La vida de Jacobo quedó truncada para siempre casi antes de empezar. Su hermano cantaba hip hop, y hasta ese momento todo su interés era convertirse en rapero y montar un estudio de grabación. “Me acuerdo de un evento en el que mi hermano me permitió soltar unas rimas con él, fue increíble, creo que fue uno de los días más felices de mi vida”. Pero, entonces, a la edad de 12 años, todo se fue al traste.
—¿Quieres ganar dinero? Bueno, pues tienes que matar a alguien.
Cuando un vecino le hizo la proposición por primera vez, se negó. Pero el hombre, que pertenecía al Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), le ofreció 30.000 pesos por el trabajo, y a él, un niño criado en una familia pobre donde las palizas eran habituales, al que nunca le había gustado demasiado la escuela, se le hizo una oferta imposible de rechazar. “Con 12 años, me convertí en una especie de asesino a sueldo. Hacía los trabajos que mi vecino me pedía. Él me llamaba y me decía a quien tenía que matar. Yo iba, lo mataba y listo, pasaba a cobrar una vez que el trabajo estuviera hecho”.
Con 16 años, Jacobo se unió oficialmente al cartel. “Me encargaba de torturar a miembros de cárteles rivales, mis compañeros los secuestraban y yo les sacaba la información a madrazos. Una vez que teníamos lo que queríamos, los matábamos, a veces los pozoleábamos [disolver en ácido], los descuartizábamos, o los matábamos a puros disparos”. Entonces le encargaron que asesinara a un miembro que había traicionado al CJNG. A plena luz del día, en un lugar público. Y, como guinda, debía tomar fotos del cadáver al terminar. Tanta exposición le volvió un riesgo para la seguridad del grupo. Lo mandaron matar. Lo tirotearon entre varios. Recibió disparos incluso en la cabeza. Fue dado por muerto, su cuerpo abandonado en la escena del crimen. Pero, contra todo pronóstico, el adolescente se salvó. Despertó días después, esposado a una cama de hospital. Desde entonces, cumple condena.
La historia de Jacobo es solo una más de una realidad sangrante en el país, la de los más de 30.000 niños que han sido incorporados a las filas de la delincuencia organizada, según la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim). Una investigación publicada este octubre por Reinserta, una ONG que trabaja con personas encarceladas, recoge las vidas de 89 adolescentes y adultos en prisión, de los cuales 67 integraron durante su infancia las filas del narco.
Como la de Susana, que empezó a vender drogas con 12 años para ayudar a su madre, que con dos trabajos no era capaz de dar de comer a sus hijas y acabó trabajando como dealer para un cartel local, por el que más tarde fue asesinada. Sin ella, Susana se volvió adicta a todo tipo de sustancias, empezó a robar para vivir, y pronto acabó en la órbita de la mafia. “Yo no quería vender droga, yo quería matar gente. Era una forma de liberar el enojo que había sentido cuando mataron a mi mamá. Mis víctimas eran puras mujeres que tuvieran hijos, quería que ellos sintieran lo que yo había sentido, las mataba enfrente de los niños”. Y ahora, encerrada, se siente en paz, fuera de riesgo por primera vez en años. “Si yo pudiera dar un consejo a un niño es que no se meta en esto, lo van a utilizar. En esta vida es el encierro o la muerte, no hay otra”.
O la de Orlando, que cuando tenía cuatro años fue testigo de cómo descuartizaron a su hermano, al que su padre había ofrecido como sacrificio a Los Zetas, uno de los carteles más sanguinarios del país durante años, hoy en horas bajas. Su progenitor lo internó en un orfanato, pero escapó y comenzó a malvivir en la calle, donde se convirtió en sicario. Vengarse de su padre se convirtió en su única razón para seguir vivo. “Después de un tiempo me di cuenta de que tenía mucha ansiedad, y esa ansiedad la curaba con la muerte. Si no miraba a alguien muerto o no mataba, no estaba a gusto”. O la de Iván, que con 13 años empezó a halconear (vigilar) para un grupo organizado, pero pronto ascendió y se volvió un asesino a sueldo: “Luego de un año de ser sicario, me había hartado de matar personas”. O la de tantos otros.
Pobreza, violencia en la infancia y familiares en carteles
Después de trabajar ocho años con adolescentes “con conflictos con la ley”, los miembros de Reinserta se dieron cuentan de que la realidad de los menores reclutados por la delincuencia organizada estaba creciendo. “Vimos que en México la investigación al respecto era escasa. En los centros de internamiento parecía que la problemática estaba invisibilizada. No teníamos acceso a la evidencia, y de ahí decidimos llevar a cabo esta investigación”, sintetiza Marina Flores Camargo, directora del área de investigación de la ONG.
