El presidente Andrés Manuel López Obrador ha afirmado insistentemente que al final de su administración tendremos en México un sistema de salud parecido al de Canadá, Inglaterra y los países escandinavos, es decir, un sistema de salud público en el financiamiento, plural en la prestación y descentralizado en la operación. Sin embargo, en los hechos, lo que su equipo está construyendo es un sistema de salud vertical, centralista y burocrático.
El nuevo gobierno se ha propuesto sustituir al Seguro Popular (SP) con el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi) y recentralizar los servicios de salud para la población no asalariada. No hay mucha información sobre las características de este instituto ni sobre los mecanismos de la recentralización. De hecho, son notables la carencia de documentos estratégicos y la falta de un programa sectorial que pudieran darle perspectiva a esta contrarreforma. Sin embargo, la información contenida en las presentaciones de diversos funcionarios de la Secretaría de Salud y en la propuesta de modificaciones a la Ley General de Salud, que se debate actualmente en el Congreso, nos permite anticipar que el Insabi tendrá los rasgos de un sistema de salud antitético al que ostensiblemente ha planteado el presidente.
El propósito de este ensayo es discutir el salto al pasado que representan la conformación de una institución como el Insabi y la recentralización de los servicios de salud que atienden a la población sin seguridad social.
El Seguro Popular se creó en 2004. Su propósito explícito fue incrementar la inversión pública y reducir la inequidad al ofrecer servicios integrales de salud con protección financiera a la población hasta entonces excluida de la seguridad social (poco más de 50 millones de mexicanos).
Este seguro garantiza el acceso, sin desembolso en el momento de utilización, a las 294 intervenciones incluidas en el Catálogo Universal de Servicios Esenciales de Salud (CAUSES) y los 66 servicios de alto costo y complejidad financiados mediante el Fondo de Protección contra Gastos Catastróficos (FPGC). Las intervenciones del CAUSES se prestan en los centros de salud, clínicas y hospitales generales de los Servicios Estatales de Salud, mientras que las de alto costo se prestan en los Institutos Nacionales de Salud, los Hospitales Regionales de Alta Especialidad y diversas instituciones estatales, incluyendo los hospitales universitarios. Dentro de los servicios cubiertos por el FPGC destacan los cuidados intensivos neonatales y el tratamiento de todos los cánceres en niños, el VIH/sida, el cáncer cérvico-uterino, el cáncer de mama, el cáncer de próstata y el infarto agudo de miocardio, entre otros.
El SP no es una instancia prestadora de servicios de salud; es un programa dela Comisión Nacional de Protección Social en Salud para el financiamiento de la atención mediante la gestión de recursos públicos que se transfieren a los estados y los hospitales de alta especialidad siguiendo reglas muy claras. Por cada afiliado, el Estado tiene la obligación de movilizar una cantidad de recursos que garantiza el acceso a los servicios incluidos en el CAUSES y al paquete de intervenciones de alto costo financiado por el FPGC. Los recursos del Estado incluyen una cuota social (1 111 pesos por afiliado en 2018), una cuota solidaria federal (1 167 pesos) y una cuota solidaria estatal (555 pesos). El 89 % de los recursos totales se transfiere a los estados para financiar los servicios del CAUSES y 8 % se transfiere al FPGC. Finalmente, 3 % se traslada al Fondo de Previsión Presupuestal, que financia la demanda inesperada y la inversión en infraestructura y equipo.
La idea central que dio lugar al SP fue generar un esquema de equidad fiscal entre la población asalariada y la no asalariada. De la misma forma en que las leyes del IMSS y el ISSSTE codifican la obligación fiscal del Estado para financiar la salud de los trabajadores asalariados y sus familias, la reforma a la Ley General de Salud de 2003 garantizó un nivel comparable de obligación presupuestal para la atención de las familias más pobres. De esta manera se protegió a la Secretaría de Salud de la asignación discrecional de recursos que tanto la habían limitado hasta entonces. Este fue un paso fundamental en la dirección de garantizar que el ejercicio del derecho constitucional a la protección de la salud sea en efecto universal e igualitario. En su esencia, el SP es exactamente lo opuesto de una política neoliberal, pues se trata de un esquema que amplía el ejercicio de los derechos sociales y cierra las anteriores brechas de inequidad. Lamentablemente, la ofuscación ideológica ha impedido a la actual administración entender esta realidad.
