Al cierre de 2017, el gobierno de Enrique Peña Nieto (EPN), está
por romper todos los récords sangrientos, tiende a pasar el techo de asesinatos
de 2011, el epicentro la “Guerra contra las Drogas” declarada por el otrora
Presidente Felipe Calderón Hinojosa; tras los datos hechos públicos, la tasa
acumulada a la fecha alcanza 26,573 asesinatos a nivel nacional.
Con una media mensual de más de dos mil muertes dolosas, México
está a un paso de superar las 27,199 que se dieron en 2011. Desde la salida de
los militares a patrullar las calles en diciembre de 2006, los índices de
asesinatos homicidios dolosos, el delito más relacionado con el crimen
organizado, se dispararon hasta el pico de 2011, para después ir disminuyendo
al marcar un piso de 20,010 en 2014, es ese año paradójicamente se produjeron
dos sucesos de gran relevancia: el fusilamiento de civiles en Tlatlaya y la
desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa a manos del Ejército. Y así le
sucedieron las matanzas de Tanhuato, Apatzingán en 2015 y Nochixtlán en 2016,
donde igual están involucrados militares. Es decir, hay una constante en la
“política de Estado”: abatir.
En los tres años siguientes, en tanto se sucedían las
detenciones o muertes de los grandes capos, las cifras volvían a entrar en
efervescencia hasta la última cifra de noviembre, un mes en el que el gobierno
de EPN ha perpetuado el uso policial del Ejército con la entrada en vigor de la
llamada La ley de Seguridad Interior, ahora vigente.
Además, la Secretaría de Gobernación filtró un desagregado de 31
nuevos delitos; más de 1500 investigaciones fueron abiertas por feminicidio;
vinculadas a la violencia contra las mujeres, se registran sobre abuso 41,580;
hostigamiento 2,670; acoso 1,540; y violencia de género 5,101.
Entre los datos resaltan también las denuncias presentadas por
violencia intrafamiliar, que superan la estratosférica cifra de 400 mil, mayor
que cualquiera de los demás apartados acumulando los tres años contabilizados.
Otros delitos son los cometidos por servidores públicos 36,478; corrupción de
menores 5,489; delitos electorales 1,840; aborto 1,540; trata de personas
1,034; tráfico de menores 467; y 76 incestos. (El País)
Como se aprecia la sistemática intervención militar, en el
combate a las drogas y policiacos, ahora arropada bajo la Ley de Seguridad
Interior, ha provocado el rompimiento del tejido social, y del orden jurídico e
institucional de Estado.
En este año que conmemoramos el centenario de la Constitución de
1917, que ordena a México, bajo un régimen de derecho, soportado en los
principios de laicidad y civilidad, la no intromisión de los militares en
asuntos públicos (artículo 129), y la separación del Estado de la Iglesia
(artículo 130).
La Ley de Seguridad Interior concebida desde el seno del poder,
como una legislación ad hoc, al gusto de los
militares, conspira en contra de la Constitución General de la República, del
pueblo de México y de la comunidad internacional de derechos humanos.
Así las cosas, a raíz del desacato que hace la clase política,
el Ejército y el gobierno de EPN, al orden constitucional, a los llamados de
Naciones Unidas, a los diferentes observatorios de derechos humanos, así como
de amplios sectores de la sociedad civil a fin de evitar la aprobación de la
Ley de Seguridad Interior que encamina a México hacia un estado policiaco
militar de corte fascista.
Nos remite al análisis del documento “Atrocidades Innegables,
Confrontando Crímenes de Lesa Humanidad en México”, una investigación que
realizó “Open Society Foundations” sobre la situación que padece nuestro país
de “crímenes atroces”, que han afectado a cientos de miles de civiles que
pueden constituir crímenes de lesa humanidad.
