John Henry Ramirez iba a morir el 8 de septiembre a las seis de la tarde, en el centro penitenciario de Huntsville (Texas), mediante una inyección letal, un cóctel habitualmente formado por barbitúricos y solución potásica que entra en las venas del condenado y, si las cosas salen según lo previsto, lo mata en pocos minutos.
Aquel miércoles ocurrió algo poco habitual; el Tribunal Supremo de Estados Unidos decidió suspender la ejecución en el último minuto, atendiendo a una petición, también, poco habitual y que el sistema de este Estado no permite. Ramirez pedía tener a un pastor dentro de la cámara en el momento de la muerte, que pueda rezar en voz alta y pueda poner sus manos sobre él. La noticia del aplazamiento llegó al reo casi tres horas después, a las nueve de la noche. El caso Ramirez contra Collier, un caso que versa sobre la libertad religiosa y afecta al Estado que más ejecuta en todo el país, se discutirá este martes en Washington.
Ramirez, de 37 años, fue condenado a la pena capital por asesinar en 2004 a un hombre en Corpus Christi, una ciudad texana a tres horas de donde ahora está recluido. Tenía 20 años e iba en coche con dos amigas, drogado y bebido, cuando se toparon con el trabajador de una tienda, Pablo Castro, que sacaba la basura y trataron de robarle. Fue arrestado en 2007, al año siguiente lo sentenciaron y lleva desde entonces en el corredor de la muerte del centro penitenciario de Livingston. No se convirtió a la religión entonces, ya era creyente, pero se volcó en su fe. El pastor baptista Dana Moore entró en la fotografía hace cuatro años, cuando comenzó a visitarlo de forma habitual. Hoy es uno de sus grandes aliados en la batalla que ha emprendido contra un Goliat que no suele perder.
El abogado del reo, Seth Kretzer, lamenta que Texas trate de negar algo que se ha permitido siempre. “Se les permitía a los nazis en los juicios de Núremberg, en la Inglaterra medieval, incluso en la propia Texas fue algo normal durante décadas”, señala.
Texas sí permitía la presencia de consejeros espirituales hasta hace dos años. Impuso el veto en 2019, después de que el Tribunal Supremo parase la ejecución de otro condenado, Patrick Murphy, con el argumento de la violación de su libertad religiosa, ya que las autoridades denegaron la presencia de su clérigo budista, cuando sí hubiese sido posible uno cristiano o un musulmán. El motivo es que, por aquel entonces, Texas aceptaba la presencia de predicadores que formaban parte del personal del sistema de prisiones, pero solo empleaba a cristianos y musulmanes, con lo que otras religiones quedaban discriminadas. Así que optó por prohibir la presencia de cualquiera.
El pasado mes de abril, el Estado cambió de criterio y levantó el veto a la presencia de consejeros espirituales dentro de las cámaras de ejecución, pero con la condición de que no haya contacto físico entre estos y el reo a punto de morir y que no rece en voz alta. Normalmente, en una ejecución, solo tienen la palabra el condenado, el guarda que lee la orden y el médico que certifica el fallecimiento. El Estado, representado, entre otros, por el director ejecutivo del Departamento de Justicia Penal de Texas, Bryan Collier (de ahí el nombre del caso, Ramirez contra Collier), lo rechaza alegando motivos de seguridad y respeto para el propio fallecido.
En su argumentación escrita, sostiene que el contacto entre alguien ajeno a la prisión con un condenado durante la inyección letal supone “un riesgo inaceptable a la seguridad, integridad y solemnidad de la ejecución’'. “Incluso una interferencia imperceptible con las vías [de la inyección] podría causar dolor en el señor Ramirez y angustia en la familia de la víctima”, añade. Respecto a la oración, señala que “vocalizar durante la inyección letal puede afectar a la habilidad del equipo farmacológico de controlar y responder a cualquier suceso inesperado”.
El abogado de Ramirez no da crédito a esos temores. “El pastor no tiene siquiera que tocarle el brazo donde le van a poner la inyección, puede tocarle en alguna extremidad, en el mismo pie, donde es difícil que interfiera en nada. Tampoco veo que con sus rezos vaya a interrumpir nada”, señala. El pastor, Dana Moore, argumentó que él toca a sus parroquianos cuando van a morir y les reza en voz alta, así que negarle esa actividad es impedirle el ejercicio de su fe. “Tener a tu sacerdote contigo en el momento de la muerte, pero no dejar que te toque o rece, es como ir a comprar un coche y que te lo entreguen por partes; no sirve, no funciona”, añade.
Estos son los asuntos que se pondrán sobre la mesa este martes en la argumentación oral ante el Supremo. El alto tribunal no paraliza las ejecuciones con frecuencia. El pasado mes de enero, la máxima autoridad judicial dio luz verde a la ejecución de Lisa Montgomery, pese a haber sido declarada enferma mental y haber logrado el aplazamiento en tribunales inferiores. Montgomery, primera mujer ajusticiada en siete décadas, había sido condenada en 2008 por estrangular a una joven embarazada y extraer a su bebé, que sobrevivió. Ese invierno, en una sucesión de ejecuciones federales sin precedentes, también murió Cory Johnson, cuyos abogados alegaron que posee un coeficiente intelectual de 69, por debajo del umbral mínimo que el Supremo considera necesario para aplicar la pena, y Alfred Bourgeois, que torturó y asesinó a su hija en 2002. Sus abogados alegaron sin fortuna que sufría una demencia grave que le impedía entender el motivo de su ejecución.
Hasta 23 Estados han abolido la pena capital. Virginia se convirtió este invierno en el primer Estado del sur en erradicarla. New Hampshire, en el norte, lo hizo en 2019 y al año siguiente siguió Colorado. Pero la pena capital sigue contando con el apoyo general de los estadounidenses. La última encuesta sobre el asunto elaborada por Pew Research, una firma de referencia en sondeos de opinión, salió publicada el pasado junio y reflejaba que hasta un 60% de la población la apoya.
John H. Ramirez no discute los delitos. Aquel 19 de julio de 2004 apuñaló 29 veces a un hombre. Le sacó un dólar y 25 centavos. Huyó. La justicia lo atrapó. Pero este no es caso penal, ni siquiera uno que verse técnicamente sobre la pena de muerte, sino uno que trata de dirimir si la libertad religiosa de Ramirez se respeta o no prohibiendo que Moore diga una oración audible o le toque. Diecisiete años después del crimen, Ramirez solo pide irse al otro mundo cerca de la persona que le ha acompañado en los últimos tiempos y a la que solo ha conocido a través de un panel de plexiglás.
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