El 11 de febrero de 2012, en el Estado de México, el entonces Presidente Felipe Calderón dijo: “¿Qué querían que hiciera? ¿Que los saludara? ¿Que los invitara a pasar? ¿Que les llevara un café?”. Hablaba sobre los criminales y respondía a todos aquellos que criticaban su estrategia de guerra. El escritor Carlos Fuentes reaccionó desde Bogotá: “El siguiente Presidente, sea quien sea, va a tener que cambiarla [la estrategia]. Es una política que se agotó, no sirve a nadie sino a los narcotraficantes”. Los datos hablaban sobre un aumento en los delitos, en la percepción de inseguridad, en el homicidios dolosos, en el robos con violencia y en las extorsiones, a pesar del incremento en el gasto destinado a la seguridad.
“Esa falta de resultados en indicadores concretos era justamente la debilidad de los argumentos del Presidente, independientemente de su visión, repetida innumerables veces, sobre la necesidad de aplicarles la Ley a los criminales con los medios disponibles, las reformas encaminadas a fortalecer las instituciones de seguridad y justicia y las medidas para restablecer el tejido social. Esos indicadores eran también elementos que sostenían y reforzaban las críticas a la estrategia”, narra Luis Astorga, quien es, entre los académicos mexicanos que estudian el fenómeno de la criminalidad en el país, uno de los más prestigiados.
Y justo del “¿Qué querían que hiciera?” salió título a su más reciente obra, editada por Pinguin Random House en el sello Grijalbo.
Se trata de una revisión puntual, académica, de un sexenio en el que todos nos sentimos en peligro y durante el cual, calculan distintas fuentes, cerca de 100 mil mexicanos murieron, otros 25 mil desaparecieron y varias decenas de miles fueron desplazados de sus comunidades por la violencia. Con autorización de Pinguin Random House, adelantamos dos capítulos de este libro que, necesariamente, todo ciudadano debería tener para comprender esta gran tragedia que vive México desde hace poco menos de una década.
En suma –resume el mismo autor–, el libro despliega una minuciosa exploración sobre los efectos reales de una retórica belicosa. El libro recopila de manera magistral la historia de una guerra que nació de una obsesión personal. “Los partidos no pactaron desde su inicio las reglas para diseñar una política de seguridad de Estado porque privaron los intereses personales, partidistas y electorales y no una visión de Estado. De ahí la debilidad de la administración Calderón, la fragmentación de la capacidad del Estado”, concluye.
POR LUIS ASTORGA, especial para SinEmbargo
FINAL DE SEXENIO
En la última reunión del Consejo Nacional de Seguridad Pública que le tocó presidir en su sexenio, Calderón hizo un recuento de lo realizado. Casi lo mismo que había repetido anteriormente de manera sistemática desde el inicio de su mandato. Aseguró que al principio de su periodo de gobierno encontró poblados e incluso ciudades “presas de la violencia”, de ahí el empleo de los recursos del Estado para garantizar la seguridad de “las familias mexicanas”. Volvió a mencionar la tesis del cambio de “modelo” de las organizaciones criminales, del control de rutas hacia Estados Unidos al control de mercados locales. Un crecimiento del crimen que “tomó por sorpresa a instituciones de seguridad y justicia obsoletas”. Ignoró los cambios políticos que provocaron una nueva reconfiguración del poder en México y repercutieron precisamente en los aspectos que él mencionó, pero que presentó como modificaciones casi mágicas. Habló de “la acción subsidiaria y temporal de las Fuerzas Armadas en el combate a las organizaciones criminales”. Hizo un reconocimiento al trabajo de las fuerzas federales y locales. Afirmó que gracias al trabajo coordinado de las instituciones de seguridad ya se observaba, “por primera vez en varios años”, un decremento de 7 por ciento de los homicidios dolosos a nivel nacional en el primer semestre del año, comparado con el mismo periodo del año anterior. Y si se tomaba en cuenta otra clasificación, como la de “homicidios presuntamente atribuibles a rivalidad delincuencial”, la reducción era casi de 15 por ciento. Aseguró que esa tendencia sería cada vez más “visible en el mediano y en el largo plazo”. Un resultado alentador, dijo, pero advirtió que podría revertirse, luego de observaciones que le hicieron a su visión optimista. Era una manera de ver las cosas, otra era pensar que tales reducciones podrían deberse al predominio de una organización o coalición criminal sobre sus rivales, y una tercera era una combinación entre las dos. Se refirió al “nuevo modelo de policía” encaminado a “construir una verdadera opción civil de seguridad pública”, que permitiría que las fuerzas armadas se concentraran en los asuntos de seguridad nacional y actuaran “de manera subsidiaria y supletoria”. Declaró que era la primera vez que el país contaba con una política de seguridad centrada en los ciudadanos,184 aunque había una parte considerable de la población que pensaba que ese discurso estaba aún muy lejos de la realidad.