La investigación trata cómo actos de violencia, los que podrían
ser considerados crímenes de lesa humanidad, si estos forman parte de un ataque
generalizado y sistemático contra una población civil, perpetrado de conformidad
con una “política de Estado” o de una “organización” para cometer ese ataque o
para promover esa política, tal cual lo contempla el artículo 7º del Estatuto
de Roma de la Corte Penal Internacional:
Crímenes de lesa humanidad. A los efectos del presente Estatuto,
se entenderá por “crimen de lesa humanidad”. Cualquiera de los actos siguientes
cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una
población civil y con conocimiento de dicho ataque: Asesinato; Exterminio;
Esclavitud; Deportación o traslado forzoso de población; Encarcelación u otra
privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de
derecho internacional; Tortura; Violación, esclavitud sexual, prostitución
forzada, embarazo forzado, esterilización forzada o cualquier otra forma de
violencia sexual de gravedad comparable; Persecución de un grupo o colectividad
con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales,
étnicos, culturales, religiosos, de género, u otros motivos universalmente
reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional, o con
cualquier crimen de la competencia de la Corte; Desaparición forzada de
personas; El crimen de apartheid; Otros actos inhumanos de carácter similar que
causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la
integridad física o la salud mental o física.
Con base en esta definición, la Corte Penal Internacional ha
identificado cinco “elementos contextuales” que deben existir para calificar
actos criminales como crímenes de lesa humanidad: Que el ataque haya sido
dirigido contra una población civil; Que el ataque se haya cometido de
conformidad con una política de un Estado u organización; Que el ataque sea
generalizado y sistemático; Que no exista un vínculo entre el acto individual y
el ataque; y Que el autor tenga el conocimiento o tenga la intención de que su
acción sea parte del ataque.
La violencia a gran escala se diferencia de los actos
individuales de violencia, en cuanto la clasificación como crímenes de lesa
humanidad requiere del examen de los sistemas y patrones del crimen con el
objetivo de determinar sus orígenes; en particular, cuando existe evidencia de
la implicación o participación del Estado.
La identificación de estos patrones puede, a su vez, ayudar a
revelar las causas fundamentales de la violencia y de la impunidad,
identificando no solo a los autores directos, estatales o no estatales, sino
también a aquellos individuos que ordenaron que los crímenes se cometieran; así
como, a quienes decidieron omitir, prevenir o castigar la realización de los
delitos.
Aclarar este punto, es de particular importancia en un país como
México, donde la impunidad ha sido una parte integral de la violencia que ha
aquejado al país en los años posteriores al año 2006. De esta forma el marco
jurídico del Derecho Penal Internacional resulta útil para explicar los
problemas de contexto, magnitud y patrones de la violencia que el marco
normativo penal mexicano a la fecha no ha sido capaz de realizar, ni en el ámbito
normativo ni en el práctico.
México ha reconocido, que los crímenes de guerra o los crímenes
de lesa humanidad no prescriben. “El gobierno de México adoptó la Convención
sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de
Lesa Humanidad”, el instrumento de ratificación se publicó en el DOF 22/04/02.
En la adopción, México realizó una “Declaración Interpretativa” que “establece
que únicamente considerará imprescriptibles los crímenes que consagra la
Convención, cometidos con posterioridad a su entrada en vigor para México”.
Sin embargo, todos los crímenes que aquí se tratan como parte de
un ataque generalizado o sistemático articulados por una “política de Estado” o
de una “organización criminal”, en contra de una población civil, se cometieron
después de la ratificación, por tanto, la reserva no es válida para ninguno de
ellos. Pues todos los “crimenes atroces” que aquí se mencionan se cometieron
después del 2006, cuando exactamente se involucra abiertamente al Ejército en
la “Guerra contra las Drogas”.
Aquí cabe puntualizar que, no obstante que exista la Ley de
Seguridad Interior que “legaliza” la actuación del Ejército fuera de sus
cuarteles, los crímenes cometidos en contra de la población a través de una
“política de Estado” o de una “organización criminal”, como la matanza
estudiantil de 1968, pasando por la llamada Guerra Sucia, todas las masacres
antes y después de la ratificación del Estatuto de Roma, hasta la desaparición
de los estudiantes de Ayotzinapa, son imprescriptibles, porque son delitos de
tracto continuado.
Según la definición de la Corte Penal Internacional (CPI), un
ataque debe ser perpetrado de conformidad con la “política de un Estado o de
una organización”.
Esta política no necesariamente debe ser explícita: puede
deducirse de la “improbabilidad de que estos actos sean una ocurrencia aislada
o aleatoria”. También puede definirse “en retrospectiva, una vez que los actos
han sido cometidos y en función de la operación o línea de conducta general que
se haya seguido”. La política no tiene que ser emprendida con un propósito en
particular, de hecho, la motivación de los crímenes es irrelevante. Estos
elementos conceptuales distinguen los crímenes de lesa humanidad de los actos
de violencia aleatorios o aislados; reflejan los “sellos distintivos” de
atrocidad, magnitud y colectividad.
