En enero de 2017 un comando arrancó de su propia casa al policía municipal de Culiacán, Israel Ruiz Félix. Estaba en compañía de sus padres, su hermana y su sobrino. “Si la cosa es conmigo, aquí estoy. A ellos déjenlos”, les dijo. Días más tarde otro grupo se llevó, a las puertas de su casa, al policía José Antonio Saavedra Ortega.
Una semana después el convoy llegó a la colonia Tierra Blanca, donde vivía el agente Reyes Yosimar García Cruz. Él acababa de comprar unas pizzas para ver una película con su hermano y su novia. Hombres armados controlaron la calle: les quitaron los teléfonos al empleado de una birriería y a la encargada de una florería. Luego irrumpieron en la casa de Reyes Yosimar.
#cdmx,#reynosafollow,#mtyfollow,#saltillo,#guadalajara,#tijuana,#cdjuarez "MADRES BUSCADORAS MEXICANAS RECLAMAN al INUTIL que FINGE de PRESIDENTE TRATO de "MADRE BUSCADORA ARGENTINA"...mas alla de régalar 30 millones de cheques mensuales es una calamida_https://t.co/gdrLqkceFt pic.twitter.com/gytmmhW3Gw
— Valor Tamaulipeco (@VaxTamaulipas) July 22, 2023
También a él se lo llevaron. El agente le dijo a su hermano: “No te preocupes, son compañeros”.
Los tres agentes privados de la libertad habían atendido un llamado de auxilio del Ejército, al que sicarios del Cártel de Sinaloa que deseaban rescatar a Julio Óscar Ortiz, El Kevin, acababan de emboscar en la carretera que conecta Badiraguato y Culiacán. Aquel enfrentamiento dejó cinco soldados muertos.
Semanas más tarde, el cuerpo de Reyes Yosimar apareció calcinado en una fosa cavada en los límites de Culiacán y Navolato. Seis años más tarde, de los otros dos desaparecidos no ha vuelto a saberse más.
Isabel, la madre de Reyes, lo había buscado hasta con brujos cuando comprendió que la fiscalía no la iba la ayudar. Durante largas e inútiles visitas al ministerio público, la señora encontró a otras mujeres que también denunciaban la desaparición de sus familiares.
Todas tenían una historia de horror qué contar. Isabel relató que, ante el pasmo y la indiferencia de las autoridades, aquel grupo de mujeres se armó de picos y palas y comenzó a buscar en los ríos, los ejidos, los montes. Así nació el colectivo Sabuesos Guerreras que hoy aglutina más de 400 familias. 400 familias que tienen también un horror qué contar.
Años antes, Lucía Díaz y siete madres de desaparecidos iniciaron en Veracruz un grupo de WhatsApp. Andaban penando desde el año 2011. Querían encontrar la luz, la verdad: la señora Díaz colocó un solecito como icono del grupo.
En 2016 el Colectivo Solecito tenía cerca de 200 integrantes: 200 mujeres sin respuesta oficial, a las que la violencia había dejado al frente de hogares vacíos y rotos.
Ese año, mientras el colectivo realizaba una protesta frente al edificio del Poder Judicial, un “arrepentido” bajó de una camioneta y les entregó un pequeño mapa. Aparecía escrita la frase “Colinas de Santa Fe”. En ese sitio formado por dunas, las madres buscadoras iban a localizar los restos de casi 300 personas.
Habían traído del estado de Guerrero a un experto rastreador de cuerpos, don Lupe (Guadalupe Contreras Blanco), quien había aprendido a encontrar cadáveres hundiendo una varilla en la tierra y dejando salir “el aroma a muerto”.
El Colectivo Solecito cuenta hoy con alrededor de 320 integrantes que buscan en fosas clandestinas “a 330 seres amados”.
Acabo de hallar en la librería de un aeropuerto un libro de la periodista sinaloense Tania del Río: “Las rastreadoras” (Aguilar, 2023). Recoge un conjunto de desgarradores testimonios de madres que no encuentran reposo y que andan por los cerros, bajo lluvias y soles inclementes, soportando el asedio de los grupos criminales y la burla y el desprecio de las autoridades:
“Ay, señora, no esté aquí con su lagrimerío, si su hijo anduviera en cosas buenas, usted no estaría aquí. Vienen aquí a chillar, pero primero no cuidan a sus hijos”, le dijo a una de las integrantes del Colectivo A Tu Encuentro en la fiscalía de Irapuato.
“Una vecina me vino a decir que me iban a matar por andar buscando a mi hermano, que ya le parara. Me insinuó que tenía miedo de vivir al lado de mi casa, por el peligro que represento para buscarlo”, relata otra rastreadora.
En Guanajuato, en Michoacán, en Sonora, en Sinaloa, en Chihuahua, en Tamaulipas, en Guerrero, en Morelos, en Baja California, en Zacatecas, en Veracruz, en Nuevo León, en el Estado de México… hacia donde uno mire hay miles de mujeres rastreadoras, abandonadas por el Estado, defraudadas por la justicia, que viven de rifas, de la venta de objetos personales, que reciben apoyos simbólicos de organizaciones civiles, y que caminan en cuadrillas por los cerros, con historias de soledad y horror en las espaldas.
Son las mujeres que están develando la inmensa fosa clandestina que es México, y que hoy reclaman al presidente que no las quiera ver, que no las quiera recibir, que no las quiera escuchar.
La realidad que exhiben, sin embargo, no se borra con el silencio.
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