El Gavilán” cometió un error: mirar con desdén a un sujeto cerca de la bomba de gasolina. El comandante tenía la soberbia en el rostro, curtido en el campo salvaje de la policía, un bípedo con una pata metida en el fango. El comandante, altivo desde los ojos, tenía el mando y el poder.
Atrás venía una estaca, y no imaginó que el hombre de la troca de al lado era el jefe de plaza de Los Zetas, “El Comandante Mily”, en la época que Osorio Chong gobernaba Hidalgo; por eso, encabronado, contestó con el acelerador metido a fondo para ir sobre la camioneta, después de escucharlo decir: “¿tú qué me ves, pendejo?”. Su orgullo estaba herido. Sin el orgullo, no era nada.
Se jalaron hasta la Mega Comercial, por San Javier, en Pachuca, y “El Gavilán” informó por radio que iba tras un sujeto extraño con el que se había hecho de sandeces. Caliente, con el rostro encendido como brasa, el comandante aceleró más, con la certeza del arribo inmediato de las patrullas, para que “ningún cabrón” anduviera “queriendo rebasar su raya”: la raya que imponía un “tira” acostumbrado al temor y a la honra, a nada más.
Rápido llegaron, tras la alerta al C4, patrullas municipales y estatales. El mando lo llevaba “El Peyo”, encargado de vialidad, quien al ver al jefe de plaza reculó, porque hacía meses que estaba en la nómina de Los Zetas. Ordenó entonces que se fueran las patrullas y rápido armó una salida para que se fugara el líder del Cártel, mientras que al “Gavilán”, sin que lo notara, le obstruyeron el paso para que no pudiera alcanzarlo. Le aseguró que había un operativo para vengar la mala cara y el insulto “del cabrón ese cerca de la gasolinería”, pero esto nunca iba a pasar.
Ya lejos, con el ardor en el pecho tras la afrenta, el líder Zeta enfureció: “ese pinche ‘Gavilán’ era de poca monta pa’ sentirse tan tocado”. “¿Qué se sentía el cabrón?” Preguntaba a grito abierto y le ardía la bilis. Peor: su orgullo se había fracturado por todo el desmadre que se armó para que le hicieran la salida. Para un metal fundido en el ejército, caer por unas miradas y no en combate a plomo, era una gran humillación. La altanería de ese tipo era una patada baja.
Entonces, desde ahí armó con calma la jaula en la que habría de caer “El Gavilán”. Lo primero era tener las rejas de esa jaula. Para su suerte, “El Comandante Tivo”, jefe del “Gavilán”, era un oficial corrupto que no se había unido antes al cártel porque no se lo habían propuesto. Los fajos de verdes eran mucho para un caballo de poca monta. No era indispensable, les decía a sus subalternos, había tantos como él en la nómina y no parecía de un valor excepcional, hasta que se convirtió en el único capaz de poner al “Gavilán” desprotegido, para cobrar la humillación.
Pasó tiempo, hasta encontrar el mejor momento, caliente entonces la plaza por los enfrentamientos con La Familia Michoacana, mas aquel asunto no se iba a quedar así.
Anochecía, las sombras empezaban a cubrir la luz, y “El Tivo” ordenó al “Gavilán” acercarse a una gasolinería. Dueños del simbolismo, en una así había empezado todo y en una de esas iba a terminar.
Por radio, “Gavilán” avisó que ya había salido con el rumbo marcado y ahí lo empezaron a cazar. El perímetro era una jaula de la que no habría podido escapar.
Paró la unidad junto a la bomba de gasolina, bajó la ventanilla y empezó a cargar. Fue en ese momento que la estaca del jefe comenzó a disparar desde la Armada guinda que aquella vez “Gavilán” había perseguido. Las balas quebraron el parabrisas, pero las letales entraron por el reducto que había dejado la ventana abajo.
“A mí me avisa mi gente, es decir, mis elementos, de lo que había ocurrido, y de esto yo ya sabía que lo iban a matar, ya que esto lo habían planeado desde unos meses atrás y sabía que sólo estaban esperando el momento oportuno para matarlo, y esto lo sabía por voz del propio jefe, el comandante Mily, ya que él me contó de la fricción que habían tenido y que no se la iba a perdonar por el desmadre que había armado en la Mega Comercial y que tarde o temprano se la iba a pagar”, declararía después en la SIEDO un policía corrupto que supo lo que vendría y lo dejó pasar.
Era inicio de semana, lunes o martes, no recuerda, pero llegó a la gasolinería y vio la patrulla con el cuerpo acribillado del “Gavilán”. Ahí ya estaba “Comandante Tivo” con gente de la ministerial. Encintando el sitio, estaba bajo su resguardo. Rato después, ya con los peritos auscultando el cuerpo, llegó la familia, agobiada por el rumor que se empezaba a esparcir: “El Gavilán” había sido asesinado por Los Zetas.
Los alaridos eran tales que el llanto resonaba a varias cuadras, por el perímetro de la jaula que se montó para cazar al “Gavilán”. Era la desesperación de una muerte repentina.
Estaban deshechos tras ver el cuerpo con los orificios de las balas.
Entonces, “El Tivo”, dueño de la escenografía, se acercó para lamentar la muerte y extender los brazos afligidos. Con los falsos ojos, escurriendo mentira cuando las palabras le venían a la boca, prometió que no descansaría hasta encontrar al asesino. Habría tenido que buscar dentro de sí.
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