Estos elementos distintivos de crímenes de lesa humanidad, han
estado presentes en las acciones cometidas por actores tanto estatales como no
estatales en México. Como a continuación se expone, existe información
fidedigna que indica numerosas violaciones al Derecho Internacional en materia
de derechos humanos perpetradas por el gobierno Federal. En particular, el
gobierno parece haber aplicado una política de uso indiscriminado y extrajudicial
de la fuerza, incluidos el asesinato, la tortura y la desaparición forzada
contra la población civil de México en sus esfuerzos por combatir la
delincuencia organizada. Asimismo, existe información fiable respecto a dichas
violaciones cometidas por miembros de los cárteles, “organización”, la cual ha
adoptado una política de infundir el terror entre comunidades civiles con el
objetivo de controlar el territorio y obtener ganancias. (Informe, p.51-52)
La delincuencia organizada supone una auténtica amenaza a la
seguridad del Estado mexicano y cuando se analiza la respuesta estatal, es
preciso enfatizar que combatir a la delincuencia organizada es un objetivo
legal, legítimo, en efecto el sistema de derechos humanos como tal no puede ser
eficaz sin la aplicación de la ley, y en ciertos casos, sin el uso de la
fuerza”.
Sin embargo, resulta igualmente evidente que “las amplias
atribuciones conferidas para la aplicación de la ley, pueden fácilmente
prestarse al abuso en cualquier sociedad y, que redunda en el interés de todos
que sea sometida a una supervisión constante”. Dicha supervisión requiere que
el uso de la fuerza se encuentre rigurosamente reglamentado, que pueda
realizarse por las autoridades facultadas por la Constitución y que toda
violación de la ley sea diligentemente investigada y procesada, a fin de
disuadir atrocidades futuras.
Si bien es incuestionable los méritos o el sentido común de una
política para combatir la delincuencia organizada o el derecho y obligación del
gobierno mexicano de proteger a sus ciudadanos, también lo es que si examina la
legalidad de los métodos por los cuales dicha política ha sido ejecutada; en
particular, si se analiza el uso indiscriminado y extrajudicial de la fuerza,
fuerza que no se justifica como una acción en defensa propia o de otros, o que
es desproporcionada en relación a las circunstancias. Cometido por las fuerzas
federales actuando bajo una Estrategia de Seguridad Nacional de Estado contra
cualquier persona que se perciba como vinculada con la delincuencia organizada,
así como actos de tortura o desapariciones forzadas contra dichas personas; la
interrogante es si algunos de estos actos, cometidos de conformidad con una
política de la lucha contra el crimen organizado “a costa de cualquier precio”
y, ante la carencia de rendición de cuentas o de un marco regulatorio adecuado
en relación con el uso de la fuerza, constituyen crímenes de lesa humanidad.
El análisis encuentra sustento en lo dispuesto por el Estatuto
de Roma y la jurisprudencia de la Corte Penal Internacional. Las razones que
sustentan el uso de este marco jurídico: México es un Estado parte del Estatuto
de Roma desde el 1 de enero de 2006, y por lo tanto, se encuentra sujeto a la
jurisdicción de la Corte Penal Internacional. Segundo, debido a que los
crímenes de lesa humanidad no han sido definidos aún en la legislación interna
de México. La referencia al Estatuto de Roma como una norma legal no sólo, sino
también se encuentra justificada desde el punto de vista jurídico, sino que es
consistente con el propósito de saber, alentar y ayudar a las autoridades
mexicanas a investigar, procesar y enjuiciar a los autores de estos crímenes.
Si bien es cierto el Estatuto de Roma no establece la obligación
de investigar y procesar los crímenes de lesa humanidad en el orden interno de
ningún Estado, también lo es que México es Parte de varios Tratados que imponen
la obligación de investigar y procesar las violaciones graves a los derechos
humanos. De esta forma, por extensión, la Comisión Nacional de los Derechos
Humanos, en gran escala de tales violaciones, que incluye los asesinatos, la
desaparición forzada y la tortura le supone la misma obligación. (Art. 102-B
Constitucional)
La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos también
contempla la investigación de violaciones graves a los derechos humanos y la
Suprema Corte de Justicia de la Nación ha dictaminado que el Estado está
obligado a investigarlas. “El Estado tiene el deber de llevar a cabo una
investigación seria, imparcial y efectiva, una vez que tenga conocimiento de
los hechos con la finalidad de evitar la impunidad”. (SCJN, Sesión de Pleno,
9/15).