En su sexto informe de gobierno, el presidente mostró una vez más su apego al libreto repetido de manera obsesiva durante su mandato para imponer la visión oficial sobre las razones de la violencia. El país, dijo, ya no era sólo productor de drogas ilegales sino también consumidor. En realidad, México, comparado con el resto del continente americano, no era ni es uno de los países de mayor consumo en relación con la población de 15 a 64 años, pues está por debajo, entre otros, de países como Estados Unidos, Canadá, Brasil, Argentina, Chile y Colombia en consumo de mariguana, cocaína y anfetaminas. Según Calderón, el incremento del mercado interno disparó la violencia porque las organizaciones criminales empezaron a disputárselo y a tratar de controlar territorio, no sólo rutas hacia Estados Unidos. Ni él ni sus asesores se detuvieron a pensar por qué los países con mayor consumo en el mundo, que tienen las redes más amplias de tráfico al menudeo, no tienen los niveles de violencia de México. La razón es sencilla y comprobable de manera empírica: no son las drogas per se ni el mercado de las mismas lo que genera la violencia, pero ahí donde las instituciones son débiles y la impunidad alta aumentan las probabilidades de que los traficantes empleen la violencia para lograr una mejor posición en el mercado y desplazar a los competidores. El presidente mencionó también el levantamiento del veto a la venta de armas de asalto en Estados Unidos en 2004, lo cual facilitó su adquisición por los traficantes y les dio mayor capacidad de fuego. Los controles para el paso de la droga hacia Estados Unidos no han sido eficaces, pero tampoco los de México para impedir el tráfico de armas desde ese país. Agregó a la lista la corrupción policiaca como una de las razones de la expansión de la delincuencia. La corrupción en el sistema autoritario que predominó en el país no implicó crecimiento desmedido e incontrolable de la delincuencia. Los mecanismos extralegales del régimen autoritario lo impidieron. Los problemas se empezaron a manifestar con mayor fuerza en la etapa de la transición democrática, la fragmentación del poder político, el debilitamiento de las capacidades del poder central y los descontroles de los partidos políticos en el poder en diversas partes del país sobre sus instituciones policiales. La corrupción ya estaba, se potenció, y los partidos políticos fueron incapaces de gobernar con visión de Estado y en coordinación con los tres niveles de gobierno en asuntos de seguridad. Y sin ninguna prueba el presidente Calderón afirmó con desmesura: “En cierta medida, con la acción de las Fuerzas Federales y con el apoyo valiente de las comunidades, impedimos que los delincuentes tomaran el control del Estado mexicano”. Nunca ha habido ni hubo intento o indicio alguno de una organización o coalición de traficantes por controlar el Estado, a la manera de las guerrillas con objetivos políticos en ese sentido. Lo que sí ha habido y hay es una reconfiguración del campo político y del criminal y de la relación entre ellos que ha implicado varios escenarios posibles en diferentes partes del territorio nacional donde los grupos criminales tienen presencia: subordinación al poder político, acuerdos de beneficio mutuo con el poder político y económico, subordinación del poder político y parte del económico al poder criminal sin desplazamiento de la clase política de los puestos administrativos en gobiernos locales ni eliminación de la clase empresarial. La lucha encarnizada entre organizaciones y coaliciones criminales hace prácticamente imposible su unión con el objetivo del control del Estado, y ninguna, ya sea sola o en coalición, ha tenido ni tiene la capacidad para hacerlo. Han sido y son generadoras de violencia y de situaciones de ingobernabilidad, pero sólo en un escenario de Hollywood tendrían por objetivo “el control del Estado mexicano”.
