Una serie de hechos ocurridos en las últimas semanas plantean dudas sobre la manera de actuar de los soldados en la “guerra al narcotráfico” en México. Estos interrogantes no solo cuestionarían la legalidad de las reglas que siguen en los enfrentamientos con civiles, sino también el peso de la institución militar en la democracia mexicana.
Recientemente, en Zacatecas, un estado importante en el trasiego de drogas por su frontera con Durango y su corredor que le une a Jalisco, varios militares han sido detenidos, incluido un teniente coronel. Se les acusa de la ejecución extrajudicial de siete campesinos. La presión ciudadana habría conducido a una actuación de inusitada rapidez, en la que el propio ejército ha reconocido que hay indicios de esos crímenes.
Además, en el asediado estado de Michoacán, individuos acusan al ejército de haber acabado con vida de un menor de edad y herido a otros cinco individuos. Los hechos habrían ocurrido presuntamente para dispersar unos bloqueos en Ostula, lugar simbólico para las autodefensas en la lucha contra Los Caballeros Templarios. Su desencadenante fue la detención de un líder indígena por portación de armas de uso exclusivo del ejército. Mandos militares niegan el ataque y acusaron a un grupo de civiles armados.
Estos ejemplos se suman a la manera en que las fuerzas militares mexicanas actuaron en el conocido como caso Tlatlaya, donde la principal testigo ha reiterado la tesis de la ejecución extrajudicial de 22 por personas por el ejército. Con anterioridad,informaciones de la organización de derechos humanos Centro Prodh señalaban que sectores de las fuerzas armadas mexicanas habrían aprobado órdenes de abatir a todos aquellos individuos etiquetados como delincuentes. De ser cierto, este caso mostraría como se habría sobrepasado la simple militarización del combate al narcotráfico, típica en la región y una pauta habitual en México. Más bien, los soldados habrían adaptado, por la vía de los hechos, su propio manual de uso de la fuerza.
Al respecto, frente las carencias de la policía federal y las reclamaciones del ejército mexicano (encabezadas por el Secretario de Defensa, general Salvador Cienfuegos) para que el gobierno regule las funciones civiles que realizan, la institución castrense se presenta como un actor que genera sus propias reglas, difíciles de controlar por la sociedad debido a la opacidad de las violentas políticas de seguridad.
El ejército mexicano habría consolidado una posición de autonomía respecto al poder civil, una ausencia de control que otorga a la institución militar su propia agenda de seguridad
Incentivar una política de este tipo en las fuerzas armadas es algo más que un patrón de fuerza excesiva y letalidad. Esa desproporcionalidad sí podría haber sucedido, por ejemplo, en Ostula, combinada el conflicto entre autodefensas y templarios, con sectores de civiles que rechazan desarmarse ante la persistencia de organizaciones criminales.
Por el contrario, en Zacatecas o Tlatlaya se trataría, más bien, de identificar qué hay de sistemático en algunas acciones promovidas por el ejército. Esta última posibilidad es especialmente grave. Superadas la aleatoriedad y la negligencia, se trata de claros indicios de una posible comisión de crímenes de lesa humanidad.
Aunque la prueba de crímenes internacionales es un difícil camino procesal, los nuevos datos proporcionan una perspectiva sólida para conectar hechos aparentemente dispersos e indagar si existen contextos parecidos. En este sentido, para prosperar jurídicamente, han de buscarse directrices similares que condujeron a asesinatos, torturas o privaciones de libertad.
Esto significa que probar que los militares cometieron abusos sitemáticos sería dificil si se toman como ejemplo casos en los que el papel del ejército haya sido poco claro, como en Ayotzinapa, en el que desaparecieron 43 estudiantes. En este caso se vio una relación entre instituciones municipales y criminales especialmente compleja.
Pero sí, por ejemplo, se percibe una conducta similar a la de Tlatlaya en las denuncias de algunas organizaciones en el período 2006-2013 en la península de Baja California, al norte del país. El denominador común que conecta ambos casos es el incentivo de presentar avances en la lucha contra el narcotráfico con medios violentos, una variante que se ha visto con inaudita crudeza en los "falsos positivos" en Colombia. Por el perfil de las víctimas, los hechos de Zacatecas también podrían encuadrarse en estos parámetros.
Todo esto va más allá de cuestiones jurídicas y obliga a preguntarse por el papel del ejército en la democracia mexicana. Usualmente, el debate resalta que el ejército, ante la incapacidad de las fuerzas policiales, ayuda como última opción a las autoridades civiles.
Incentivar una política de este tipo en las fuerzas armadas es algo más que un patrón de fuerza excesiva y letalidad
Sin embargo, podría necesitarse una perspectiva distinta. Según esta, el ejército mexicano habría consolidado una posición de autonomía respecto al poder civil, una ausencia de control que otorga a la institución militar su propia agenda de seguridad. Los mandos castrenses pueden no haber tomado la decisión política de primar el combate militar narcotráfico, pero lo cierto es que el ejército se ha convertido en una institución que marca la pauta de la política contra las drogas, con resultados insospechados, como el establecimiento de alicientes que debilitan al Estado. Algunos de estos ejemplos son evidentes, como la presión para mantener la discutida figura legal del fuero militar, para asuntos donde las víctimas son civiles.
Ello es parte de un desafío mayor. Con unos índices de impunidad elevados, México podría ser incapaz de tratar casos como el de Tlatlaya con la rapidez y profundidad que requieren los derechos de las víctimas. Esa incapacidad, en conjunción con la observación de crímenes internacionales en el país, podría requerir la jurisdicción de la Corte Penal Internacional. Sin una institución como la polémica Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, y sin una unidad que investigue los contextos más problemáticos de violencia, como sí posee la Fiscalía de Colombia, aquellos casos donde hay una violencia sistemática o generalizada desbordan a las instituciones enMéxico.
Solo más investigaciones dirán si México tiene equivalencia con otros entornos regionales donde hay pruebas de abusos a gran escala. Pero cada vez hay más pruebas de las consecuencias de un conflicto no convencional en el que las fuerzas de seguridad actúan con parámetros contrainsurgentes, y donde los poderes civiles, independientemente de su nivel de gobierno, son incapaces de generar nuevos paradigmas que eviten la repetición de la violencia.
*Jesús Pérez Caballero tiene un PhD en Seguridad Internacional del Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado (Madrid, España) y trabaja como investigador independiente en temas de crimen organizado, tráfico de drogas y derecho penal en Latinoamérica.
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