intactos por todas partes, hasta en el nuevo Congreso y su gran mayoría integrada por Morena.
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El Ejército y La Marina comenzaron sus tareas policiacas formalmente en el sexenio de Ernesto Zedillo. En aquellos años se les llevó a participar como coadyuvantes de las tareas de seguridad en la que los civiles ya estaban fallando frente al crimen. Primero se les responsabilizó de un proyecto llamado “El Sellamiento de las fronteras”, con el que se buscaba frenar el tráfico de drogas, la migración ilegal y el flujo de armas.
Luego se les otorgaron mayores concesiones y controles estratégicos, como las zonas petroleras y portuarias, entre otras. Y así tanto marinos como soldados se fueron haciendo cada vez más necesarios a grado tal que hoy son indispensables para medio contener la violencia criminal. Sin ellos privaría el caos de caos: la anarquía, no muy lejos de afincarse en algunos territorios donde ya se asoma su rostro.
Con Felipe Calderón el uso de las Fuerzas Armadas en tareas de combate al crimen alcanzó niveles de escándalo por sus fallas y excesos en el uso de la fuerza. Más de 60 mil soldados salieron a las calles a enfrentar a la criminalidad mediante los llamados Operativos Conjuntos, implementados en los estados asiento de cárteles. Aquella cruzada resultó una verdadera locura, propia de un presidente que en seis años no tuvo la cabeza en su lugar.
El Ejército cruzó la franja del desprestigio internacional por las violaciones a los derechos humanos en la que incurrieron sus efectivos y porque, lamentablemente, al término del sexenio calderonista ningún militar de alto rango fue juzgado por esos delitos. La impunidad se impuso pese a los abusos y los nulos resultados en el combate a la criminalidad.
Nadie duda que la guerra de Felipe Calderón resultó un verdadero fiasco. Hoy debemos preguntarle al exmandatario panista qué fue lo que realmente combatió porque, de acuerdo con los hechos, su guerra fortaleció aún más a los cárteles: los internacionalizó. Grupos criminales como Los Zetas, el Cártel de Jalisco Nueva Generación, el cártel del Golfo y el de Sinaloa terminaron extendiendo sus tentáculos a todo el continente. Desplazaron a los colombianos al quitarles el transporte de drogas hacia México y convirtieron a Costa Rica y Guatemala en las dos bodegas más boyantes de estupefacientes para luego cruzar sus cargamentos a través de Chiapas, curiosamente un estado libre de violencia de alto impacto debido a los pactos entre la mafia y el poder político.
Le tocó el turno a Enrique Peña Nieto y la situación empeoró con todo y el Ejército en funciones policiacas. Más de 140 mil muertos en seis años es el saldo que arroja un gobierno sin brújula y atenazado por la corrupción. Entre los sexenios de Peña y Calderón se suman unos 245 mil muertes impunes. Se asegura que todos tienen que ver con el crimen, pero ninguna investigación ministerial ha documentado tal afirmación. Todo indica que se trata de un barrido orquestado por el poder en el que fueron asesinados delincuentes, sí, pero también muchos inocentes. El fondo de esta cruda realidad nadie la sabrá.
A la corrupción atroz de Peña Nieto se sumó la ineficacia para enfrentar al crimen, amo y señor del país, hasta que se convirtió en gobierno en la mayoría de los estados. Hoy no se habla del poder infiltrado ni de la corrupción del narco para ablandar a la policía. Hoy el crimen es gobierno en casi todo el territorio, pues no sólo controla municipios completos y tiene a su servicio a todas las policías sino que muchos de los hombres del narco, ondeando la bandera del PRI, Morena, PRD y Encuentro Ciudadano, por ejemplo, se lanzan en busca de un puesto de elección popular financiados con dinero sucio cuyo origen nadie investiga.
De ahí que los elevados niveles de violencia no se puedan bajar. El crimen organizado en el poder no se puede combatir a sí mismo. Sólo un gran pacto mafioso, como el que se suscitó en Colombia en los años noventa, puede regresar a un país a la normalidad. Esto suena incongruente. Pero así ocurrió. En Colombia los propios mafiosos reconocieron que el país ya era invivible hasta para ellos. Y así fue como cambiaron las reglas del juego. Para llegar a ese acuerdo entre cúpulas mafiosas, Colombia tuvo que navegar por las aguas turbulentas del narcoterrorismo y la ingobernabilidad sin freno.
Los colombianos fueron testigos de cómo Pablo Escobar –prototipo del político y mafioso –detonaba sus bombas a cualquier hora del día o de la noche para atacar a los hermanos Rodríguez Orejuela, sus rivales en el negocio del narcotráfico; también atestiguaron cómo se derribaron decenas de aviones privados y algunos comerciales y también de cómo se dinamitaron varios clubes de postín a donde los representantes de la mafia –se hacían pasar como acaudalados hombres de negocios –se reunían con bellas damas de la llamada alta sociedad colombiana para inhalar cocaína y beber los vinos más caros.