EL BALANCE FINAL
En un discurso a finales del sexenio de Calderón, el titular de la Sedena, Guillermo Galván, habló de la delincuencia organizada como amenaza a la seguridad interior de México, de la determinación del presidente desde su primer día de gobierno para enfrentarla con toda la fuerza del Estado. Le atribuyó al presidente “visión de estadista”, en la que enmarcó su decisión de incluir a las fuerzas armadas para hacer frente a la delincuencia organizada. Y concluyó con una frase que pretendía ser un elogio a su capacidad para presagiar el futuro: “El Primer Mandatario de la Nación fue claro y contundente al señalar que esta lucha tendría un alto costo para el país; no se equivocó, el tiempo le dio la razón”. No había ningún motivo para ensalzarlo por eso. En efecto, el costo había sido alto, y no había ninguna extralucidez al anunciarlo, pero el balance en términos de inseguridad, violencia, homicidios, violación de derechos humanos, corrupción, impunidad, bestialidad y poderío de las organizaciones criminales, producción, tráfico y consumo de drogas, era simple y sencillamente desastroso. Hubo más costos que beneficios. Calderón tenía una idea de lo que según él debería ser el Estado, pero no fue un estadista.
El escenario en el corto plazo seguía siendo un callejón sin salida: los militares habían salido de los cuarteles a la calle por la ineficacia de las policías y a petición de las autoridades locales, las cuales se habían comprometido a depurarlas, pero o no habían hecho nada, o el proceso era demasiado lento. Como consecuencia, las peticiones de retiro de las fuerzas armadas, o las críticas sobre el error de emplearlas en acciones de seguridad pública, se enfrentaban con una realidad contundente de organizaciones criminales hiperactivas e indudablemente sanguinarias, que ya lo eran desde antes del inicio de la administración Calderón, que había que contener con las instituciones de seguridad más confiables y mejor preparadas y no esperar su autorregulación, o apostarle a una presunta buena voluntad, un espíritu patriótico, filantrópico y de buen samaritano de los criminales, y las opciones no eran numerosas, sólo deseables por razones éticas y políticas. Con la excepción de los grupos sociales más radicales que pedían el retiro inmediato de las fuerzas armadas, los demás reconocían que eso no era posible y que el retiro debía ser paulatino, de preferencia con fechas precisas. Nadie tenía idea cómo hacerlo aunque no faltaban aquellos que invocaban fórmulas que presuponían una conversión mágica de los violentos al pacifismo,como si el ethos violento de los criminales dependiera sólo de la acción o inacción del gobierno federal y particularmente del presidente, quien en esa visión a veces era todopoderoso y por lo tanto culpable de todo, y otras un incapaz, un inútil, que por lo mismo, y por tomar decisiones que seguían presumiblemente al pie de la letra todos los miembros de las fuerzas de seguridad federales, también era culpable. Lo era incluso cuando los agentes de seguridad estatales y municipales seguían las instrucciones de sus autoridades políticas de distintos partidos. En esa visión, no había manera de que saliera bien librado o que hubiera un análisis equilibrado de sus decisiones y responsabilidades.