Ilustraciones: Víctor Solís
Lo que es innegable es que, gracias al SP, el presupuesto de la Secretaría de Salud aumentó casi cuatro veces entre 2000 y 2015, al pasar de 39 420 millones de pesos constantes a 153 839 millones de pesos constantes, un incremento sin precedentes en la historia de dicha secretaría. Esta ampliación del gasto público en salud permitió extender considerablemente la cobertura de atención a la salud y reducir los gastos catastróficos y empobrecedores por motivos de salud. El último informe del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) señala que, gracias al SP, la “carencia por acceso a servicios de salud” se redujo en México de 42.8 millones de personas en 2008 a 20.2 en 2018. Ningún otro indicador de política social evaluado por el Coneval (rezago educativo, carencia por acceso a seguridad social, carencia por acceso a servicios básicos de la vivienda, carencia por acceso a calidad y espacios de la vivienda, carencia por alimentación) mostró un desempeño tan notable.
A pesar de los logros del Seguro Popular, documentados en cientos de publicaciones nacionales y extranjeras, la actual administración se ha propuesto sustituirlo por el Insabi. Se afirma que la idea es ir conformando un sistema de salud como el de Canadá, Inglaterra y los países escandinavos. Sin embargo, los escasos documentos que ha generado la Secretaría de Salud indican que se trata más bien de una institución monopólica y centralizada que operará los servicios de salud para la población sin seguridad social atendiendo no al modelo que impera en la mayoría de los países de la OCDE sino al vigente actualmente sólo en Cuba, Corea del Norte y Venezuela.
El Insabi será una institución prestadora de servicios de salud operada centralmente, que contará con delegaciones estatales. La prestación de servicios personales de salud a la población sin seguridad social, que hoy está en manos de los Servicios Estatales de Salud (SESA), quedará a cargo del nuevo instituto. En la propuesta de modificaciones a la Ley General de Salud que hoy se discute en el Congreso se señala:
El Ejecutivo federal, por conducto de la Secretaría de Salud, y las entidades federativas celebrarán acuerdos de coordinación para la ejecución de la prestación gratuita de servicios de salud y medicamentos asociados para la población sin seguridad social. Para estos efectos, la Secretaría de Salud establecerá el modelo nacional a que se sujetarán dichos acuerdos, tomando en consideración la opinión de las entidades federativas.
Este texto reafirma el papel subordinado que tendrán los estados en la prestación de servicios personales de salud, violando, por lo menos, el espíritu del pacto federal, si no es que también su esencia constitucional. Al parecer, los SESA se limitarán a prestar servicios de salud pública y, a través de las secretarías estatales de salud, a desempeñar algunas actividades de rectoría.
La propuesta también señala que el Insabi cubrirá, como mínimo:
“Los servicios de consulta externa en el primer nivel de atención, así como de consulta externa y hospitalización para las especialidades básicas de medicina interna, cirugía general, gineco obstetricia, pediatría y geriatría, en el segundo nivel de atención, así como a los medicamentos del Compendio Nacional de Insumos para la Salud”.
Esto significa que bajo el nuevo esquema estarán garantizados por ley sólo los servicios de primer y segundo niveles. Se rehúye así el compromiso de garantizar el acceso a servicios de tercer nivel y alta especialidad, reduciendo en los hechos los derechos legislados de la población sin seguridad social, que bajo el SP incluyen el tratamiento de numerosas intervenciones de alta especialidad, financiadas con los recursos del FPGC, como se explicó antes. En pocas palabras, miles de personas, como las que sufren de cáncer, no tendrán acceso al tratamiento a menos que paguen de su bolsillo o se acojan a la acción asistencialista (y quizás clientelar) del gobierno. Estas familias volverán a enfrentar, como era común antes del SP, la terrible disyuntiva de arruinarse económicamente con tal de atender la salud de sus seres queridos. No deja de ser paradójico que una limitación de esta índole acuse el tipo de enfoque “neoliberal” que la administración ha adjudicado falsamente al Seguro Popular.
