Faltan poco más de seis meses para las elecciones federales mexicanas de 2024 y los partidos se encuentran en plena ebullición. Muchas de las candidaturas más importantes ya tienen nombre y apellidos.
Todo pinta para que el pastel se reparta en tres porciones desiguales: la más grande es la que buscan el oficialismo y sus aliados (tanto los de siempre como los novísimos, que se acaban de subir al carro en atención al proverbio que establece que “el que se mueve no sale en la foto”). Hay una segunda, de tamaño aún desconocido, que es la que se llevará la alianza opositora. Y la más pequeña, todo indica, será la de Movimiento Ciudadano, un instituto tan indefinido que a estas alturas no se sabe muy bien a qué aspira fuera del terreno de los Estados (importantes, pero escasos) en que ostenta la gubernatura, porque sus oportunidades de ganar la elección son básicamente nulas.
Hemos atestiguado, en las últimas semanas, toda una serie de maniobras (o, dicho en buen mexicano, “enjuagues”) en las carreras en pos de las candidaturas. Desde las ya citadas alianzas súbitas y más bien sospechosas en algunos Estados, hasta “arreglitos” como el que se produjo en la Ciudad de México, en donde el ganador de la encuesta entre la militancia de Morena, el ex jefe policial García Harfuch, optó por hacerse a un lado y dejarle el puesto a su correligionaria Clara Brugada… Tal y como estableció días antes, y con precognición digna de Nostradamus, el audio supuestamente apócrifo que se filtró con la voz de Martí Batres, jefe de Gobierno interino y operador político de primera línea del oficialismo.
Los encargados de llevar a buen puerto los “enjuagues”, por cierto, han sido merecedores de una catarata de elogios (y alguno que otro coscorrón) en los medios. Pero poco se ha reflexionado al respecto de las consecuencias que estos “arreglitos”, que acomodan la democracia al gusto de quien la maneja, puedan tener. Y que no son nada menores.
Pensemos en un ejemplo apropiado. La gubernatura de Guerrero es ejercida, actualmente, por Evelyn Salgado Pineda, quien llegó a la candidatura de Morena al Gobierno gracias a un enjuague. Porque el candidato original era su padre, Félix Salgado Macedonio, quien tuvo que dejarle el sitio porque pesaban sobre él dos denuncias por abusos sexuales y el Tribunal Electoral anuló su postulación. Morena realizó una encuesta exprés y al caído lo sustituyó su hija, cuyas credenciales para desempeñar una gubernatura consistían en las conexiones y alianzas de su progenitor y poco más.
¿Qué sucedió? Que la gestión de la gobernadora ante el desastre provocado por el huracán Otis ha sido blanco de toda clase de críticas. Ningún gobierno puede parar un desastre natural, claro, pero sí establecer protocolos de prevención y, sobre todo, reaccionar a la altura de las circunstancias, con medidas concretas, presencia e información oportuna a la población. Y nada de eso ocurrió, por supuesto. Aunque las cuentas de redes de la gobernadora informaron del avance de lo que se creía solo una tormenta, también daban cuenta de que unas horas antes de que el huracán tocara tierra, Salgado estaba en la Ciudad de México, reunida con otros gobernadores de su partido. Y luego del impacto de Otis, desapareció de los medios por largas horas. Su perfil en todo el proceso posterior ha sido, cuando menos, muy bajo, por no decir opaco.
¿Salió bien, para los ciudadanos, el enjuague que la impuso en la candidatura simplemente para sacarle la vuelta a la sentencia que impidió concurrir a las elecciones a su padre? Que lo digan los acapulqueños. Porque entre buena parte de los medios mexicanos la que se impone es, en general, la lógica del poder. Y, según ella, el que gobierna siempre tiene la razón.
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