Criticado dentro de México por la estrategia de seguridad, el presidente Calderón era reconocido, apoyado y felicitado por empresarios, líderes políticos, mandatarios y funcionarios mexicanos y extranjeros, por ejemplo de Estados Unidos en innumerables ocasiones. En diciembre de 2007, poco después de presentar la Iniciativa Mérida ante el Congreso de Estados Unidos, el presidente George Bush dijo de su homólogo mexicano: “Quiero que sepa que admiro su liderazgo, su coraje y su duro trabajo”. El embajador de Estados Unidos en México, Antonio Garza, al hablar del récord de extradiciones, 80 sólo en un año, señaló: “Cotidianamente nos enteramos de los extraordinarios esfuerzos que desempeña el presidente Calderón y su administración para lograr que México sea una nación más segura y pacífica”. John McCain, senador por Arizona y aspirante a la candidatura presidencial por el Partido Republicano, señaló: “El presidente [Bush] y yo admiramos el esfuerzo del presidente Calderón en su lucha contra unos cárteles que hoy campean en la frontera y otras partes de México”. En 2008, a nombre de empresarios del sector turístico de Estados Unidos, España, Arabia Saudita y México, Roberto Ordorica declaró: “No ceda, señor presidente, en su propósito de ganarle la guerra a la delincuencia [...] mañana, entre muchas cosas, el pueblo de México le estará eternamente agradecido”. Y en 2010, el ex presidente Salinas dijo que Calderón había sido “muy valiente al enfrentar el narcotráfico, porque es un problema de seguridad nacional y por lo mismo tiene que combatirse”. El entonces gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto, señaló: “El PRI está a favor de la lucha que hace el Estado mexicano para combatir al crimen organizado; [fue una decisión] acertada involucrar al Ejército en esta tarea, pero es algo que no puede ser permanente”. El senador Manlio Fabio Beltrones (PRI) fue más allá y declaró que la estrategia “deberá continuarla cualquier gobierno del partido político que sea que gane las elecciones en 2012”. Por su parte, el jefe de gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard (prd), afirmó: “A Calderón hay que reconocerle la resolución de entrarle. Tampoco está bien que digamos que no simplemente porque estamos en posiciones políticas distintas [...] tampoco me parece que sería justo decir que falló el Ejército, que falló la Armada [...] se la han jugado, han logrado éxitos importantes”. También recibió el apoyo de otros como Mariano Rajoy, de España, quien expresó su solidaridad con las víctimas del terrorismo y la violencia, “así como mi reconocimiento, el de mi gobierno y el del pueblo español por la meritoria lucha que ha emprendido el señor Presidente para lograr que México sea un país libre y en paz. Siempre nos tendrá en esa batalla a su lado”. Ante empresarios de la Concamin, el presidente Calderón dijo que no había en el debate público “ninguna alternativa verdaderamente distinta, viable y clara a lo que se está haciendo hoy; al contrario, lo que hemos escuchado son voces que señalan que hay que reforzar lo que se ha venido haciendo”. Citó como ejemplo una declaración del candidato del PRI a la presidencia, Peña, quien había dicho semanas antes que de resultar electo reforzaría las operaciones desplegadas por la Marina en Veracruz. Coincidía con sus declaraciones previas de apoyo a la estrategia puesta en marcha durante la administración Calderón.
En el gobierno de Calderón el tema de la seguridad fue central. Se le dio mucha publicidad a los operativos policiales y militares contra la delincuencia organizada en diferentes partes del país, a la exhibición de presuntos traficantes muertos o detenidos, de funcionarios de alto nivel acusados de haber protegido a organizaciones criminales, que posteriormente saldrían libres por falta de pruebas, de armas de diversos calibres, drogas de distinto tipo, aeronaves decomisadas, laboratorios, etc. Los medios de comunicación tuvieron material en abundancia para sus notas cotidianas. Un lugar destacado lo ocupó la cifra de homicidios. Varios medios llevaron su propia contabilidad. Esos cálculos y los oficiales, independientemente de las metodologías no siempre explícitas, eran abrumadores, catastróficos. Había disputas por las cifras, la falta de transparencia y el rigor metodológico, y la repartición de culpas. Algunos acusaron sólo al presidente como el causante del desastre. Otros, a los propios criminales. Hubo una sobresaturación de notas sobre todos esos aspectos. El gobierno central y la realidad de la violencia, frecuentemente desenfrenada y demencial de los criminales, y la de miembros de las fuerzas de seguridad, impusieron la agenda. La estrategia de seguridad del gobierno federal no tuvo el éxito deseado, esperado y prometido por sus dirigentes y la mediática obtuvo resultados divididos en las percepciones sobre la inseguridad.