En materia de financiamiento, la propuesta se limita a señalar que el gobierno federal destinará recursos para el Insabi que no deberán ser inferiores a los recursos del ejercicio fiscal inmediato anterior incrementado por inflación y que se distribuirán sobre la base de la cobertura de atención y las necesidades de salud de la población. Estos recursos se complementarán con aportaciones estatales, cuya magnitud no se define. Tal ambigüedad es precisamente lo que fomenta la discrecionalidad en la asignación presupuestal que el SP había logrado superar en gran medida. El esquema financiero del SP se diseñó con un enorme cuidado técnico, adaptando las mejores experiencias internacionales a las circunstancias específicas de México. Se buscó hacer explícitas las obligaciones fiscales tanto del gobierno federal como de los estados para generar certidumbre y equidad. En contraste, la baja calidad técnica de la propuesta del Insabi representa un peligroso retroceso que puede constituir un verdadero suicidio presupuestal para la Secretaría de Salud.
Más preocupante aún es el hecho de que la propuesta de ley no precisa los criterios que se utilizarán para definir las necesidades y así las intervenciones cubiertas. En vez del riguroso proceso seguido en el SP para definir de manera explícita y transparente las prioridades de atención, regresaremos al uso de mecanismos burocráticos de racionamiento, como las listas de esperas (eufemísticamente llamadas “diferimientos”), el maltrato a los pacientes (que efectivamente los induce a buscar la atención en el sector privado) y la escasez de medicamentos y otros insumos (de la cual ya hemos tenido una dolorosa muestra en fechas recientes).
En resumen, el Insabi será la única instancia pública encargada de prestar los servicios personales de salud de primer y segundo niveles a la población sin seguridad social. Su presupuesto se determinará en lo fundamental sobre una base histórica y echando mano de las mercuriales negociaciones políticas que tantas inequidades habían generado antes del Seguro Popular. Es un modelo que en nada se parece al modelo canadiense, inglés y escandinavo, en donde los servicios los prestan múltiples prestadores, públicos y privados, que garantizan la libertad de elección a los pacientes. Además, la competencia entre estos prestadores, que se esmeran por ganarse la preferencia de los usuarios, promueve la calidad, el trato digno, la eficiencia y la innovación. Los servicios que se prestan bajo esquemas monopólicos, como el del Insabi, por el contrario, tienden a ser burocráticos, de mala calidad, insensibles a las preferencias de los usuarios, costosos y con pocos incentivos a la innovación, debido a que se aprovechan de una demanda cautiva.
Un grave problema del Insabi es que su propuesta de creación no cuenta con ninguna proyección de costos. Esta es una variable clave, ya que las autoridades afirman que este instituto ofrecerá los mismos servicios que hoy ofrecen las instituciones de seguridad social, en particular el IMSS.
De acuerdo con un análisis realizado recientemente en la Fundación Mexicana para la Salud, la oferta de un paquete de servicios de salud parecido al del IMSS a toda la población sin seguridad social, que asciende a 71.6 millones de personas, requeriría de la totalidad de los recursos hoy asignados al Seguro Popular (80 000 millones de pesos) más 346 300 millones de pesos adicionales, que representan 1.47 % del PIB. Aun con los 99 400 millones de pesos del Fondo de Aportaciones para los Servicios de Salud (FASSA), el otro gran mecanismo para financiar la atención de la población sin seguridad social, la propuesta de ampliación del paquete de servicios exigiría la movilización de 246 900 millones de pesos adicionales, que representan 1.05 % del PIB.
¿De dónde saldrán estos recursos? Los esfuerzos de la actual administración en materia presupuestal están muy lejos de estas cifras. Durante la campaña electoral y el periodo de transición, el hoy presidente López Obrador prometió incrementar el gasto público en salud en 1 % del PIB. Sin embargo, en el presupuesto 2019 los recursos destinados a la Secretaría de Salud ascendieron a sólo 120 298 millones de pesos constantes (124 266 millones de pesos corrientes), una disminución de 1.6 % en términos reales respecto de la cifra de 2018. Esta caída se sumó a los recortes que se dieron durante la segunda mitad del sexenio previo, y se acumularon así cuatro años continuos de descenso, que redujeron en más de una quinta parte el presupuesto de dicha secretaría. Estos dramáticos recortes y la impericia gerencial de la actual administración explican la actual situación de crisis que vive el sector salud.
El Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación 2020 tampoco augura nada bueno. El presupuesto que se propone para la Secretaría de Salud es de 120 857 millones de pesos constantes, suponiendo una inflación para 2020 de 3 % (128 589 millones de pesos corrientes). Esto representa un incremento en el presupuesto de apenas 0.5 %, que para fines prácticos no es sino un simple ajuste por inflación.
Este monto ni siquiera se acerca al presupuesto que la Secretaría de Salud alcanzó en 2015, que fue de 153 839 millones de pesos constantes y mucho menos a lo necesario para garantizar la promesa de ofrecer a la población sin seguridad social los mismos beneficios en materia de salud que reciben los afiliados al IMSS. Aun con los 40 000 millones de pesos adicionales que ha prometido el presidente López Obrador para la Secretaría de Salud en 2020, los montos movilizados para financiar el paquete de servicios del Insabi se quedan cortos en más de 75 000 millones de pesos y esto suponiendo que la totalidad de los recursos del FASSA se destinaran al nuevo instituto, lo cual parece inviable.
A ello habría que agregar el descenso en las aportaciones estatales a la atención de la salud. Con la extinción del SP, desaparecerá la obligación de las entidades federativas de contribuir con una “cuota solidaria estatal” al financiamiento de los servicios. Aunque es mucho menor que el subsidio federal, la cuota estatal resulta significativa, pues hasta ahora ha ascendido a cerca de 30 000 millones de pesos por año.
Sin embargo, la actual administración no parece estar consciente de esta realidad financiera, pues sus promesas exceden con mucho los recursos requeridos para hacerlas realidad. Por el contrario, lo que hemos visto hasta ahora es un retroceso en las políticas públicas, un deterioro en el desempeño de las instituciones y un aumento dela irritación social ante estas fallas. Si las prioridades reales se reflejan en las asignaciones presupuestales más que en las declaraciones retóricas, debemos concluir que el nuevo gobierno no concede gran importancia a la salud. En una entrevista reciente al periódico Milenio, el secretario de Salud señaló que la aspiración presupuestal de este sexenio es elevar el gasto en salud a 6 % del PIB, es decir, incrementarlo apenas 0.5 puntos del PIB, cifra muy lejana a la promesa de campaña. Este porcentaje, por cierto, ya se había alcanzado desde mediados de la década pasada, pero los recortes al gasto público en salud entre 2016 y 2019 lo llevaron a 5.5 %, lo cual está muy por debajo del promedio latinoamericano, que es de 7.3 %.
El otro gran reto que no parece haber sido analizado con la profundidad debida se refiere a la recentralización de los servicios de salud para la población sin seguridad social. La operación estatal del Insabi estará en manos no de las autoridades estatales de salud sino de las autoridades federales. En aquellos estados que acepten firmar los acuerdos de colaboración con la federación de los que se habla en el proyecto de modificaciones a la Ley General de Salud, la infraestructura y los recursos humanos de los SESA pasarán a formar parte del Insabi. Los SESA se limitarán posiblemente a prestar servicios de salud pública —vacunación, control de riesgos, y vigilancia y control epidemiológicos— y desarrollar actividades regulatorias.
Esta decisión, que se tomó sin haber consultado a las entidades federativas y sin evaluar de manera objetiva y transparente su viabilidad y sus posibles consecuencias, no sólo viola el pacto federal, sino que muy probablemente generará graves problemas operativos.
La descentralización de los servicios de salud para la población sin seguridad social arrancó en 1984, siendo secretario de Salud el doctor Guillermo Soberón. Inicialmente se incorporaron a este proceso catorce entidades federativas. Concluyó en 1996, en la administración del doctor Juan Ramón de la Fuente, cuando se sumaron a la descentralización las dieciocho entidades restantes. Cinco fueron las principales razones para descentralizar estos servicios: 1) acercar la toma de decisiones a donde se generan los problemas, dado que allí existe una mejor comprensión de las necesidades locales y una capacidad de respuesta más inmediata; 2) racionalizar la oferta de servicios con la eliminación de duplicaciones innecesarias; 3) impulsar la responsabilidad estatal en el financiamiento de la atención a la salud; 4) fortalecer la participación de los actores y comunidades locales en la atención de la salud; 5) fortalecer la capacidad rectora de la Secretaría de Salud federal al liberarla de las funciones operativas.
