El escándalo de corrupción en Pemex, exhibido por el exdirector de la empresa Emilio Lozoya (para salvarse de la cárcel), ha dado lugar a un debate nacional sobre la relación entre moralidad y justicia.
Y esto es así porque el presidente López Obrador ha decidido usar este emblemático caso para comprobar, por una parte, su denuncia de que el régimen de la transición se basó en un pacto de corrupción entre los distintos actores políticos y, por otra, para insistir en su hipótesis de que la corrupción misma es la causa principal y casi única del desastre que vive México.
Siendo cierto, como se ha demostrado ampliamente desde hace años, que la corrupción en todos los poderes del Estado y en todos los niveles de Gobierno es generalizada y sistémica, es necesario establecer si la causa del problema es moral (la falta de escrúpulos y de valores y la ambición personal de los políticos del PRI y del PAN), o si hay algo más profundo que se oculta al convertir el caso Lozoya en un espectáculo alimentado por “filtraciones” continuas a la prensa, y no en un caso ejemplar de aplicación de la ley.
El propio presidente ha señalado que para él la justicia y la ley no son lo mismo. Parece querer decir que la ley tiene limitaciones para castigar los delitos y la alta traición a la patria en que incurrieron los políticos que nos gobernaron en este principio del siglo. La justicia, en consecuencia, debe entenderse ante todo como un juicio moral, un castigo reputacional, que en este caso se tramita en los medios de comunicación y se constituye en una especie de pedagogía política cuyo fin es subrayar el contraste entre el “viejo” y el “nuevo” régimen. Se trata, según el presidente, de poner fin a la tolerancia cultural a la corrupción y al patrimonialismo con que se ha manejado el sistema político creado en la transición. Una misión sin duda imprescindible para cambiar la imagen pública de los políticos y lo político.
Surgen de inmediato dos problemas: el primero es de diagnóstico. La corrupción y el patrimonialismo no son inventos neoliberales. Esas prácticas eran el fundamento mismo del régimen priista, que los perfeccionó a grado extremo, como lo sabe cualquiera que haya leído algo sobre la historia política mexicana o haya vivido lo suficiente. En ese sentido, los Gobiernos de la transición no lograron cambiar el régimen político, sino darle un rostro electoral-competitivo, lo cual amplió las libertades para las clases medias y “democratizó” la corrupción, pero no cambió nada en lo sustancial en las relaciones entre los (seudo)ciudadanos y los Gobiernos, que siguieron siendo determinadas por redes de clientelismo, autoritarismo extremo y exclusión sistémica.
El segundo problema de esta forma de “educar al pueblo” es que limita el ejercicio de la “justicia” al juicio moral que el propio presidente lleva a cabo de manera unilateral desde sus privilegiados foros. El sistema de justicia (la ley) no es considerado determinante para garantizar que las conductas delictivas e inmorales sean castigadas. Por tanto, como otros casos han demostrado recientemente, la justicia sólo se procurará cuando el presidente lo juzgue conveniente, y no en cada ocasión en que las conductas ilegales lo ameriten. Dicho en términos conceptuales, el problema es que en vez de construir un Estado de Derecho, estamos desarrollando un sistema casi teocrático, en el que una especie de ayatolá decide, en última instancia, a quién y cómo se castiga, y a quién y cómo se perdona.
Un ejemplo claro del problema surgió hace unos días. Un vídeo fue “filtrado” en el que se observa a un hermano del presidente recibiendo dinero en efectivo, de parte de un conocido emisario del entonces gobernador de Chiapas, en 2015. Ese gobernador y su secretario de gobierno, miembros del partido más oportunista de la historia política reciente de México, el Partido “Verde”, son hoy prominentes apoyos del Gobierno transformador. El presidente dice que ese dinero era el resultado de una colecta entre el “pueblo”, destinado a apoyar a Morena, el partido en consolidación de AMLO. Ese portador de dinero, agente de un tenebroso grupo político del viejo régimen, puede ser catalogado de cualquier manera, menos como parte del “pueblo bueno”. Lo peor es que el presidente acaba de nombrar a ese digno emisario director de un nuevo ente público, encargado de toda la compra consolidada de medicinas del sector público. Lógicamente, AMLO (y su esposa) han exculpado ya, por anticipado, a estos desinteresados actores de un episodio que debe ser leído casi como un acto heroico, comparable con las acciones de Leona Vicario, Francisco I. Madero y otros próceres de la historia nacional. No importa que al entregar dinero en forma ilegal se haya violado la ley electoral y cometido diversos delitos financieros, además de adquirir compromisos políticos. El mensaje es que el fin justifica los medios.
El presidente López Obrador golpea así la legitimidad y corrección de su gesta contra la corrupción. La “Cuarta Transformación” parece limitarse, a los ojos del presidente, al recambio de una élite política carcomida por la maldad por una nueva élite portadora de la virtud. En el vértice de esta nueva pirámide, construida sobre las ruinas de la anterior —como en los tiempos prehispánicos—, está el propio presidente, cuyo ejemplo de honestidad irradia poderosa luz sobre el resto de la nueva clase gobernante. Lo malo es que no hay nueva clase gobernante. El 90% de los funcionarios y legisladores federales (y casi todos los de los estados gobernados por Morena) provienen de los anteriores gobiernos y partidos neoliberales, donde se formaron en las mejores prácticas de la época (los desplazados, curiosamente, tenían alguna capacidad técnica, de la cual carecen los escasos nuevos cuadros). Ahora bien, a diferencia de los bautizos pentecostales en las simuladas aguas del Jordán, estos actores políticos no han renacido por el simple hecho de trabajar ahora para el gobernante en turno. Por eso se requiere de instituciones para combatir la corrupción, y no solo de un padre generoso y justo que imparte justicia desde su alto pedestal.
La moralidad democrática se establece en la ley, y se ratifica, día a día, en su debido cumplimiento. Somos el país de la simulación legal, a través de la cual se han cometido y se siguen cometiendo toda clase de aberraciones jurídicas y políticas. La transformación que reclama México es la construcción de un Estado de Derecho, desde el cual se pueda combatir la injusticia en todas sus formas, así como la corrupción. Si no cambiamos al Estado desde sus raíces, no habrá transformación alguna, sino simplemente una reedición del viejo régimen.
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