En un país donde la ley no se aplica, el espionaje político es
una práctica ordinaria.
Todos espían y todos son espiados.
Desde tiempos antiguos, el espionaje opera y ha evolucionado con
el desarrollo tecnológico. En los años cuarenta del siglo pasado, el primer
presidente civil de México, Miguel Alemán, ordenó la creación de la Dirección
Federal de Seguridad (DFS), de infausta memoria.
Era la policía política del régimen, creada para hacerse cargo
de la seguridad del país pero también para espiar. Esta estructura policiaca
devino en mafia: de sus entrañas surgieron capos como Amado Carrillo Fuentes y
Rafael Aguilar Guajardo, poderosos jefes del cártel de Juárez en los años
noventa. Otros personajes siniestros del sistema –Fernando Gutiérrez Barrios y
Miguel Nazar –ligados a la guerra sucia, a las desapariciones y a la tortura
sin límites, también emergieron de esa corporación, considerada el primer
cártel policiaco creado por el Estado.
De ahí siguieron otras corporaciones, tan perniciosas como la
DFS, el Servicio Secreto, entre otras, construidas con los mismos fines:
proteger al narcotráfico y realizar labores de espionaje político. Lejano en el
tiempo pero muy cerca de la memoria, las acciones de estas estructuras de poder
dan cuenta del terror del Estado, muertes impunes, protección a capos que por
años se mantuvieron en el negocio de las drogas por capricho de los gobernantes
en turno.
A manera de recuento, se puede afirmar que el espionaje
político, tan viejo como la humanidad, ha sido un instrumento de control y de
poder a lo largo de la historia.
El ser humano, con poder o sin él, siempre ha querido saber más,
hurgar hasta el fondo de la vida privada de amigos, enemigos, esposa, amante,
vecinos, empleados… Y si disponen de las herramientas tecnológicas, el trabajo
se facilita. Hay hombres desconfiados hasta el límite de rayar en la paranoia
que mantienen a toda su gente cercana bajo observación permanente, actitud
obsesiva y no menos enfermiza.
Por cualquier vía saben que hacen, a dónde van, qué comen, con
quién hablan y hasta los pormenores de sus conversaciones públicas y privadas.
Nadie escapa al espionaje.
En la época del Imperio romano ya había espionaje, había hombres
y mujeres destinados a otorgar información sobre todo lo que ocurría dentro y
fuera de la estructura de poder; la mirada y los oídos traspasaban las muros
más seguros, las puertas más herméticas, los escondites más secretos; los
amasiatos se volvieron fuentes de información, la intimidad una forma de
conocer más. Se intervenían cartas rompiendo los sobres, leyendo el contenido
secreto sin escrúpulo alguno y cualquier tipo de comunicación de la época era
franqueable. Amplia y al mismo tiempo discreta, la red de informantes era una
suerte de Estado dentro de otro Estado, privilegiada hasta el límite por los hombres
del poder.
Marco Tulio Cicerón, el famoso orador nacido en el año 63 antes
de Cristo, autor de “Diálogos sobre la Vejez y La Amistad”, entre otras
célebres obras, se quejaba porque su correspondencia personal era
frecuentemente violada. En una de las variadas referencias públicas sobre el
espionaje de la época a él se le atribuye esta frase, signo de preocupación y
enojo por saberse espiado: “No puedo encontrar un mensajero leal…son pocos los
que son capaces de llevar una carta sin caer en la tentación de leerla”.
Durante la Revolución Francesa el espionaje fue un arma clave
para conocer las intenciones de los enemigos, igual que ocurre ahora. En la
segunda guerra mundial, Alemania ejerció el espionaje con armas más
sofisticadas, destellos de la tecnología de punta que vendría después.
Adolfo Hitler, el dictador que hizo del antisemitismo una forma de
gobierno, disponía de amplias redes de espías en los países enemigos, pero él
siempre quería saber algo en particular: cómo se encontraba el estado de ánimo
de sus detractores.
Hennry Kissinguer, sobreviviente de la llamada Guerra Fría,
Secretario de Estado con Richard Nixon, se quejaba porque el presidente
derrocado por el Watergate le
llamaba cada quince minutos, imposible la concentración en los asuntos de la
guerra de Vietnam mientras se encontraba en su oficina.