La implantación de este proceso fue muy desigual, debido sobre todo a la heterogeneidad en la capacidad económica y gerencial de las 32 entidades. Aunque este problema aún persiste, durante las últimas dos décadas se han fortalecido las capacidades institucionales en todas las entidades, sobre todo a partir de la inyección de recursos presupuestales propiciada por el Seguro Popular. Hoy se cuenta con estructuras y procesos definidos que sin duda deben mejorarse, pero cuyo destino se mantiene incierto ante la perspectiva de la recentralización.
Los problemas de corrupción que han surgido en algunos estados subrayan la necesidad de revisar el pacto federal pero no derogarlo, como de alguna manera pretende la actual administración. Las resistencias, de hecho, no son menores. El secretario de Salud señaló recientemente que sólo veinte entidades federativas han firmado los convenios de colaboración. “Los otros doce no están convencidos del proyecto y tampoco hay afinidad con la federación”, afirmó.
El proceso recentralizador enfrenta múltiples riesgos: problemas operativos, sobre todo de oportunidad, debido a la vastedad, diversidad y complejidad de la geografía nacional; incremento de la burocracia debido a la existencia de dos canales de relación con los estados, unos recentralizados y otros descentralizados; debilitamiento de la capacidad rectora de la Secretaría de Salud federal, ya que sus funcionarios tendrán que dedicar mucha de su atención a dirigir la prestación de servicios personales de salud a lo largo y ancho del país.
Este proceso también contradice en los hechos la supuesta intención de conformar un sistema de salud siguiendo el modelo de los sistemas canadiense, inglés y escandinavo, ya que todos ellos han descentralizado, algunos hasta el nivel municipal, la operación de los servicios de salud de primer y segundo niveles. A lo que apunta esta medida más bien es a la conformación de un modelo vertical, burocrático y autoritario.
Los numerosos desatinos de la actual administración durante sus primeros meses dan sustento a las reservas expresadas por un gran número de actores del sector salud. Dichos desatinos también han sido percibidos por la población. De acuerdo con una reciente encuesta publicada en el diario El Financiero, 75 % de la población reprueba la desaparición del Seguro Popular, lo cual irónicamente se ha convertido en la medida más impopular del gobierno. Otra encuesta, levantada por Consulta Mitofski en vísperas del primer informe de gobierno, revela que sólo 28 % de la población cree que la salud ha mejorado, lo cual representa uno de los ámbitos peor evaluados.
Lejos de empecinarse en una actitud defensiva, las autoridades deberían atender los múltiples llamados a examinar, con una sólida base técnica, las posibles consecuencias negativas del modelo que pretenden adoptar apresuradamente. Algunas de las modificaciones propuestas podrían ser objeto de pruebas piloto en un número limitado de estados antes de generalizarlas, como se hizo en los primeros tres años del Seguro Popular. En todo caso, es imperativo que todas las acciones se sujeten a evaluaciones objetivas e independientes, nuevamente, como se ha hecho de manera exhaustiva con el Seguro Popular.
Tanto los expertos como el público en general han expresado sus reservas ante el desempeño del actual gobierno en esta materia tan sensible. Las autoridades harían bien en escuchar, pues pocos errores corroen más el tejido social y la estabilidad política como el deterioro de la salud.
fuentes.- Julio Frenk Rector de la Universidad de Miami y exsecretario de Salud de México (2000-2006).
Octavio Gómez Dantés: Invesigador del Centro de Investigación en Sistemas de Salud, Instituto Nacional de Salud Pública.
Héctor Arreola Ornelas: Director ejecutivo de Tómatelo a Pecho A. C.; coordinador de Investigaciones Económicas del Consejo Promotor de Universalidad y Competitividad en Salud, Fundación Mexicana para la Salud; investigador asociado del Centro de Investigaciones en Ciencias de la Salud, Universidad Anáhuac, campus Norte CDMX.
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