A pesar del balance lamentable en términos de homicidios y violencia, una encuesta de opinión194 reflejaba una visión “buena” del presidente a finales de su administración (52.9 por ciento), aunque disminuida comparada con la de inicios del sexenio (64.1 por ciento), y menor a la de su predecesor en el mismo periodo. En noviembre de 2006, la gente consideraba la inseguridad (25 por ciento, contra 2.3 por ciento en el rubro “narcotráfico”) como un problema más importante que la crisis económica. En 2011 (34.6 por ciento, y 6.6 por ciento “narcotráfico”) y en 2012 (32.4 por ciento, y 5.4 por ciento “narcotráfico”) la inseguridad siguió siendo percibida como el problema principal. Calderón obtuvo un reconocimiento en “combate a la delincuencia” (40.3 por ciento en noviembre de 2012), mejor que Fox en noviembre de 2006 (35.3 por ciento). En otras 13 áreas de gobierno evaluadas, Fox lo superó. En cuanto a la “estrategia de lucha contra el crimen organizado”, los resultados en noviembre de 2012 fueron 52.6 por ciento de aprobación y 39.8 por ciento la reprobaron. La aprobación promedio en todo el sexenio de los últimos cuatro presidentes fue la siguiente: Salinas (73.1 por ciento), Zedillo (54.9 por ciento), Fox (57.9 por ciento), Calderón (56.7 por ciento).
Otros datos de encuestas sobre percepción de inseguridad195 mostraron una alta aprobación en el nivel nacional a la utilización de las fuerzas armadas contra los traficantes en enero de 2007 (84 por ciento), y una reducción en octubre de 2012 (69 por ciento). Aunque en el norte del país la aceptación fue más alta (82.1 por ciento), seguida por el sureste (73 por ciento), el Bajío (64.6 por ciento) y el Centro de México (49.8 por ciento). En el norte, 71 por ciento señaló en marzo de 2012 que le gustaría que el gobierno federal realizara operativos contra el crimen en su región. Pero en el país 46 por ciento (23 por ciento en enero de 2007) consideró que los operativos habían sido un fracaso y 31 por ciento un éxito (47 por ciento en enero de 2007). Al plantear el combate al crimen como “guerra”, 54 por ciento dijo que los criminales la ganaron en el sexenio contra 18 por ciento a favor del gobierno. En cuanto a las medidas para combatir la inseguridad que la gente aprobaría destacan las siguientes: aumentar castigos (90 por ciento), establecer retenes (83 por ciento), pena de muerte (74 por ciento) e incorporar militares a la policía (78 por ciento). El 81 por ciento estuvo de acuerdo en aumentar el número de soldados en las ciudades (marzo de 2012). Legalizar las drogas en marzo de 2012 tuvo una aceptación más baja (23 por ciento) que permitir la presencia de agentes estadounidenses (28 por ciento) y negociar con las organizaciones criminales (25 por ciento). Mientras que legalizar la mariguana (no “las drogas”), en octubre de 2012, tuvo una aceptación de 35.2 por ciento.Respecto al balance al final del sexenio en el combate al crimen organizado, 55 por ciento dijo que el presidente no había tenido éxito, 30.5 por ciento que sí y 14.5 por ciento no supo o no contestó. Sobre el presidente entrante, Peña, 37.6 por ciento contestó que tendría éxito en esa tarea, 31.5 por ciento que no, y 30.9 por ciento no supo o no contestó. Y en cuanto a las percepciones sobre corrupción en diversos grupos sociales, una encuesta del Inegi presentada en octubre de 2012 mostró datos donde la Marina (19.4 por ciento), el Ejército (28.5 por ciento) y las iglesias (29.1 por ciento) tenían los valores más bajos, y la policía (91.8 por ciento), los partidos políticos (88.6 por ciento) y los ministerios públicos (81.8 por ciento), los más altos.
Era claro que las percepciones de los círculos ilustrados y críticos de la estrategia del gobierno federal eran distintas a las que reflejaban las encuestas, que mostraban las visiones de una población quizá más pragmática y conservadora que apoyó medidas del gobierno federal de manera diferenciada —los porcentajes de aceptación de la utilización de las fuerzas armadas por zonas del país es ilustrativa— porque no veía alternativas viables en lo inmediato en su entorno, dadas las percepciones y la realidad sobre la corrupción de las policías, con cierta esperanza de que mejoraran las condiciones de seguridad, con una mayoría desilusionada al hacer el balance del sexenio, y poco más de una tercera parte que mostraba optimismo acerca de las acciones del gobierno entrante, aun antes de conocer sus planes y mucho menos la aplicación de los mismos y los resultados.
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