–¿Por qué le llama tantas veces el presidente Nixon? ¿Acaso esta
actitud no es obsesiva? –preguntó la periodista italiana Oriana Fallaci a
Kissinger mientras lo entrevistaba entre interrupciones. (El texto se publico
en “Entrevistas con la Historia”, escrito por la periodista italiana).
–No es eso –respondió Kissinguer –: a lo largo del día, al
presidente le encanta medirle la temperatura a sus colaboradores.
Una práctica muy socorrida en México y en otras naciones,
efectuada por la policía o detectives, fue el robo de la basura para analizarla
y así conocer un pedazo de la vida privada de las personas espiadas. Solían
pagarle al recogedor de la misma para que las bolsas con los desechos que eran
sacados para transportarlos al basurero público fueran separadas como algo
especial. La basura es información. Y el trabajo consistía en llevar una
bitácora, anotar todos los días qué comía, qué medicamentos tomaba, qué
compraba y así armar todo un rompecabezas sobre escritos rotos y
descubrir información relevante sobre la vida privada que interesara al
gobierno.
Esta fue una de las estrategias que se le aplicaron al
empresario Carlos Cabal Peniche después de que fue ubicado en Australia tras
huir del país acusado de fraudes en perjuicio de instituciones bancarias. Los
policías que localizaron su escondite confirmaron que el inquilino de una de
las residencias bajo observación era precisamente Cabal Peniche porque durante
treinta días estuvieron analizando minuciosamente la basura que se sacaba de
aquella casa. Cuando tuvieron el rompecabezas armados, esperaron el momento
preciso para capturarlo.
Larga es la historia del espionaje político, ahora ejercido con
tecnologías bastante sofisticadas que ni la mente más afiebrada de un escritor
de ficción quizá puede imaginar: Los teléfonos celulares no sólo sirven para
hablar: también escuchan y observan. Son almacenes de información que se pueden
vaciar en diez segundos.
Encendidos los aparatos, alguien llega a un café y, como es
costumbre, coloca su teléfono en la mesa, aguardando la llegada del invitado
que, si lleva la intención de robar la información, abre el Bluetooth,
teclea unos códigos y de inmediato el teléfono empieza a jalar los datos del
aparato cercano: así se vacían correos, conversaciones, datos telefónicos,
contactos y se puede saber con quién habla la persona y qué habla, que ha
hablado y probablemente qué citas tendrá y con quien. Abundan por doquier
personas que citan a periodistas o a políticos con cualquier pretexto para
robarles la información.
De igual forma se roban la información violando los correos
electrónicos. No existe un blindaje contra esa práctica. En México como en
cualquier otro país todas las conversaciones se escuchan y todos los mensajes
se leen. Nadie tiene posibilidades de sostener una conversación privada. Se
afirma que esto ocurre por el llamado tema de la Seguridad Nacional, pero no
sólo por eso: los hombres del poder quieren saber qué hacen sus enemigos y,
arrastrados por esa obsesión enfermiza, hurgan en la vida privada de la gente.
La vida pública no importa. Es pública. Importa y mucho la vida personal. Es la
obsesión de los poderosos.
Existen cientos y miles de historias de cómo los políticos
espían incluso a sus propias esposas y amantes. En la Procuraduría General de
la República (PGR), en tiempos de Ernesto Zedillo, había un funcionario que
utilizó los sistemas de inteligencia para espiar a su mujer: le grababa todas
las conversaciones, tenía fotografías de las personas que le acompañaban a las
citas que tenía y hasta videos de su vida privada, en sus noches de insomnio y
hasta cuando se bañaba. Todo esto se halló en la caja de seguridad de un
banco.
Suele ocurrir que policías al servicio del Cisen o de empresas
privadas, por ejemplo, que también ofertan servicios de espionaje telefónico
con pagos mensuales, corrompen a las personas del servicio doméstico de algún
político o empresario y después colocan microcámaras en las habitaciones, en
las oficinas, en la sala, cocina y hasta en el baño para espiar y filmar todo
lo que hace el personaje. Y todo se puede ver, en tiempo real, desde un
teléfono celular.
Todo lo anterior nos podría conducir a la redacción de varios
tomos sobre el espionaje, pero estas líneas vienen a cuento a propósito de la
queja pública –convertido en escándalo –que hizo Ricardo Anaya, el precandidato
del Frente, cuando se percató que era seguido por un agente del Cisen durante
las giras de precampaña que realizó por varios estados del país.