Cuando empezaron a realizar las entrevistas en centros de internamiento de siete Estados —Cohauila, Nuevo León, Tamaulipas, Estado de México, Guerrero, Oaxaca y Quintana Roo— se encontraron con un perfil que se repetía: jóvenes que venían de situaciones de pobreza, que habían crecido en contextos violentos, con graves carencias afectivas y con familiares a menudo relacionados con carteles. “Es claramente la vinculación de todos estos factores lo que facilita que ellos se involucren o que sean reclutados. Cuando observas el pasado de los chicos, ves que no ha sido una decisión propia, sino que hay un ambiente que lo marca, toda una necesidad para cubrir cuestiones económicas o alimenticias”, continúa.
Muchos seguían conservando vínculos con grupos organizados, a través de amigos o familiares. Algunos incluso aseguraban que sus antiguos jefes les proporcionaban apoyo legal en sus juicios, la mayoría por homicidios o secuestros. “No eran juzgados por delincuencia organizada, pero cuando se estudiaba su historia de vida te dabas cuenta de que sí estaban vinculados [a los carteles]”, apunta Flores Camargo. “La media de entrada es de 15 años más o menos, pero había casos de 12 años, 11 años, que tenían sus primeros acercamientos a la delincuencia organizada temprana. A los 14 años se vinculan formalmente, tienen lo que ellos llaman nómina”.
Para los menores de edad, la pena máxima que puede dictar un juez en México es de cinco años. Por eso los carteles los utilizan como carne de cañón, se aprovechan de que la condena será corta. Alrededor de 21.000 menores de edad han sido asesinadas entre 2000 y 2019, y 7.000 fueron desaparecidos, según Redim. Son víctimas de esta realidad, pero también verdugos, que han dejado tras de sí daños irreparables en otras personas. “Cuando uno trabaja con victimarios es sencillo dejar de pensar tanto en la víctima. Al escuchar los relatos tan fuertes es imposible no empatizar”, apunta Paulina Carrasco, subdirectora de monitoreo y evaluación en Reinserta.
“Me da mucho dolor ver lo desapegados que estamos de las problemáticas de la vida de los otros, aun cuando se dediquen al delito”, señala Carrasco. “No ha disminuido mi empatía con la víctima, más bien he ganado empatía con el victimario. Una vez que te sientas a escuchar su historia, te das cuenta de que no es una cuestión de que estos niños sean malvados. Comprendes la trayectoria de la persona, qué le llevo a hacer lo que hizo. No justificamos el delito, intentamos entender. Ellos son como el último eslabón de la cadena, pero antes de que lo cometieran, las instituciones, el Estado, la sociedad, quienes estamos de testigo, les hemos fallado”.
“Antes que asesinos, son víctimas”
Como ella, Ana Priscilla Martínez, jefa de Investigación cuantitativa en Reinserta, también considera que es la sociedad la que ha fallado a estos niños, que no les ha dado oportunidades, que, al contrario, son los carteles los primeros que les ofrecen una alternativa a la pobreza, la única que muchos encuentran en sus vidas. “Ellos son presa fácil para aquellos que llegan y les dicen ven que te voy a dar todo lo que te falta. Entender eso es el primer paso para entender que tenemos una deuda con ellos. No podemos estar ajenos cuando hay niños matando porque tienen hambre”.
Esta es la primera ocasión en la que Martínez se sentaba frente a un menor encarcelado. “Fue complicado, porque hay partes de las historias que te parece irreal que te lo esté contando un adolescente. Se me ponía la piel chinita de escuchar ‘me dedicaba a asesinar personas’. Y no lo estás viendo en una película ni un libro de ficción, te lo está contando alguien que lo vivió en su propia carne. Y se vuelve más complicado cuando ves el rostro de estos chicos y te das cuenta de que tienen cara de niño, los rasgos no empatan con lo que están platicando, son rasgos de personas muy jóvenes que no deberían estar viviendo esto. Es una situación en la nunca tenían que haberse encontrado, y sin embargo, te están contando que mataron, que secuestraron, que consumen drogas”.
“Antes que victimarios, antes que asesinos, son víctimas”, sentencia, Martínez, “y entender esta parte nos puede ayudar a comprender que son niñas, niños y adolescentes que no están en donde están porque ellos lo deciden, sino que son víctimas de un contexto de violencia y de narcocultura. Es una problemática tan profunda que la falta de reconocimiento del problema por parte de las autoridades complica poner la mirada en esto”.
Paulina Carrasco recuerda a especialmente a uno de los chicos —”hay historias que te pegan más fuerte que otras”—. Quería desvincularse de esa vida, pero estaba preocupado por su padre, que también trabajaba para el narco. Se unió a un cartel rival al de su progenitor para arruinarle y obligarle así a abandonar el crimen. Ahí es cuando la policía lo capturó. “Eso me impactó mucho, esa frustración de ‘es que no tengo otra salida, cuando intento cambiar la vida no me deja”.
Dicen que de esa vida, niño o adulto, una vez se empieza solo se sale preso o de un balazo.
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