Cuando la violencia en el país sudamericano alcanzó niveles de caos y de verdadera tragedia, el gobierno de Estados Unidos intervino mediante el llamado Plan Colombia que — se dijo — era un instrumento para desactivar a la guerrilla. En realidad el propósito era quebrar al narcotráfico y golpear el nervio financiero que hacía posible que se mantuvieran de pie generando ingobernabilidad. Con el paso del tiempo la violencia de alto impacto disminuyó, pero Colombia se mantuvo firme con país exportador de drogas hacia el resto del mundo. El negocio se protegió por encima de todo. Hacia ese puerto navega México.
En este espacio y en varios libros –En manos del narco (Ediciones B 2017), Herencia Maldita (Grijalbo 2006), Narcomex (Debate España 2013), entre otros, se ha sugerido que, de acuerdo con las experiencias internacionales, no existe ninguna estrategia antidrogas que haya sido exitosa si no empieza por quebrar las finanzas de la mafia. De ahí que la mayoría de los intentos hayan resultado fallidos en varios países, México, entre ellos.
Tampoco el uso de las Fuerzas Armadas ha resultado una garantía en el combate al crimen, por el contrario, los países que han utilizado este recurso han fracasado. Es el caso de El Salvador, donde la violencia, al igual que hoy ocurre en México, se elevó a niveles incontrolables.
Cuando un país echa mano del Ejército para enfrentar la inseguridad envía un mensaje muy negativo al mundo. Los militares son el último eslabón de la cadena de seguridad de un país. Cuando ésta se usa quiere decir que todo lo demás ha fallado o no está en condiciones de utilizarse. Es el caso de México, lamentablemente, donde el 80% de las estructuras policiacas están controladas por el narcotráfico y en un porcentaje similar está el control criminal a nivel de los gobiernos municipales, donde alcaldes, síndicos y regidores si no forman parte de un cártel están a las órdenes de estos grupos de la delincuencia.
Después de sus encuentros con los titulares de Marina y de la Sedena, López Obrador anunció lo que ya sabíamos: que las Fuerzas Armadas continuarán en las tareas de seguridad. Ahora se cuestiona por qué el secretario de la Defensa Nacional, el General Salvador Cienfuegos, exigió que el Congreso discutiera la Ley de Seguridad Interior para que poco a poco el Ejército retornara a sus cuarteles.
La de Cienfuegos fue casi una exigencia, hace un año, al proponer el retiro del Ejército de las tareas de seguridad. ¿Acaso fue una estrategia y lo que los militares querían era más atribuciones y, en consecuencia, más poder? ¿Por qué en cuatro sexenios no ha sido posible concretar un modelo policiaco a la altura de las exigencias del país?
¿Acaso el Ejército y la Marina no quieren dejar las tareas de seguridad? Antes de que Cienfuegos propusiera una Ley de Seguridad Interior ya era más que claro para los titulares de ambas dependencias cómo estaba el país, ellos sabían que no podían abandonar las funciones de seguridad pública y ante López Obrador fueron enfáticos: nos quedamos porque la Policía Federal todavía no puede con la responsabilidad. López Obrador terminó aceptando la continuidad militar sin ningún contrapunto.
Y así, el presidente electo tuvo que aceptar lo obvio y tácitamente retiró su ofrecimiento de campaña. El Ejército y la Marina seguirán cumpliendo tareas de seguridad en el país, aunque al nuevo presidente no le parezca.
Luego, AMLO ofreció que durante su sexenio terminarán de concretar el modelo policiaco que necesita el país. A ver si es cierto.
Si en cuatro sexenios el Ejército y la Marina no han podido quebrar al crimen organizado y bajar la violencia, ¿Cómo logrará López Obrador pacificar al país en tres años? Todavía no conocemos su estrategia.
El presidente electo ofreció amnistía al narcotráfico, no combate, y también anunció que se legalizarán las drogas, proyecto que se discutirá en la ONU el próximo año, como una forma de desactivar la violencia que azota al país. Todo esto está en proyecto. Lo cierto es que López Obrador cogobernará con el crimen organizado en buena parte del país y durante un buen tramo de tiempo; que no existe una estrategia diferente, por ahora, y que los mismos militares que han fallado en 24 años serán los que le acompañen en su gobierno aplicando la misma fórmula –el uso de la fuerza –que ha fallado en el pasado.
¿Hacia dónde va el país en materia de seguridad? Todo indica que el rumbo todavía no es claro.
Una realidad sí es clara: López Obrador gobernará entre el poder del narco y el de los militares.
Por Ricardo Ravelo
Ricardo Ravelo Galó es periodista desde hace 30 años y se ha especializado en temas relacionados con el crimen organizado y la seguridad nacional. Fue premio nacional de periodismo en 2008 por sus reportajes sobre narcotráfico en el semanario Proceso, donde cubrió la fuente policiaca durante quince años. En 2013 recibió el premio Rodolfo Walsh durante la Semana Negra de Guijón, España, por su libro de no ficción Narcomex. Es autor, entre otros libros, de Los Narcoabogados, Osiel: vida y tragedia de un capo, Los Zetas: la franquicia criminal y En manos del narco.
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