La denuncia de Anaya derivó en escándalo y éste exhibió al nuevo
Secretario de Gobernación, Alfonso Navarrete Prida, quien negó que la
dependencia a su cargo realizara labores de espionaje. “Es labor de
seguimiento”, dijo, y se hace con todos los precandidatos por cuestiones de
seguridad.
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Se dijo públicamente que tales acciones se habían acordado,
previamente, con los precandidatos presidenciales, pero hasta ahora Navarrete
Prida no ha exhibido el documento que acredite el acuerdo que él esgrime y que
lo zafaría de haber dado la orden al Cisen para espiar a los aspirantes
presidenciales.
Seguramente Ricardo Anaya ignoraba –lo que se duda –que el
trabajo de los agentes del Cisen es precisamente ese, reportar información a la
Secretaría de Gobernación para llevar la bitácora de las actividades de todos
los personajes políticos, empresarios y periodistas. Algunas de estas tareas
las realizan abiertamente, en otras ocasiones se esconden en el sigilo, pero todos
los días reportan lo que pasa en el país.
El Cisen fue creado para eso y es un instrumento del Estado que
espía a gobernadores, policías, fiscales, comandantes, activistas políticos de
izquierda y de derecha, artistas, prostitutas (éstas cuentan con mucha
información)… En las entidades, los gobernadores también espían, tienen sus
informantes y sus equipos especializados para efectuar intervenciones
telefónicas sin que medie la autorización de un juez.
El presidente de la República todos los días recibe un reporte
–ya del Cisen o de la Marina o del Ejército –sobre la situación del país que
incluye intercepciones telefónicas y las actividades que realizan cada uno de
los personajes de la actividad pública. Si al mandatario le importa ahondar en
algún asunto en particular basta con que emita una orden y el teléfono de
cualquier político o periodistas es intervenido desde cualquier órgano del
Estado y le dan seguimiento puntual de lo que hace, hizo y hará.
En la vida cotidiana, la sociedad vive ajena a esta realidad e
ignora que puede ser espiada a partir de sus propias acciones. En la fiebre por
comprar el teléfono celular más sofisticado –con la mejor cámara y definición,
por ejemplo –también se adquiera un instrumento que es utilizado por el Estado
para espiar. Ese aparato puede convertirse en una arma: se vuelve micrófono o
cámara que, controlado a distancia, es un instrumento de observación y escucha
permanente.
La gente suele acudir a los llamados Cafés Internet o bien a un
café normal y lo primero que hace es pedir la clave para conectarse a Internet.
Y es justamente en esos lugares donde la información de los aparatos es vaciada
con mucha facilidad. ¿A dónde va a parar la información? Seguramente al Cisen o
a otros centros de almacenamiento de información donde es revisada.
El Secretario de Gobernación, Alfonso Navarrete Prida –quien fue
subprocurador de Coordinación y Desarrollo de la PGR en el sexenio de Vicente
Fox –conoce muy bien todas estas artes. Ha desempeñado tareas delicadas en
materia de seguridad, fue procurador del Estado de México con Enrique Peña
cuando fue gobernador de esa entidad. El responsable de la política interna
niega que haya espionaje en el caso de los precandidato, pero a mi ver,
Navarrete niega lo obvio: su función es garantizar, como dice, la
gobernabilidad y ésta sólo puede garantizarse con información y el camino para
obtenerla es a través de las mil prácticas de espionaje que el propio Estado
puede realizar que, en su gran mayoría, son ilegales.
Lo que ocurre que en el rastreo de información para garantizar
la seguridad interna del país –lo que no se logra a pesar de tantos aparatos de
inteligencia que están operando –también se enteran de la vida privada del país
entero.
Sería ridículo pensar que para cada escucha telefónica que el
Cisen quiera hacer le tengan que pedir autorización a un juez. Eso dice la ley,
pero en la práctica nada de eso ocurre: el espionaje está presente tanto de día
como de noche y nadie escapa a los ojos y los oídos de nadie. Todo se oye, todo
se mira y todo se sabe.
Lo verdaderamente grave es que todas esas prácticas de espionaje
de Estado no se apliquen contra la delincuencia organizada, con el fin de
detener las matanzas que tiñen de sangre todo el territorio, hasta en el último
rincón del país hay familias que lloran a sus difuntos porque ayer o justo hace
unas horas fueron asesinados por las mafias del narco.
Fuente.-Ricardo Ravelo/
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