Uno de los conflictos que tiene el presidente Andrés Manuel López Obrador con Estados Unidos, es haber cancelado la autorización a la DEA para utilizar el aeropuerto de Toluca sin necesidad de un permiso cada vez que lo requiriera. La DEA, a través del procurador William Barr, ha estado presionando para que se restablezcan esos privilegios que les otorgó el gobierno anterior. Algunos funcionarios mexicanos defienden la prohibición desde un punto nacionalista. Para los estadounidenses, carecer de esa autorización limita la velocidad de sus acciones. Pero sobretodo, incrementa las sospechas allá y acá de que el gobierno de López Obrador tiene un acuerdo no escrito con los cárteles de la droga.
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El tema fue abordado durante la comparecencia matutina de López Obrador este martes, cuando Mark Stevenson, reportero de la agencia AP, le dijo que hablaba muy fuerte de los conservadores y la prensa fifí, pero nunca de los cárteles de la droga. “¿Su pelea no es con ellos?”, preguntó. “Sí, sí, sí”, respondió el presidente. “Son organizaciones que le hacen mucho daño al país. Lo que sucede, a lo mejor por eso duda, es que le estamos dando casi el mismo peso a la delincuencia de cuello blanco que a la delincuencia organizada, porque yo sostengo desde hace mucho tiempo que el principal problema de México es la corrupción política.
“No hay protección y no hay acuerdo con las organizaciones criminales. Nosotros no establecemos relaciones de complicidad con nadie. No hay pacto. Se combate a todos parejo, porque, ¿qué se hacía antes? Se pactaba con un grupo y se perseguía a los otros. Eso ya no, nada de que este es el grupo preferido del gobierno. Entonces, no hay preferencias, se castiga a todos por igual, no hay impunidad”.
La realidad, en sus propias palabras, ha sido diferente. El 14 de mayo de 2019 López Obrador dijo que sus prioridades en el combate al narcotráfico son atender las causas y tener una Guardia Nacional. Dos días después se publicó en el Diario Oficial la Estrategia Nacional de Seguridad Pública, que tiene ocho objetivos para la regeneración ética de los criminales para que ni delincan ni asesinen, desmovilizar sus organizaciones, desarmarlas y reinsertarlas en la sociedad. El presidente había anticipado en la víspera. “No descarto la posibilidad de llegar a un acuerdo de paz”, dijo. La prensa preguntó: “¿Con el narco?”. López Obrador respondió: “Con todos. Todos a portarnos bien”.
Meses antes, en febrero de 2019, López Obrador visitó Badiraguato, Sinaloa, donde ratificó que no utilizaría la fuerza pública en zonas del narcotráfico. Esa es la tierra de Joaquín El Chapo Guzmán, que en ese tiempo estaba siendo juzgado en Nueva York, y a quien se refirió varias veces sin mencionarlo por nombre. “La de Badiraguato es gente buena, gente trabajadora”, dijo. “¿Qué dice la Biblia? Que no hay que emitir juicios temerarios. ¿Y qué otra cosa dice la sabiduría? Que no se puede hacer leña del árbol caído”. Ese día le entregaron una carta de la madre de Guzmán, donde le pedía un favor. López Obrador cumplió. Le consiguió visas humanitarias a ella y a sus dos hijas, para visitar a El Chapoen la cárcel de Brooklyn.
El discurso de López Obrador, como lo hizo notar Stevenson, siempre ha sido muy agresivo con sus adversarios políticos y sus críticos, y muy consecuente con los líderes de los cárteles de las drogas. Su gobierno usa toda la fuerza del Estado para amedrentar -utilizando información de inteligencia, no judicializada, para desacreditar e intimidar, mientras es nula su actuación contra criminales, a quienes nunca se refiere con lenguaje incendiario, jamás critica, les otorga impunidad y trata como víctimas.
La racional de López Obrador es que como el problema del consumo era de Estados Unidos -un diagnóstico que fue rebasado por las realidades del mercado en México en los 90’s-, quien debía resolverlo era ellos, mientras que al no combatir a los cárteles de la droga, la organización depurará a sus rivales y devolverá la paz al país. Pero la violencia que pensaba bajaría con su acto de fe, no funcionó. Según cifras oficiales, su primer año de gobierno cerró con 35 mil 868 homicidios dolosos, el peor en los 22 años que tienen de contabilizarse, equivalentes a cuatro asesinatos por hora.
El culiacanazo, el 17 de octubre, fue una señal de lo que estaba dispuesto a hacer el gobierno de López Obrador ante los cárteles de la droga. Tras detener sin violencia a Ovidio Guzmán, hijo de El Chapo, nunca se autorizó el operativo de extracción del joven, a quien buscaron aprehender por una solicitud de extradición del gobierno de Estados Unidos. El comando táctico lo tuvo bajo custodia por más de dos horas y media, tiempo suficiente para que el Cártel de Sinaloa enviara a más de 100 hombres armados a Culiacán e hiciera imposible la conclusión de esa operación sin un alto costo de sangre. El gobierno regresó a Guzmán al Cártel de Sinaloa.
Lo que sucedió en Culiacán agotó la paciencia de Washington, que exigió cambiar la estrategia. El gobierno cedió ante esa nueva presión y comenzó las extradiciones a Estados Unidos, tras la queja del procurador Barr que había un rezago de 500 solicitudes. La presión de la DEA para utilizar el aeropuerto de Toluca tiene una alta carga de escepticismo sobre lo que vaya a hacer López Obrador. Hay indicios de que se va a someter. Ya no habla de “abrazos, no balazos”, y comienzan a haber declaraciones que van a empezar a enfrentar a criminales. El pacto no escrito con el crimen organizado, de mantenerse la presión estadounidense, se acabará y, quizás, haya represalias. Lo que declaró el martes el presidente, entonces, finalmente se cumplirá.
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