Aunque actualmente no existe un tratado exhaustivo con respecto
a los crímenes de lesa humanidad, la obligación de reprimirlos “podría
encontrarse en instrumentos que prohíban delitos específicos que también
constituyan algunos de los delitos subyacentes de crímenes de lesa humanidad”.
La Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura (Art. 4,
5 y 7) y la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas
contra las Desapariciones Forzadas (Art. 4, 6, 9 y 11), ambos tratados
suscritos por México, contienen dichas obligaciones.
La Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de
Personas, de la cual México es Parte, reafirma que la práctica sistemática de
desapariciones forzadas constituye un crimen de lesa humanidad. Además, obliga
a los Estados Parte a adoptar todas las medidas necesarias para castigar este
crimen (Art. I, III y IV). Se abunda, toda vez que los crímenes de lesa
humanidad no requieren un nexo con conflictos armados, la obligación de
investigar y procesar que se encuentra en las convenciones regionales en
materia de derechos humanos, como para México lo es, la Convención Americana
sobre Derechos Humanos, también “correspondería ampliamente a una obligación de
reprimir los crímenes internacionales fundamentales”.
De hecho, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) ha
dictaminado que la Convención Americana sobre Derechos Humanos obliga a los
Estados Parte a prevenir, investigar y castigar cualquier violación a los
derechos reconocidos por dicha Convención.
En palabras de la CoIDH “El Estado tiene la obligación jurídica
de tomar las medidas necesarias para evitar las violaciones a los derechos
humanos y el uso de las medidas a su disposición para realizar una
investigación seria de las violaciones cometidas dentro de su jurisdicción,
identificar a los responsables, imponer el castigo apropiado y garantizar que
la víctima reciba una indemnización justa”. Asimismo, aunque discutible, el
derecho internacional consuetudinario podría también imponer la obligación de investigar
y procesar.
El fracaso de México por omisión o por acción de investigar y
procesar adecuadamente estos crímenes ha incentivado a través de una “Política
de Estado”, el uso indiscriminado y extrajudicial de la fuerza contra cualquier
persona que se perciba como presuntamente relacionada con el crimen organizado.
Por ello, la imputación no versa esencialmente sobre quien
ejecuta materialmente el delito sino por el llamado “hombre de atrás”, por
disponer
este de los medios y del hecho y la voluntad de quien ejecuta.
Consecuencialmente, surge la tesis del dominio del hecho, que
considera que la calidad de autor es conferida por la titularidad de la
facultad de
disponer de la ejecución del hecho, interrumpirlo o abandonarlo, donde la
autoría se caracteriza en el dominio final del hecho, es decir, que el dominio
del hecho lo tiene quien concretamente dirige la totalidad del acto a un fin
determinado, por lo que el autor es quien tiene el dominio del desarrollo del
proceso ejecutivo, y dominio de la voluntad de la persona que era
instrumentalizada al ser usada como medio de configuración
del delito.
La teoría del dominio del hecho, que nace con Hans Welzel,
defiende que es autor aquel que por la dirección final y siendo consciente del
desarrollo causal hacia el resultado típico es señor de la realización del
tipo. Esto es, el autor se caracteriza por el dominio final del suceso,
mientras los partícipes carecen de tal dominio. El autor domina, dirige el
curso de los hechos y puede interrumpirlo; los partícipes se limitan a
auxiliar.
Se trata de un propósito importante, que busque combatir la
impunidad,
la reparación de las víctimas empezando por la verificación de los hechos y el
conocimiento de la verdad, así como la garantía de no repetición y protección
de los derechos humanos.
Aún más, cuando dichas violaciones fueron cometidas por todo una
aparataje sistemático y organizado que se vale de la fuerza, de la legalidad y
de la legitimidad, para actuar paralelamente al margen de la misma ley.
Ley que en el desarrollo jurídico de la teoría de la autoría
mediata a través de aparatos organizados de poder. En esa medida, es autor
mediato quien causa el resultado punible valiéndose de otra persona como medio
o instrumento para la consecución del delito, de manera que el autor no realiza
el delito de manera personal ni directa.
Fuente.-General Francisco Gallardo/
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